Hace unos dos años le hice a Natalia Leiderman una entrevista para un pequeña columna literaria que tenía en radio La Tribu para hablar de su primer libro Animales dorándose al sol. Hoy somos menos jóvenes -en ese libro ya lo dijo ella: “la juventud es siempre algo que está a punto de perderse”- pero capaz más maduras y ahora sí las dos, publicamos nuestros primeros libros. Presentamos ahora Starenka que sé es el que ella quería escribir primero.
Lo sé porque en Animales… los poemas sobre su abuela aparecían en tono narrativo mezclados entre los otros, casi como no queriendo estar. En cambio, en Starenka, se expandieron formando el corpus de este libro. Y lejos de ser un anecdotario, la lírica filosa que desarrolla en estos poemas pone las cosas en su lugar.
Acaso eso sea lo único que se puede hacer después que alguien se muere: ordenar las cosas, sabiendo que ya nada será igual, encontrar entonces para seguir, otro orden posible.
Busco el audio de aquella entrevista porque recuerdo le había hecho una pregunta que ahora también tengo: ¿Cuál es relación entre escribir poesía y sacar fotos? Y misteriosamente esa parte del audio no está, se cortó, no existe. La respuesta de Nati ya no la sabré y menos creo que ella la recuerde.
“Poemas y fotos son las herramientas de esta mediadora”, dice Chantal Malliard en la cita que abre el libro y resalto acá.
Quisiera detenerme en las dos formas de este mediar, o como Nati creo que logra hacerlo en este libro.
Una es una función de verosimilitud: al hacer zoom sobre los recuerdos, cuenta una historia, mete escenas en la memoria tan indelebles como la foto de la niña vietnamita corriendo en Hiroshima o la del piquetero tirando una piedra en el obelisco en diciembre de 2001.
La segunda ejerce la función contraria: el poder simbólico de las imágenes que construye Nati lleva todo, y esto va in crescendo hacia el final del libro, hacia lo desconocido, lo fantástico, nos sume en una irrealidad.
Como la abuela misma, los poemas median entre el acá conocido y el más allá por conocer, desteje las imágenes de este mundo y con esa misma fibra va armando otro.
Esa es precisamente la definición que da Heidegger al poeta: “Es un proyectado fuera, fuera en aquel entre entre los dioses y los hombres”.
Por lo que cabe entonces hacerse la pregunta filosófica también ¿La poesía está para fijar lo real o para recrear un mundo nuevo? Quizás solo podamos erigir lo segundo sobre las bases de lo primero.
Y esto es también una pregunta feminista. El libro lo es de algún modo, si bien no es solo eso. Tenemos que poder crear otros mundos, “otros colores para nosotras”.
En “no te culpo” – podría escribir un ensayo solamente sobre este poema- encuentra lo común que hay entre las opresiones de ella y de su abuela. Ella, mujer, en plena ola feminista no se ve muy distinta de su abuela. Ambas tienen que tener cuidado de lo mismo: del poder que tiene sobre ellas el hombre al que aman, que el amor mismo no las vuelva inútiles. No entiende porqué ella dejó su trabajo y el alemán; pero no la culpa, ella a su manera tampoco podría estar pudiendo rebelarse respecto de otras tantas cosas.
También se habla de la enfermedad y la vejez, temas que muy poco se politizan en el feminismo.
Johana Hevda en Teoría de la mujer enferma ya lo dijo: hay que pensar en los modos de protesta que se le permiten a la gente enferma, y sobre todo a las mujeres enfermas. Se privilegia como lugar de ejercicio del poder el espacio público; sí, hemos conquistado las calles, pero ¿qué hay de todos los “otros cuerpos invisibles, con sus puños alzados desde la cama, acurrucados y fuera de vista”? se pregunta Hevda.
Tampoco siempre hay que alzarse en pie de lucha, a veces lo más feminista es dejar de hacer, sustraerse a la acción. Como enumera Sara Ahmed, una autora que también nos gusta mucho con Nati. Dentro de los artículos del kit de supervivencia para feministas aguafiestas incluye las “notas de permiso”. Y dice: “no mostrarte dispuesta a hacer algo si eso pone en riesgo tu capacidad de ser algo, una manera de darte permiso para salir de una situación, puedes marcharte, puedes afligirte”.
En el cuerpo viejo ya no funcional, ya ni siquiera de mujer de la abuela -se metamorfosea ora en un animal plácido, ora un gato oscuro, una escoba barriendo o un juguete sin batería- pueden vislumbrarse todas las exigencias voluntaristas vertidas sobre el cuerpo de las mujeres, ahora sobre ese cuerpo de mujer vieja y enferma de “ternura rígida de quien es amable por deber por largas tradiciones de cortesía”. En el poema “soy parte de la conspiración” ellos, los hombres jóvenes y sanos, conspiran para que se levante de la cama en signo de recuperación, para que funcione, que “salga”. Pero ¿salir a dónde y para qué? “¿Qué cielo que hay para ella?” se pregunta Nati, suspicaz contra esa violencia automática. Y sí, a veces lo más subversivo, lo más fiel a nuestro deseo, no es salir a ninguna parte si no entrar, estar con nosotras mismas, recostarnos a descansar y cerrar los ojos (querer verlo todo, se dice en otro poema, es un castigo) hasta que se teja solo, casi sin esfuerzo, nuestro propio territorio.
Esta abuela, como cualquier abuela general que imaginemos, teje. Pero no es tampoco cualquier tejedora. Teje para nadie, por placer, por el propio ingenio o contra el aburrimiento, tejer como cruzando a otro mundo, como las Erinias observando las vidas y eligiendo el destino de cada unx. Como si tejer fuera un maleficio, su rito secreto. Quizás por eso reacciona así cuando la nieta intenta fotografiarla:
“alzó sus ojos enormes, celestes, saturados
dijo: qué vas a hacerme”.
Y es que observar la muerte de alguien queridx, la muerte como un proceso inevitable pero a la vez candoroso, fiel a la vida que se ha vivido, hace necesariamente pensar en qué estamos haciendo lxs que todavía seguimos a todas luces vivos, despiertos, activos, funcionando.
Quizás ahí esté el “milagro de la conciliación” del que habla Chantal, en romper ese automatismo entre estímulo y respuesta, tanto en la vida como en la poesía. En saber perdonarse, en no dar todas las batallas, saber cuándo callar para elegir mejor qué silencios hay que romper, combinar el dolor y la alegría, la muerte y la posibilidad de otro mundo.
También en saber partir y despedir, con dignidad y un amor que no castigue, a quienes parten.