Por un momento, al enterarme que Los Años Felices surgía de un blog, tuve cierto temor a encontrarme con una novela demasiado fragmentada. Más que una novela de iniciación, un diario íntimo caprichoso, otro ejercicio autobiográfico de exaltación yoística. Con el correr de los capítulos, la sorpresa que me llevé fue que, por suerte, ES un poco eso. Y es también, muchas otras cosas.
“Yo me preguntaba cómo narrar una época –los años noventa- sin olvidar que la odié profundamente, pero que también la amé en secreto. ¿Cómo fue crecer mientras el mundo alrededor entraba en disolución?”, dice Robles en la contratapa, y es con este tipo de contradicciones con las que nos vamos a encontrar a lo largo de la novela.
Desde la primera página se nos advierte con dos citas: una de Stephen King y otra de Miguel Cané, en apariencia tan lejanos el uno del otro. En definitiva, eso son los años noventa, un gran rejunte de referencias y referentes, de recuerdos mezclados y batidos, amables y odiables, nostálgicos y olvidables.
Un infinito Todo por $2 capaz de contener a Los Simpsons, al programa de Mateyko, al Out run y al Mortal Kombat, las papitas Pringles, Corky, Pearl Jam, Pronto Shake, Peor es Nada, Cemento, Freddy Krueger 3D, los Sábados de Súper Acción de Canal 11, las riñoneras y miles de etcéteras.
Para un lector como yo, de la misma edad que el autor y que vivió su adolescencia en los mismos años que los personajes, la primera sensación es la de identificación. Pero en realidad, lo que aparece después es una especie de obligación generacional a hacer el mismo ejercicio de memoria que el autor y recordar cómo vivió uno las mismas cosas que les pasan a los personajes en la ficción.
Yo también tuve mi primera novia y mis primeros desengaños amorosos, sin entender mucho qué era lo que eso significaba. Mis compañeras de 15 años se embarazaban y dejaban la secundaria. Viví mis primeras muertes cercanas, tuve mis vacaciones en la costa con amigos y todavía guardo los 20 vhs en los que grabé las primeras temporadas de Los Simpsons, cuando todavía me gustaban.
Una década atravesada por la desidia (“al fin y al cabo, yo era clase media. No podía creer mucho en nada. Pero si la revolución la hacían otros, me sumaba.”) y por el miedo a que algo relativamente simple te destruya (“Las desgracias les llegan a todo el mundo, en algún momento: un muerto, un robo, un desocupado en la familia”.)
Sigo pensando en que tanto para mí como para Eric –el protagonista de la novela- las personas/personajes que pasaron por ese
lapso de nuestras vidas, funcionaron más como roles en nuestro devenir, en nuestro crecimiento, pero que, no por eso, fueron
menos importantes. Por el contrario, ninguno – ni los extras, ni los secundarios- pasó desapercibido porque todos supieron dejar su huella en ese campo virgen que fuimos.
Y todo concluye en la irreconciliable sensación de pena de haber vivido la adolescencia en ese contexto, porque lo que fuimos allí es casi todo lo que somos aquí. Aunque también (seamos justos) se lo debemos.
Los años felices
Sebastián Robles
2011 – Editorial Pánico El Pánico