Walter Lezcano vive de la palabra. Esa unidad lingüística le permite el maravilloso juego de la multiplicidad de oficios: poeta, docente, periodista y escritor. El estudio profesional del lenguaje se ve inducido por el lunfardo callejero, creando una combinación sugestiva que le otorga una verba locuaz capaz de rememorar tanto las palabras del incógnito poeta Héctor Viel Temperley, como evidenciar su origen correntino y su infancia en Francisco Solano, provincia de Buenos Aires.
La lectura es el mundo que elige habitar y la zona de libertad absoluta donde logra inquietar con historias viscerales. Esa crudeza se advierte en parte de su obra, en libros como Luces calientes (Tusquets, 2018) -un abordaje ficcional sobre la tragedia de Cromañón- y Calle (Milena Caserola, 2013), una narración intensa que comienza con el autodescubrimiento sexual de un niño y finaliza con su conversión al travestismo.
En su biblioteca personal conviven personajes de tierras dispares y presencias que no coinciden en tiempo y espacio. Desde el realismo sucio de Charles Bukowski hasta el desconsuelo de Alfonsina Storni, ambos custodiados por un inmenso ejemplar de Bob Dylan: Todas sus canciones. La mejor manera de catalogar a Walter Lezcano, y generar su enojo al imprimirle una etiqueta, es como “inclasificable”.
¿Qué espacio ocupa la poesía en la sociedad argentina?
No ocupa ningún sitio de importancia en términos estatales, de propuestas gubernamentales o de difusión oficial; siempre está en esa parte marginal de la vida. La idea de cultura pareciera estar en el fondo de la olla de cualquier planificación estatal. Sin embargo, la pandemia puso a la poesía en otro lugar, sobre todo en Instagram. Al tener un formato un poco más amigable hizo que por ahí desde la lectura pudiese tener un espacio en redes sociales. Mi vida está puesta en función de eso, de leer poesía, de escribirla, de ver de qué forma vivirla por afuera del papel en un país asesino, racista y complejo como Argentina.
Se discute mucho sobre el distanciamiento que producen las redes con la literatura, pese a que la aparición de perfiles vinculados a la promoción de la lectura es relevante.
Lo que nos queda por ver efectivamente es si esto va a tener un correlato en la realidad. No hay nada que anticipe que vaya a ser masificada. En ese sentido, también la poesía sigue siendo el último resguardo moral de la literatura, el último bastión de rebeldía que tiene incluso el ser humano. Hasta se permite ser inentendible. Es el lugar donde conviven el caos y la incomprensión.
Lezcano posee una misión que desconoce y sin embargo emprende genuinamente: convertir a la literatura en el refugio de los excluidos. La poesía abrigada de metáforas y versos encriptados no encuentra destino final en los pasajes de los barrios populares. Pero este peregrino de pelo largo, denso y negro, pregona la palabra en un recorrido por el Gran Buenos Aires.
En su obra Un regalo del diablo (Editorial Vademécum, 2020) reflexiona ante la generalización del imaginario nacional sobre el conurbano, visto con ojos capitalinos de córneas petulantes. “Tiene que ver con la idiosincrasia racista argentina”, sentencia. Cita en el libro la canción “Avellaneda Blues” de Manal como un ejemplo manifiesto de cómo la descripción pagana de un porteño transforma un paisaje vívido en un triste recorrido musical que solo huele a hollín. “El conurbano siempre fue visto como una zona de caos y salvajismo -escribe-. Por suerte en los noventa comienza a contarse a sí mismo, desde lo musical y lo literario”.
Sus publicaciones El condensador de flujo (La carretilla roja, 2015), Violencia doméstica (Santos Locos, 2016) y Punk rock (Zindo y Gafuri, 2017), entre otras, emplean recursos narrativos que se distancian de la prosa borgeana, pero consiguen la complicidad del baluarte bonaerense. Para Walter, “es interesante elegir las herramientas con las cuales combatir el presente”. Su expedición barrial busca conquistar la ilusión de aquellos que solo ven muros y trincheras en la fortificación de la literatura universal. “Yo lo hago con la lectura y la transmisión de la poesía en zonas complejas. Me interesa que mi vecino esté bien antes que solucionar el hambre en Libia”, admite.
¿La poesía atraviesa un proceso de transformación compositiva?
Creo que en esta época va encontrando su forma de libertad. Hay algo de lo que planteaba [Nicanor] Parra: “Pasó mucha sangre bajo el puente, escriban como quieran, que ya no hay límites”. Igualmente, tenemos una tradición enorme detrás, un recorrido increíble. De Shakespeare para acá han salido poetas que son francamente insuperables. Es una vergüenza que nos pongamos a escribir después de Néstor Perlongher, después de Alejandra Pizarnik.
En tu poema “Las peores vacaciones de la historia” expresás que “los felices no escriben”. ¿Es el dolor el mejor combustible para la poesía?
Hay un tipo de saber particular que tiene que ver justamente con correrse de los contratos cotidianos de existencia. Uno se predispone a buscar algo distinto, o como decía el Indio Solari, experiencias no ordinarias. Ir detrás del corazón de la experiencia es absolutamente necesario para cualquiera que desee implicar algún trabajo en relación al arte. Yo voy detrás de eso, no me interesa la moderación. Así como creo que el rock está muerto pero existen los rockeros, es un tipo de vida que me interesa llevar.
¿Y cómo se escribe desde lo no vivido?
La captación de ciertos climas y realidades, se vuelve un material que vos luego podés usar. Hay también una proyección de ver cómo sería tu vida si vivieses cierta experiencia o personaje. La escritura es el territorio en donde uno pone en tensión su ideología, sus creencias, donde debe ser destruido el ego. Como decía César Aira: “Jamás utilizaría la literatura para pasar por buena persona”.
Las publicaciones musicales en Argentina emprendieron una conversión que se aleja de lo biográfico y se asemeja más a un ensayo de libertades narrativas. Editoriales como Gourmet Musical y Vademécum exploran un sector que pretende reducir la información dura y cronológica, para acercar al lector interrogantes que no pretenden ser resueltos. Esta nueva postura es la preferida por Walter, quien proyecta sus intereses en libros como Por qué escuchamos a Lou Reed (Gourmet Musical, 2020) y Días distintos: La fabulosa trilogía de fin de siglo de Andrés Calamaro (Gourmet Musical, 2018).
Por muchos años el rock interpeló a la historia argentina. ¿Continúa hoy en día como interlocutor de nuestro país?
Yo me hago esa pregunta constantemente. Hay una resistencia muy fuerte a que se extinga totalmente. Pero en términos industriales quieren destruir al rock, dándole muchísima más prioridad a Billie Eilish que a Green Day. Pero no hay otra música que no sea el rock, el punk, o el post punk, que pueda encontrar una simbiosis tan fuerte. No se manifiesta de forma concreta en el trap o en la música urbana de este momento.
Pareciera que la contracultura dejó de existir hace tiempo.
Históricamente siempre se tuvo que tomar la decisión de qué lugar querías ocupar en la sociedad. No hay que tener miedo a ser invisible, a que no pase nada con lo que uno hace. Ir a fondo con algo ya es ir en contra de esta época, absolutamente moderada y careta.
El karma del eterno candidato al Premio Nobel de Literatura puede entenderse como un funesto designio para los autores argentinos. El prolífico César Aira se suma al viejo pesar de Borges por la negación de la academia sueca al reconocimiento de quien ha publicado más de un centenar de textos. Pero Walter Lezcano decide honrar el trabajo del autor de Los fantasmas y Cómo me hice monja, con la reciente publicación de un ensayo sobre el escritor: Aira (Ediciones Entre Ríos, 2021), un pequeño viaje surrealista donde se escuchan las voces del Indio Solari, Bob Dylan, y el mismo Aira.
Lezcano dedica su vida a la lectura y aclara que “no es un reemplazo a otra cosa que deberías estar haciendo. Es estar ahí realmente”. Como periodista freelance ha publicado en diversos medios gráficos (Indie Hoy, Revista Anfibia, La Nación, Rolling Stone) y actualmente conduce un ciclo de entrevistas en Radio Colmena titulado Fuego sagrado, con charlas que podrían darse en un bar sin dirección fija y con mucho punk rock de fondo.
Voy a robarte la pregunta: ¿cuál es tu fuego sagrado?
Las ganas de intervenir la sociedad de mi tiempo. Me gusta la frase de Fogwill: escribo para no ser escrito.