El sábado que pasó dio la nota. La llovizna y la neblina invadían todos los rincones de la ciudad, condiciones que difícilmente no nos despierten sentimientos de nostalgia veraniega. Todo esto no imposibilitó que, en algún sitio de la urbe rosarina, la calidez y el frenesí musical envolviera a los concurrentes y entibiara el lugar. Lo que estaba sucediendo en La Sala de las Artes nos iba a dejar un mensaje muy claro: No se puede hacer caso omiso a la creatividad musical, se siente como una llama que te invade.
La velada comenzó de la mano de Pyramides. Los muchachos oriundos de Avellaneda no escatimaron energías y bailes desenfrenados sobre el escenario, empapando de vibra postpunk y new wave el lugar. El hipnotismo musical comenzó con “Santuario“, generando un ambiente oscuro y efusivo, al estilo Joy Division o Bauhaus, sensación que parecería querer reproducir la banda en varias de sus composiciones. Sin embargo, el sello distintivo de la agrupación podría decirse que es la voz característica e inconfundible de Facundo Romeo, guitarrista y voz principal, que termina por darle un toque único a las melodías. Así, iniciaron un recorrido que abarcó temas de su primer Ep Pyramides, como “Hermano” o “Lluvia”. También, dieron lugar a canciones del disco Vacíos y variables, su segundo y más reciente trabajo, de composiciones más cálidas y menos duras que las de su primera creación, aunque no dejan de lado la crudeza noise en las guitarras y el pulso nervioso que comanda la batuta. “Debemos construir el sol del invierno”, “Nos damos cuenta igual, sin querer un paso atrás” o “Siempre vos quisiste una solución, me cerrás la puerta y quedas atrás” fueron algunas de las letras que coparon el lugar y que el público no dudo en cantarlas, gritarlas, cabecearlas o lo que la improvisación dictara en el momento. Estos jinetes de borcegos a media caña y camisas oscuras, supieron dirigir la ola imparable de sensaciones a la que le habían dado vida, suceso que dio comienzo a una noche de alta intensidad, que no bajó hasta el final.
El debut de Ojos cuadrados, cuarto disco de la banda rosarina Mi Nave, es un claro ejemplo de cuando se sabe lo que se hace con todo el ingenio artístico que se posee, y no se desaprovecha ni una gota. La excentricidad, el dinamismo y la capacidad de estar en cada detalle de la labor musical, se vio reflejado en un público excitado que ovacionó y cantó cada canción hasta el último minuto. Este trabajo parecería ser la culminación de una etapa sonora, donde la combinación de texturas rítmicas y melódicas disparadas a través de bases, sintetizadores y punteos de guitarras llenan cada espacio de las canciones de forma armoniosa y delicada. La combinación de un bajo siempre al frente, al buen estilo The Cure o DIIV, se hermana con una batería que comanda y mantiene el pulso electrizante durante toda la composición. Todo este imperio es ablandando por voces suaves y sutiles, que por momentos ofrecen una extrema sensibilidad nostálgica a través de letras sinceras como “define quien soy lo que no sé olvidar”, y por otros estalla con una delicada euforia, que invita a bailar “sacando chispas”, como es el caso de “Confite“.
El quinteto de Pablo, Andrés, Martín, Josi y Alejandro aparecieron en escena con “Agua de oro”, primer track de su penúltimo trabajo Tristeza, intro de sonido amable, acompañado de sintetizadores que generan colchones envolventes, siendo el objetivo de todo este conglomerado de sensaciones elevar al “explorador auditivo”. El menú musical incluyó canciones de sus cuatro discos, como fue “Chocolate”, “Cereza” o “Trinchera”. Este mix melódico nos llevó a un recorrido de las diversas etapas de la agrupación, que oscilan entre la tibieza, la calma, la tristeza y el ardor. Siendo el broche de oro de la noche, convirtieron el escenario en un afluente de colores y sonidos, logrando corporalizar sensaciones, que se introdujeron en el interior del escucha como un torrente vertiginoso, empujándolo a un viaje del que, tal vez, no haya retorno.
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Foto principal: Mi nave, por Juan Curto.