Autógrafos tatuados. Nombres de hijos. Acampes que toleran el paso de las estaciones en la vereda de un estadio. Los ídolos son las divinidades de la era mediática y sus devotos son capaces de encarnar todo tipo de sacrificios y exhibiciones de incondicionalidad para, aunque sea por unos segundos, captar la mirada del iluminado. A Mariana Enríquez le pasó, como a todos. Más de una vez, según cuenta, y de una forma tan intensa hasta el límite de lo tolerable para sus amistades. Pero hubo un fanatismo distinto a todos. Uno que la empujó a cambiar su forma de vestir, que le dio sentido a un viaje en hora pico, que aún la desvela pensando en un beso de ficción y que sostiene desde antes que se publique su primer libro. Mariana Enríquez es fanática de Suede.
En Porque demasiado no es suficiente, la autora propone una teología del fandom, detallando los ritos que impulsan a quebrarse las gargantas ante la adoración del movimiento de caderas de la época, con artistas siempre esquivos y erráticos, sometidos a la performance de vivir para lo que fueron elegidos. En un recorrido por el panteón de los dioses occidentales, con orígenes en Lord Byron y Liszt, describe cómo se habita el vínculo entre groupie y celebrity, un idilio que se sostiene por la ficción entre lo que el público desea y las posibilidades del artista de personificar aquello que se cuenta sobre él.
Enríquez se da muchos gustos en este libro. Uno de ellos es explicitar una perspectiva de género que confronta sin brillantina. Así reivindica la necesariedad de las fanáticas para la existencia de la estrella y penetra la tradición del periodismo cultural a partir del fervor con el que se transita la experiencia estética de la música, una prioridad distinta a la mirada analítica que alardean los varones snobs que llenaban de humo las redacciones en las que se formó. En su primer libro publicado con el sello chileno Montacerdos, incluye selfies y fotos desenfocadas en su devenir fanático, como postales desfiguradas de una alegría espontánea y desvergonzada que representan el momento del acceso único e inolvidable a sus ídolos.
Otro acto -que puede ser de autosatisfacción, pero también parece buscar justicia- es el de dedicarle la mayoría de las 212 páginas a Suede, una agrupación londinense que coqueteó con la boy band, el rock progresivo y la estética queer. Antes de publicar su primer álbum en 1993, las revistas de la época -jurados del éxito músical en la era pre internet- ya habían manufacturados los detalles que no debían descuidar para que puedan enamorar como rockstars: sensualidad andrógina, extensos cabellos, adicciones intensas, largos solos de guitarra y poesías que ofrecían esperanza ante la autodestrucción. Enríquez estuvo (¿aún está?) dispuesta a cambiar su vida por una noche con Bernard Butler y Neil Codling, pero por momentos logra distanciarse y convocar a percibir el magnetismo que ostenta la banda, con las cantidades precisas de carisma y oscuridad.
Colmada de herramientas narrativas, la autora enlaza la crónica con la confesión enamorada, el ensayo histórico con la poética construida en la heterogeneidad de su formación con literatura clásica, la precisión de la descripción periodística y los insomnios callejeros. Así inserta en el canon de la reseña artística una revalorización de la “esencia del fanatismo femenino que sobre todo los críticos han querido disciplinar con ahínco”, donde explicita cómo el fandom no se aburre jamás de sus bandas porque estas representan su principal refugio, uno donde pueden encontrar las únicas palabras que las entiende, que son escritas para ellas en ese momento justo de su vida. La comunidad groupie se apoderará de esas narraciones y las reescribirá, iniciando así el comienzo de una mitología que se renueva y se reitera, en cada década o en cada ciudad, reproduciendo los rituales de devoción contemporánea.
Uno de esos ritos más fascinantes, que la autora explora exhaustivamente hasta la dimensión de la estadística, son los fanfictions en donde los integrantes de Suede se desnudan a los besos. Su enigmática bisexualidad junto con una explosiva promiscuidad estimulaba la imaginación de las fans, dispuestas a apoderarse de la narrativa que unos jóvenes británicos hermosos e inestables revelaban por goteo. La apasionada relación entre Bernard Butler y Brett Anderson y su dramática separación, la renovación de su sonido y los discos paridos por la degeneración en las giras, la picadora de la industria que los obligaba a lanzar hits cuando tocaban el fondo de las crueldades del consumo y la fama: la banda era un cóctel delicioso para ser consumido de forma idílica, más aún para las juventudes de los 90 que vivían con el colchón en el living y con el cenicero en el baño.
Entre camperas de cuero, huidas de policías, CDs y teléfonos de línea, Mariana Enríquez retrata la estética de la última década del siglo pasado y enciende una fogata para reunirnos alrededor de su narración: una cargada de madrugadas y glam, de piel desenfadada y mitología universal. Establece complicidad porque ella es tan groupie como las fans que ella misma tiene, porque se revela nerviosa ante una entrevista, obsesionada ante la posibilidad de un recital o frustrada por un disco deslucido. Como en cada uno de sus libros, se transparenta lumpen y erudita, porque eso es lo que puede cimentar nuevas bases para el periodismo del rock: uno que sepa hablar de acordes, pero que se permita hablar de cómo los estallidos narcóticos de los artistas hacen posible que exista un canto genuino detrás de una industria perversa. Es eso lo que consolida un fanatismo. Es eso lo que reunirá, hasta que la música se agote, a las groupies.
Porque demasiado no es suficiente está disponible en librerías.