La definición de beatnik nació en a fines de los años cincuenta en Estados Unidos para hablar despectivamente de un grupo de escritores y poetas -Allen Ginsberg, Jack Kerouac y William Burroughs como referentes-, junto a sus seguidores. En Argentina se podría decir que existió una generación beat con similitudes con la estadounidense: el coqueteo con la muerte, la cercanía con los centros de salud mental y las drogas anfetamínicas, el desapego a los códigos laborales y de vestimenta y el desenfreno hormonal. Sin embargo, estas definiciones no alcanzan para Marcelo Fox.
Genio o lunático, Fox irrumpió en el mundo artístico porteño después de corromper la formalidad académica. Como estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras, creó una agrupación que compitió por ser centro de estudiantes: MOCO (Movimiento Contra Los Otros). Desde entonces, cultivó una estética del nihilismo y del sarcasmo, en una institución que le daría una formación clásica de autores que fue transversal en su obra.
En la universidad conoció a Alberto Laiseca, su ladero para recorrer de noche y de día los bares porteños, por donde se tejían las redes sociales y ocurría la vida en una Argentina dictatorial donde aún no se había compuesto “La balsa” de Los Gatos. “El bar Moderno imantó y amontonó las chifladuras dispersas de la ciudad”, escribieron Matías Raia y Agustín Conde de Boeck en Vida, obra y milagros de Marcelo Fox -publicado por la editorial cordobesa Borde Perdido-, el estudio más exhaustivo de esta figura que representaba “un misterio arrojado a las puertas del vacío”.
Todos sus amigos del Moderno terminaron por conocer el primer texto que Fox hizo público: una obra de teatro en prosa que leía en voz alta desde una libreta. Nadie recuerda el nombre, pero involucraba a monjas y sacerdotes en fiestas libidinosas. Ese relato se perdió en recuerdos etílicos, como casi todo lo que escribió: su viuda recorrió cada librería de Buenos Aires para comprar sus libros publicados y los quemó junto a los manuscritos inéditos.
Publicó dos libros: Invitación a la masacre, en 1965, y Señal de fuego, en 1968. Como no podía ser de otra forma, solo es posible conseguirlos piratas. Los autores de Vida, obra y milagros de Marcelo Fox realizaron una investigación de paleontología archivista para hallar, entre publicidades culturales y escaneos de folletos, algunos de sus textos en las revistas Opium y Mantrana. Ambas publicaciones duraron pocos meses pero representaron un cobijo para bohemios de lo absurdo que entendían que al status quo no se lo podía transformar desde su interior: había que atacarlo desde los márgenes.
Invitación a la masacre fue editada por Falbo y representa una antología de personajes proféticos que ironizan sobre el menú de soluciones totales que se ofrecían en los sesentas, una época donde las revoluciones o los exterminios estaban a un mártir de distancia. “Es hora de morir. Todo se acaba. El viento sopla como siempre y yo espero”, escribe Fox, explicitando que las influencias -al igual que ahora- tenían menos que ver con salidas divinas y más relación con conciliar la angustia compartiéndola con los demás. Cada párrafo es un atentado contra la perturbadora normalidad y con los buenos modales. Entre lo absurdo y lo macabro, el autor recurre al humor siniestro como estrategia de crítica a la tecnología y las instituciones, que desentienden al hombre de su plano espiritual.
En Señal de fuego, en cambio, el profeta es el propio Fox. Escogió la editorial Yelpo, dirigida por un ladrón de bancos filonazi, y durante todo el texto se evoca la misma pregunta: ¿De verdad cree en esto que escribe? ¿Es ficción o es joda? Estos delirios macabros en formato de aforismos representan un panfleto linealmente desolador que invitan a confrontar directamente con los males de la época -para el autor-: las máquinas, el orden social y las religiones. Una crítica descarnada contra lo reconocible (“Del sueño a la muerte, sin jamás haber abierto los ojos”, escribe). Fox propone una posibilidad, ¿no será que la mejor opción para el cuerpo humano, la única plataforma del hombre en la Tierra, es encender su alma que permita prender muchas hogueras? “Antes suicidarse que pactar”, confirma, en una escritura que anhela reinventar los dioses para acariciar el fuego propio; sostener la posibilidad de destrucción para desarmar este equilibrio.
Hay períodos de sombras en la literatura argentina. Marcelo Fox es una de ellas. Sin embargo, dentro de su recuerdo borroso sobreviven violencia, misticismo y una seducción por lo tabú que merecen mantenerlo con vida. Lejos de la imagen de dandy intelectual y pulcro de los escritores del comienzo del siglo, él perteneció a una generación donde la extravagancia estaba atada al lumpenaje: así transitó Fox su última aventura, performando una filosofía que lo convertía en un imbécil y en un genio. Murió atropellado por un tren en 1972. Nunca miraba hacia los lados antes de cruzar la calle o las vías: siempre desafiaba a sus amigos que podía atravesar la Avenida 9 de julio de un tirón.
Fallecido hace más de cincuenta años, resta pensar por qué no lo publican los sellos editoriales ahora que su obra está libre de derechos. ¿Nadie se anima a la incorrección de un varón porteño de hace medio siglo? Sus cenizas, sueltas en blogs pixelados o en alguna fotocopia malherida, aún están prendidas. Fox sabía que para conservar la conciencia limpia estaba el resto de la gente; él se encargó de pregonar con ideas con las que empatizamos, pero desde la enajenación vehemente. De pocos autores se puede decir lo mismo. “Llenar nuestro vacío de absoluto”, escribió. Solo la grandeza de un delirante puede motorizar ese optimismo. Solo así es posible que viva un auténtico beatnik.
Vida, obra y milagros de Marcelo Fox de Matías Raia y Agustín Conde de Boeck está disponible en librerías.