En su segundo disco, Slowdive se propuso una afiebrada y expresionista continuación de lo que habían plantado en su álbum debut, Just for a Day, de 1991. Publicado el 17 de mayo de 1993, Souvlaki abunda en guitarras que rebalsan de efectos, ritmos anímicamente inestables y voces que llegan de distantes galaxias oscuras y solitarias.
Algunos de estos aspectos pueden todavía escucharse en rincones de la música actual -téngase presente el revival nacional del shoegaze, con bandas como Plenamente, Riel y Buenos Vampiros ejerciendo de líderes espirituales-, pero no eran recursos usuales a principios de los noventa. Y si bien algunos grupos como Cocteau Twins y My Bloody Valentine se paraban firmemente sobre estas elecciones estéticas y sonoras, el grunge intentaba mantener al público atado de pies y cabezas, y el britpop comenzaba a asomarse. El shoegaze, el dream pop y los sonidos más espaciales quedaban relegados del circuito, primando la música de golpes directos antes que las atmósferas.
Las canciones de Souvlaki están atravesadas por las diversas crisis personales que sufrieron sus integrantes reflejadas y una experimentación sonora interpretada como una vía de escape de este mundo para habitar otros mucho más amenos, nuevos universos en donde no existe el dolor, las mañanas son eternas y no nos tenemos que sentar a esperar a nada o a nadie.
El sonido del álbum hace su primera presentación en “Alison“, abriendo una puerta hacia paisajes que remiten a la belleza, pero una belleza áspera y melancólica que no tarda en volverse hipnotizante y abrasiva. Hay algo en las voces de Rachel Goswell y Neil Halstead que se acompasa a la perfección con los ritmos en constante movimiento, aunque aparezcan estar estáticos, flotando sin dejarse soltar del todo de alguna raíz que podría ser la línea de bajo o el retardo del loop que sugieren las baterías. Declarando influencias tanto de Joy Division como de David Bowie, Slowdive apuntó a moldear estas inspiraciones en una propia expresión.
Bosquejado durante la gira promocional de su disco debut, Souvlaki recibió el rechazo fulminante por parte del jefe del sello Creation, Alan McGee, cuando le presentaron las maquetas. Fue entonces que optaron por contactarse con el reconocido productor y compositor Brian Eno para que los ayudase y, si bien también rechazó la propuesta, aceptó pasar unos días con la banda, como si hubiese tenido la sensación de que debería dejar la puerta abierta antes de separarse del todo de la idea. Eno termino contribuyendo en las canciones “Sing” y “Here She Comes” en teclados y arreglos.
Arraigando rupturas amorosas -Goswell y Halstead eran pareja hasta que se separaron antes del comienzo formal de las grabaciones- y soledades continuas, el disco se arropa de una tenue luz cálida que parece ser fría y distante. Luego del quiebre emocional, Halstead decidió emprender un viaje a Gales para aislarse en soledad y apartado en una pequeña cabaña. Fueron el bajista Nick Chaplin y el guitarrista Christian Savill quienes decidieron continuar con las grabaciones pese a la tormentosa situación que estaba viviendo el grupo.
“40 Days” fue compuesta por Halstead en ese periodo de reclusión, una canción que navega sobre el sabor de la nostalgia asociado a un periodo de la vida donde parecía haber un futuro por delante. Como sentir la voz de alguien que ya se fue y que no regresará -o por lo menos no como lo era antes-, una daga en medio de la pista, desapareciendo en la mañana. Distorsión, rabia quieta y alusiones a una “Souvlaki Space Station” nos dan a entender que ninguna de las decisiones sonoras detrás del disco son casualidad. Hay un pienso detrás de todos los ambientes que lo componen; capas de sonidos diferidas en baladas pseudo pop como “When the Sun Hits“, que aportan ese eco estirado capaz de ahogar los ruidos hasta estallar.
Esta catarsis no se replica en las voces de Halstead y Goswell, siempre en un tono soberbio e incluso conversacional. Sí hay cierta emoción en su forma de arrastrar las palabras, una emoción que parece casi no lograr salir del cuerpo de los cantantes, pero que sin embargo lo hace y se mezcla con el espacio, las guitarras y las preciosas armonías que se crean entre ambos. Sus voces parecen apoyarse sobre la bola de reverb para generar un aire, un soplo que entra por una rendija oscura mientras todos duermen.
Las baterías de Simon Scott no deslumbran, pero tampoco opacan. No son el factor por el que la luz debería alumbrar a este viaje intergaláctico de cuarenta minutos, pero está donde tiene que estar y permite que sea el conjunto musical en su totalidad el que tenga una personalidad. Tampoco experimenta, como sí lo hacen las guitarras y los efectos empleados en la voz que muchas veces aparecen acuosos y duramente perceptibles. El tiempo parece ser una broma cuando se sienta exclusivamente a transitar este recorrido de diez canciones y el aire parece transformarse como una actitud poética sin demasiada atención.
Publicado casi un año después en los Estados Unidos, Souvlaki recibió tantas críticas negativas como positivas y atípicas. Habría que mencionar el legendario comentario de Dave Simpson para la Melody Maker: “aparte de ‘Sing’, preferiría ahogarme en una bañera llena de avena que volver a escucharlo”. Sin embargo, hoy en día estas piezas musicales son aclamadas por miles de personas que a diario vuelven a revisitar este álbum que fue ganándose su lugar poco a poco, generación a generación, emergiendo nuevamente del olvido para posicionarse como un movimiento con demasiado peso como para soportar el hielo y la quietud.