Los contrarios (Zindo & Gafuri), del poeta Fernando Molle (Bs. As., 1968) vuelve a desplegar su camino de ajuste personal con la lengua. Una poética que busca conjurar lo paradójico. Pulsando el sentido de la variación, la distancia entre experiencia, recuerdo y hecho estético pierde, aquí, sus contornos. La poesía de Molle avanza proyectando núcleos de imágenes en permanente oscilación. Así, las palabras se acomodan siguiendo esa percepción: los signos de un mundo que se edifica “desde cero”. Cada nuevo libro de Fernando Molle es un método de asimilación del lenguaje.
Fernando Molle publicó El despertador y el sordo (1995, prólogo de Léonidas Lamborghini), La revoltija (1999), Del libro (2008, Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes), y Los contrarios (2015). Coordina talleres de lectura y escritura en el Centro Cultural Rojas y en forma privada, además de escribir sobre literatura en diversos medios del país.
-¿De qué modo sentís que Los contrarios se diferencia de tu producción anterior?, ¿pensás que marcó un punto de inflexión respecto a tus libros precedentes?, ¿por qué?
-Me gusta pensar que cada uno de mis libros marca un quiebre respecto de los anteriores. Esa es la intención, pero uno nunca sabe. Los contrarios es una serie de poemas independientes, sueltos. Remarco esto, que para muchos poetas puede ser una obviedad, pero que en mi caso no es algo muy usual. Porque algunos de mis libros son conceptuales, parten de un tema más o menos pensado previamente. Diría que este es un libro bastante visual y obsesivo. Parte de “escenas” mínimas que se van presentando en primeros planos, y que se van recreando y recombinando. Intento aquí crear atmósferas abiertas (por eso son poemas largos), más que centrarme en la cosa del poema cerrado, terminado. El juego formal es bastante visible y me gustó que quede así. Los temas del libro fueron saliendo con la escritura: después de mucho tiempo, volví a escribir poemas de cuyos temas me iba enterando a medida que los escribía. Hubo varios poemas largos que quedaron afuera del libro, por distintos motivos.
-“El cielorraso” es un poema que inicia un desplegado, un sentido lógico, y a medida que progresa, ocurre una dislocación, una zona de extrañamiento: los significados se refractan, multiplicando los posibles niveles de lectura. ¿Sentís que la ambigüedad aumenta los circuitos de interpretación de la poesía?
-La multiplicación de sentidos de un poema es lo que define, tal vez, su intensidad. Ese tembladeral es un punto de llegada. No es que uno juegue a ser elusivo, misterioso o mágico: hay que escuchar lo que el poema va soltando. “El cielorraso” es un poema sobre el despertar. Tenemos una matrimonio en una cama, está la hijita en su cuna. ¿A qué despiertan? ¿Adónde despertamos cada mañana? No lo sabemos, y el poema intenta potenciar ese estupor existencial, ontológico. Por supuesto que uno improvisa explicaciones sobre lo que escribe siempre de modo torpe y a posteriori, tratando de gambetear la grandilocuencia y los clichés temáticos.
-En “Mareo” la operación de “los contrarios” se activa, tal vez de un modo más evidente. Los significados (y sus opuestos), se enfrentan como en un duelo. Es interesante cómo utilizaste aquí el espejo como objeto simbólico para dar a luz esta curiosa dialéctica.
-Bueno, está la cosa de la identidad como enigma. Es mirarse al espejo y no reconocerse. Estar desenfocado. En “Mareo” hay un ping pong de imágenes, cierta atmósfera absurda, cómica, de personajes desencajados. A mí ese poema me marea, me resulta alucinógeno. Por otra parte, recuerdo haber tenido hace unos años unos mareos raros. No mareos de perder el equilibrio: eran como un ligero desenfoque constante. Nada discapacitante, pero molesto. No tenía ningún problema orgánico. Mi psicoanalista me dio una respuesta críptica pero eficaz: “tenés falta de referencias”. Por suerte se me fueron.
-¿Qué sentido de unidad cobran los espacios en blanco en relación a los versos que construyen un poema como “Ternero dentro”?
-El blanco de la página es una cuestión rítmica, de ritmo sonoro y visual. Y hay una idea de autonomizar, de detener una imagen. De llevarla más allá de la palabra, como algo que rebasa la palabra. El motivo de ese poema es de una simpleza escolar: un ternerito solo, desvalido bajo la lluvia fría, en medio del barro. Significa todo lo que esa imagen te transmita. Pero la imagen vuelve una y otra vez, una y otra vez, obsesivamente, la misma y diferente. No es hablar de algo, es hacer algo dentro de la cabeza del lector. Hacer que se meta en el barro y en la lluvia.
-Continuando con el mismo poema, ¿el sonido de la repetición de palabras como “sin” y “ternero”, sólo buscan entretejer el equilibrio del ritmo?, ¿por qué?
-Es un asunto rítmico. El “sin” es lo que falta. El hambre, el frío, la soledad, la madre ausente, el desamparo: sin. Y uno aprovecha cuando un monosílabo en castellano significa algo. Son “notas” verbales que tienen sentido y sonido condensado: “sin… sin”. Lo podés tocar en un piano: tín… tín… En el inglés eso es moneda corriente, claro.
-¿Pensás que tu propuesta -el modo de configurar una mirada-, se está orientando hacia una búsqueda formal más conceptual? A lo que me refiero es que se articulan poemas que expresan ideas más que sentimientos en torno a un yo lírico.
-Puede ser. A mí no me sale el yo lírico, lo veo como una impostación. Pero lo veo como una impostación si lo hago yo. Está bien claro que en otros poetas –en esta época- aún puede funcionar. Hay pocos ejemplos contemporáneos, pero hay: Jorge Teiller, Hugo Padeletti, y otros. La lírica no está muerta. Pero a mí no me sale. Me sale siempre cierto distanciamiento, cierta despersonalización, cierta ironía crítica. Ahí a lo mejor pagás un precio emocional, en el sentido que te puede salir una cosa un poco fría, ¿no? Pero desde hace años me interesan ciertos estilos que alcanzan emotividad a través de la máscara, de la distancia, de la conciencia de que es ingenuo partir de un yo confesional. Un ejemplo señero en la poesía contemporánea es el peruano Carlos Germán Belli, pero su camino es irrepetible. Y nunca vamos a dejar de aprender de Pessoa. Pero el lirismo es lo más difícil. Es congénito.
-“En la vereda de enfrente”, es un poema que por su largo aliento y por su sistema de cuestionamientos rizomáticos, remiten a “Un golpe de dados”, de Mallarmé. ¿Cuál fue el disparador de esta pieza poética?, ¿fue ardua la construcción del mismo?
-Ese poema de Mallarmé es un horizonte, ¿no? Es el futuro… “En la vereda de enfrente” fue bastante arduo porque son quince páginas. Es algo que nunca antes había intentado, y me gusta cómo quedó. En realidad, su versión primigenia, como todo el libro, salió de un tirón una noche de 2009. Ahí escribí unas treinta o cuarenta páginas en un cuaderno, en estado de trance. De ese borrador ilegible, casi incomprensible, salió el libro. Que naturalmente fue mutando y expandiéndose a lo largo de dos años. Ese largo poema quizás sea un humilde intento de hacer poesía mística. Una mística laica y terrenal. A mí me emociona leerlo, tiene una cadencia mántrica que me lleva a alguna parte. Va avanzando a partir de juxtaponer y desplazar lugares, abriendo el foco desde la baldosa rota de tu vereda hasta el origen de las galaxias. Todos son “lugares”. ¿Y qué es “estar” en un lugar? ¿En dónde estamos parados? Sobre una baldosa, sobre una galaxia. Pero son temas que me dejan perplejo; si no, no podría escribirlos. Yo escribo para saber. Pero –no sé cómo decirlo- el poema te responde a una pregunta que no le formulaste, que en el fondo ni podrías concebir.
-El poder de resonancia que produce Los contrarios, en parte es producido por su naturaleza elíptica. Lo que queda fuera de la página se hace presente de una forma indirecta, a través de la ausencia.
-Sí, claro. Es la reverberancia de lo no dicho, de lo no mostrado. Eso es viejo, cualquier chino lo sabe. Por eso esas escenas un poco desnudas, despojadas, casi sin acciones. Y por eso esa expectativa de definición, de acción verbal. Eso es un motor, hace avanzar al poema. Pero no es un escamoteo de información que me guardo. Yo también quiero saber adónde conduce ese delirio. Me pasa mientras lo escribo y me pasa cuando lo terminé y lo leo.
-Si bien sabemos que toda lista es extensa. ¿Algún poeta que debamos leer y por qué?
-La lista es inmensa y la memoria precaria. Pero nombro a Juan Luis Martínez, un poeta chileno absolutamente extraordinario, que murió en 1993. Compinche del gran Raúl Zurita, aunque menos conocido. En su primer y casi único libro, La nueva novela, Martínez inventa una poesía conceptual rarísma, caústica e irónica, con juegos gráficos y alusiones a las ciencias exactas y naturales, y además no exenta de lirismo. Es un genio.
-Por último, Fernando, ¿creés encontrar en este libro indicios de alguna tradición poética? Si es así, ¿cuál/es?
-Se cruzan muchas cuestiones, y yo fui cambiando mucho. Los años te cambian, la paternidad te cambia… es difícil de calibrar. La verdad, no tengo idea. A este libro sí lo veo bien alejado de la llamada Generación del 90, de la que -para bien o para mal-, formé parte de joven, y que marcó -para bien o para mal- a muchísimos poetas de este país que vinieron después. Me gustaría pensar a Los contrarios (pero esto es un delirio) en la estela de ciertas vanguardias latinoamericanas. Sobre todo por el lado de los chilenos: ese tornado creacionista que arranca con Huidobro y llega hasta Zurita y otros. Pero esto no es más que una expresión de deseos un poco vanidosa, ¿no? Siempre sentí y pensé a la poesía como descubrimiento y aprendizaje. Y con los años compruebo que se puede seguir experimentando y aprendiendo toda la vida, más allá de que estés desacoplado de cualquier grupete o corriente estética. Porque la curiosidad y la pasión te impulsan a eso. Explorar un camino personal es la única aventura que nos queda en la poesía. Si no, ¿para qué lo vamos a hacer? ¿A quién le vamos a ganar?
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Fernando Molle recomienda:
-Difícil elegir, porque nunca hay “un” favorito. Pero dentro del magma musical que me alimenta desde la infancia hay ciertos discos que insisten y que uno vuelve a poner una y otra vez. Elijo The Birthday Concert del gran Jaco Pastorius. Porque su energía es demoledora. Un sonido glorioso que mezcla el funk y el jazz y consigue una tercera cosa que no se parece a nada. Arranca muy arriba con la “Soul Intro“, para dar paso al hipnótico “The Chicken“. Después sigue un recital que es una maravilla absoluta, brillante en sus matices, en su sonoridad y en su intepretación. Grabado en vivo en 1981, editado en 1995, The Birthday Concert fue un disco-puente que me afilió definitivamente al jazz, hace diez años. Había escuchado el primer disco de Jaco en mi adolescencia, y recuerdo el día de su muerte, inesperada y triste. Pasaron años hasta que redescubrí a Jaco, y a través de él, a esa Babel inagotable que es el jazz (especialmente el período 1940-80, del bebop a la fusión, de Charlie Parker a Keith Jarrett). Curiosidad: nunca tuve ese disco en mis manos. Me tengo que conformar con un humilde mp3.