Debo confesar que este libro de Michel Nieva me dejó en un estado de perplejidad literaria tanto menos por el tratamiento narrativo de los cuentos, por demás notablemente novedoso, cuanto por la imposibilidad de acabar de elucidar su dimensión estética-política, si es que acaso, aunque provisoriamente, en algún momento tuve esa posibilidad. Si debiera segmentar, mal y pronto, su contenido, es un libro que reúne cinco cuentos, con excursus o metamundos que reanudan y modifican la historia relatada. Pero en el curso de la lectura ese tipo de búsqueda organizativa se vuelve si no una formalidad inocente -como casi toda primera instancia precomprensiva-, posiblemente una operación poco relevante. Tal vez porque pareciera haber un leit motiv, un deseo del significante de perseguir un tópico común en todos los cuentos que, a la vez que se constituye huidizamente a través del despliegue del lenguaje, insiste en homologarlos sobre la base de un eje vehiculizador, a saber: una suerte de gauchesca cyberpunk.
El libro recupera e incorpora ese género y lo trastoca esquizofrénicamente. Pero en esa máquina esquizofrénica que relata los cuentos hay imbricado un tratamiento singularmente barroco que pone en evidencia el trabajo y el esfuerzo por implosionar el referente. En ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos? consumir benereo tt y binodinal, drogas sintetizadas a partir de un jugo de mouse de computadora, puede crear performativamente nuevos mundos, metamundos y así ad infinitum, sin retorno a la desértica matriz de la realidad (¿diegética?). En ese periplo experimental está involucrado el lector que especularmente deviene narrador. Pero ese espejo también se fractura y el efecto de las drogas se hace extensible a varios lectores-narradores.
El “dispositivo Borges” (o debiera decir borgesoide) acá parece bastante evidente, y opera de dos maneras: en primer lugar, según el Borges de Dios mueve al jugador, y éste, a la pieza / ¿Qué dios detrás de dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonía?, el Martín Fierro es una novela. Pero, para Borges, la novela es un sucedáneo de la épica, y el verso la entidad que le “concede ese mínimo de irrealidad que es condición del arte”. De modo que la conclusión podría ser: la realidad no existe, todo es construcción, puro antropomorfismo y sueño; o bien, en este caso, drogas que te pegan performativamente y te desplazan a otros metamundos, corriendo el peligro de no hallar los subterfugios para regresar. Y el otro es el reverso de ese “dispositivo Borges” despojado de su dimensión política, preconizado hasta el hartazgo por la intelligentzia esteticista y la policía selectiva -imagen que por su parte el mismo Borges se encargó de construir y cuidar celosamente-, esto es, un borgesoide chabacanamente histriónico y despótico encarnado en el Nievas-borgesoide (¿narrador, editor, autor, actante? De nuevo: qué dios detrás de dios…) idéntico a él pero “en versión obesa”. Es el mismo Borges al que Jauretche en Los profetas del odio y la yapa, enojado, le reprocha el motivo de no haberlo nombrado en el prólogo de un libro que precisamente había escrito Jauretche. “¡Da miedo pensar lo que sería Borges de tirano, con la sartén por el mango, si es tan castigador con una cosa tan chiquita como una pluma y un olvido!”. En el libro de Nieva ese Borges policial-tiránico apenas esbozado por Jauretche aparece irónicamente realizado y desplegado en versión gorda, androide y esquizofrénica, lanzando diatribas y amedrentando al público extradiegético, “ESE DEÍCTICO ANAFÓRICO QUE SOS VOS, LECTOR”.
Las referencias al género son claras y hasta en algunas secuencias daría la impresión de suturarse un ciclo histórico-literario. El libro se inaugura con un epígrafe de Osvaldo Lamborghini, “¡El país argentinoide!”, y luego comienza el primer cuento, impulsando esa máquina voraz de realidad. No es casual ese epígrafe, al menos por dos motivos. Hay un correlato en el ritmo y la cadencia de la prosa de Nieva y la de Lambor. César Aira supo comentar que siempre le sorprendió revisar los manuscritos de Osvaldo y advertir que en ellos nunca pudo hallar un error tachado. El estilo-Lamborghini salía así de una, sólido y con fuerza, sin necesidad de enmendar ni revisar nada. El ritmo que acompaña ese estilo es el que hay en este libro. Un ritmo que crea una clímax de lectura que tan pronto que se prosigue leyendo se transforma en una esfera medio entre apocalíptica y bucólica cyberpunk-nacional.
El segundo motivo que lo vincula con Lamborghini es el escenario de la violación despiadada a Chuma, el gauchoide del primer cuento, por parte de dos sojeros de Areco, uno de ellos gerente de una empresa productora de aceite de soja en la que tienen como fuerza de trabajo a una legión de gauchos androides laburando. Si el “El niño proletario” redimensiona en clave política y gore-porno El matadero, de Echeverría -continuado también en la versión chic-positivista-tardía del tándem Borges-Bioy en “La fiesta del monstruo”-, en “¿Sueñan los gauchoides…?” se cierra este ciclo histórico con una versión apocalíptica cyberpunk, prefigurando un futuro acaso tal vez no tan difícil de imaginar para los programas del tecnocapitalismo.
El cuento “Sarmiento Zombi” contiene dos testimonios en los que se relatan los estragos de un Sarmiento reactivado por una secta sarmientina: un Sarmiento zombi con una pene desmesurado que, extraviado en la ciudad, se dedica a violar mujeres y cercenarle extremidades a los canas. Sería, como el borgesoide, el reverso del Sarmiento liberal, el de la razón progresista; el que, en suma, como bien lo retrató Jorge Fernández Gonzalo en su Filosofía zombi, no es susceptible de ser agenciado por los dictámenes del poder y los dispositivos institucionales ahora en cuanto Abanderado y Maestro de la víscera. Las voces de los testimonios son la de Emiliano, un pibe enguachado que dedica su tiempo a fluneurear y elaborar estratagemas para conquistar a Laurita, una cheta posmo-hiperquinética; y la de Julio Pasos, un sargento de la policía federal quien sufrió los ataques del padre del aula devenido zombi. Son dos voces impulsadas con una fuerza rítmica tan bien lograda narrativamente que uno acaba leyendo casi cuarenta hojas al cabo de unos minutos. Todo el libro es así: provisto de esa fuerza narrativa, a la vez que hipertrofia esa esfera atiborrada de elementos tan discordantes, descabellados y anacrónicos que lo caracterizan por tener un particular vuelo ficcional peligrosamente adictivo. Es, en una palabra -y hay que decirlo-, un libro flashero que cumple con todos los requisitos que uno espera cuando quiere leer algo bueno, a saber, un tratamiento estético y políticamente heurístico por cuanto reflexiona sobre la misma creación de la forma y la historia literarias y, sobre todo, eso: placenteramente flashero.
¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos?
Michel Nieva
2013 – Santiago Arcos Editor