En principio quisiera poner en duda el titulo, ya que ningún escritor por mayor o menor éxito que tenga se autodefine como maldito, sin embargo, por sus características y por su posición en la sociedad guarda para sí mismo cierto sentido de independencia en los márgenes. Por otra parte, el maldito es una marca que viene de afuera, casi siempre impuesta con una intención comercial. En cambio el marginal, es una figura carente de contaminación, es nuevo, y a su modo nos presenta un mundo íntimo y desconocido, quizás por eso Los marginales hubiese sido un nombre más acorde.
Siguiendo esa línea, hay en la condición del escritor marginal, henchido de dolor y desprovisto de gloria, una fascinación secreta y eterna, como si al conocer su obra conociéramos también su vida, una comunión privada tan fiel como la amistad, y tan misteriosa como el amor.
“Los malditos” es a simple vista un desconcierto de biografías de escritores latinoamericanos muertos, escritas a modo de crónicas, por otros diecisiete escritores vivos y con mejor suerte, compilados por la gracia de la periodista y también escritora Leila Guerriero.
Al abrir el gigantesco volumen prefiero no empezar por Jorge Barón Biza; quien heredó el suicidio de su padre, madre y hermana, pocos años después de pasar desapercibido con El desierto y su semilla, voy directo al chileno Rodrigo Lira, durante días recorro su poesía y sus padecimientos como un zombi. Lo primero que llama mi atención es ese manotazo de ahogado donde predice: “De repente/ no voy a aguantar más y emitiré un alarido”.
Con un diagnostico – aparentemente equivocado – de esquizofrenia, Lira es internado y posteriormente sometido a tratamiento de electroshock.
El 26 de diciembre de 1981, el día que cumplía 32 años, Rodrigo es encontrado muerto en el baño de su casa, con la cara y el cuerpo tajeados.
Mucho se habló y seguirá hablándose de Alejandra Pizarnik, Alejandra hizo de su obra un mapamundi asfixiante y angustioso, y en el estallido de su cuerpo aun hoy quedan flotando las cenizas: “No quiero ir/ Nada más/ que hasta el fondo”, escribió por última vez en el pizarrón de su departamento. Luego tomó cincuenta pastillas de Seconal y murió camino al hospital, tenía 36 años.
También con Seconal y a los 25 años se suicidó el colombiano Andrés Caicedo– no tenido en cuenta para esta edición – el mismo día que recibió el ejemplar de su primera novela publicada: Que viva la música. (Quizás Fernando Vallejo habría hecho justicia con este olvido)
Puesto así, todo parece indicar un destino trágico, un paisaje poblado de locura y melancolía, y en gran medida es cierto, el desasosiego emana de cada página, salto del vacío hacia otros pozos igualmente tristes, infinitamente más oscuros, de ahí a las drogas, al alcohol, al suicidio. La cadena pareciera mantenerse firme y funcionar como un perfecto manual donde La Muerte escribe su anecdotario.
Hay excepciones, como Barba Jacob por ejemplo, que en sus años mozos supo disfrutar de la belleza de los jóvenes marineros paseando de la mano de García Lorca por La Habana, o fumando marihuana muy campante por las calles de México o Colombia: “Una bacante loca y un sátiro afrentoso/ Conjuntan en mi sangre su frenesí amoroso”.
O Ignacio Anzoátegui, burlón y nazi declarado, quien probablemente haya muerto feliz en 1979 mientras la dictadura militar en Argentina llegaba a su apogeo.
Mientras Fuguet viaja a Uruguay para rearmar la figura del escritor y showman Gustavo Escanlar, Boris Muñoz recuerda a su padre, el poeta venezolano Rafael José Muñoz: “Mi papá no paraba de beber. Tenía las manos desconchadas por la cirrosis (…) Desde su habitación que permanecía todo el día con la persiana baja se filtraba un fuerte olor a bilis y alcohol. Sin embargo, entre nosotros la relación la relación seguía estando llena de ternura”
Martín Adán, César Moro, Pablo Palacio, Jorge Cuesta, y Arias Trujillo también merecen especial atención.
Todos cortados por la misma sanguinaria tijera. Casos extremos de esa descarnada pasión que consiste en poner el cuerpo hasta extenuarlo, hasta que diga basta.
Practicantes de una literatura fragmentaria, mutilada. Como fragmentaria y mutilada fue la forma en que concibieron sus vidas, en lucha constante con ellos mismos pero también con un contexto adverso, decididos a dejar constancia de su paso por el mundo, y en esa huella lacrimógena, la obstinación zumbona de la memoria recreando una esperanza.
“Nunca me sentí en el mundo como si fuera mi casa, siempre me sentí quisquilloso, susceptible y desasosegado, /como un intruso o, en el mejor de los casos como un mero visitante”, había dicho el boliviano Jaime Saenz.
Finalmente, quien decide lo que debe estar en el centro y lo que debe estar en los márgenes es el capitalismo, esa maquinaria suntuosa y decadente, suntuosa por su inservible ostentación, y decadente porque sus engranajes han mostrado su decrepitud y caducidad. Esa especie de fascismo pulcro y moderado que anestesia o aniquila es al fin y al cabo el único maldito.
Los Malditos
Leila Guerriero (ED)
Universidad Diego Portales
Santiago – Chile 2011