Se ha dicho y escrito mucho en torno al nacimiento -y, en definitiva, a la infancia- de César Aira en Coronel Pringles. Sus 107 libros son atravesados por la escenografía y los personajes de las localidades del interior, donde la acción no aparece en las calles sino en las sagas de ciencia ficción que se construyen en cada chusmerío de reposera. Sus escritos incluyen ensayos, piezas teatrales, novelas largas y sobre todo cortas, que llegaron al cine y hasta prologan muestras de arte en todo el mundo: un autor-virus, que tiene su pulso vital en hacer proliferar su obra.
En cada una de sus historias subyace la influencia de la tradición poética latinoamericana y de la sátira fantasiosa borgiana. Sus libros son manuales de operaciones retóricas donde la trama no precisa de un conflicto apoteótico para convertirse en narraciones imposibles de soltar. Sus historias te envuelven por lo dulce de la poesía y porque Aira es pillo: cuando las escenas se van diluyendo, se apoya en lo fantasioso para corromper la trama.
La sucesión de hechos desopilantes, en los que el autor parece desvariar hasta que te golpea con el existencialismo del absurdo y aterriza nuevamente en la vida de los protagonistas, obligan al lector a detenerse y preguntar: ¿Qué mierda está pasando en esta novela? ¿Cómo llegué a la página 90 sin mirar el celular? ¿Mientras leo esto, cuántas hojas ya escribió Aira?
Lugones
La propuesta se nos presenta de inmediato. Leopoldo Lugones, EL escritor más famoso de principios del siglo XX de Argentina y pluma oficial de los gobiernos del Partido Autonomista Nacional (incluso redactó el discurso de asunción del primer dictador de nuestra historia, José Félix Uriburu) llega a una isla de Tigre con un revólver. Lo que aconteció en la realidad ya se sabe: allí se suicidaría consumiendo cianuro.
Pero esta es una novela de Aira, los acontecimientos no se corresponden con la verosimilitud. Entonces el arma que lleva Lugones se dispara accidentalmente y la bala le atraviesa la pierna a la dueña del hospedaje del lugar: hay sangre, gritos, exageraciones, chicanas. Caos. “El disparo de la realidad: la ficción”, se lee.
Si ese primer acontecimiento marca el cariz de la novela, la carilla inicial exhibe el formato que acompañará al lector en las siguientes 179 páginas. Los hechos comienzan a sucederse sin freno, sin respiro y, técnicamente, sin puntos y aparte. Toda la historia ocurre en el mismo párrafo. No hay vacíos: el autor no pierde espacio ni siquiera para los diálogos. El narrador omnisciente amontona todas las acciones, que se enciman como todo el barullo que hay en esa isla.
Hay guiños y referencias del Lugones pre suicidio: la novela que escribía sobre Roca y nunca pudo terminar, su vida amorosa y su relación con su hijo homónimo, jefe de la Policía e inventor de la picana eléctrica. Aunque el tono del relato es sarcástico, el andar bucólico de Lugones es inevitablemente subrayable, aún más con su desazón literaria:
“Cuando era joven quería ser escritor. Cuando uno es joven siempre quiere ser algo… Pero ¡escritor! Qué aberración. ¡Lo era, imbécil de mí, y no me daba cuenta! […] Porque escritor ya era, y lo único que conseguí fue dejar de serlo”.
Al Lugones de Aira la realidad le impacta en esa isla de Tigre: los lugareños lo reconocen -lo admiran- porque presumen que es prestigioso ya que aparece en las tapas de las revistas, pero ni siquiera lo han leído. Ese desencuentro entre los personajes movilizará la trama: el aristocrático Lugones se incomoda en ese lugar de bárbaros donde recibe ofertas sexuales a cada paso. El tono absurdo levanta el telón y muta al surrealismo tan progresivamente que parece normal que (en uno de los momentos más significativos del texto) el escritor esté dialogando con un yacaré que guarda en su bolsillo.
Las operaciones lingüísticas en el mismo proceso en el que Lugones comienza a “vulgarizar” su forma de hablar: inicia con un castellano sin pretensiones pero formal y, a medida que el disparate avanza en la obra, repite la palabra verga. Habría que chequear si se estilaba en la década del 30. Las irrupciones del narrador y los guiños metatextuales también son un registro que Aira domina y explota: “¿Porque? ¿Porque? Se dice “por qué”, separado y con acento en la e, la corrigió él”.
Los personajes que rodean a Lugones no son de complemento: están los vulgares (lugareños) y los ruidosos (visitantes). “Todos estaban intrigados por los otros”, escribe Aira. Todos ocultan secretos, todos exageran hipótesis sobre las vidas ajenas y todos se hacen los sonsos: en el interior la gente ve, sabe y se percata, pero las contestaciones -si las hay- son inesperadas y por la espalda. “La barbarie tiene su propia inteligencia, que no tiene nada que ver con la otra: es la inteligencia de la libertad y el presente”.
“Acumular en el tiempo es distinto que hacerlo en el espacio, porque lo que se acumula son demoras, esperas, postergaciones”. Lo que parece un lugar común se resignifica en la poesía y el sarcasmo con el que Aira moldea sus historias, que terminan de conducir al lector a un solo camino: la búsqueda de otro de sus libros. No importa si la historia pasa por un escritor fantaseando con un patito de hule o un detective que resuelve crímenes por las manchas de baba que deja cuando duerme. La literatura está allí donde las palabras se suceden con armonía y la historia te atraviesa por su estética y la posibilidad de contacto con tu trayectoria personal. La literatura está ahí, en cada uno de los 107 libros que publicó César Aira.