Los Ángeles compensa, pero primero hay que sobrevivir a ella. Así lo describía Axl Rose en “Welcome To The Jungle”, quizá el retrato más crudo de la turbulenta metrópolis estadounidense, aunque no el único. El mismo David Bowie confesó haber pasado allí los días más oscuros de su vida a causa de su adicción a la cocaína, Dave Gahan estuvo clínicamente muerto por dos minutos en un hospital angelino luego de sufrir una sobredosis, y la lista sigue. Ni los Stones ni los Beatles se salvaron de esta suerte de hechizo del tiempo. Con semejante historial, podría decirse que Jungle la sacó barata. Josh Lloyd-Watson conoció a una chica, se enamoró y se mudó con ilusión a la soleada California, pero a los seis meses el idilio llegó a su fin. Otro tanto le sucedía a su compañero y amigo de la infancia Tom McFarland en Inglaterra. Pero así como Bowie terminó grabando uno de sus mejores discos en esa urbe de fama y excesos, este dúo londinense –ahora devenido en septeto- se las ingenió para cocinar un álbum tan personal y agridulce como sus experiencias.
Grabado entre L.A. y Londres, For Ever vio la luz en septiembre de 2018, cuatro años después de aquel debut homónimo que logró vender más de medio millón de copias. Si bien conserva el espíritu bailable de su predecesor, esta vez la dupla se sacude la etiqueta de “superficial” para embarcarse en una cruzada introspectiva al mejor estilo Pet Sounds: la melancolía al servicio del groove (o viceversa), y soul épico en lugar de barroquismo pop. Una estación de radio post apocalíptica que pasa canciones de ruptura, dicen ellos, y el concepto se ajusta a su propia definición. Precisamente de eso se trató su concierto en el Teatro Vorterix el pasado 30 de abril.
Dada la fama que adquirieron sus presentaciones en vivo, el sold out a poco de anunciado el show no sorprendió en absoluto. Tampoco sorprendió que en el escenario los siete vistieran la misma combinación de tonos pasteles, cual postal de una película de Wes Anderson, ni que la puesta en escena se asemejara a un Soultrain en clave futurista. Ahondar en sus emociones no alteró el factor estético del proyecto, pieza clave en la narrativa de Jungle desde el día uno. Pero la principal virtud del septeto en vivo no tiene que ver con una cuestión de impacto visual o de riesgo escénico, sino con la tracción a sangre. Nada más, y nada menos. Ponerle el cuerpo a los instrumentos en vez de a sus laptops, ese es el secreto de estos Bee Gees versión 2.0 para pasar de ser la banda cool que suena en publicidades de Toyota y videojuegos de la FIFA, a artífices de una experiencia cuasi mística.
El arranque con “Smile” estableció las coordenadas, y salvo excepciones, el beat no daría tregua. Le siguió “Heavy California”, lamento de pulso pop que resume su frustración con el sueño californiano, pero en ese contexto, toda cuestión lírica pasaría a un segundo plano. La experiencia no se completó a través del mensaje, sino mediante un cúmulo de falsetes y armonías vocales que tampoco bajaron la guardia, produciendo un verdadero asalto a los sentidos. Y si la premisa era no quebrar el clima, lo escueto de las interacciones con la audiencia terminó por agradecerse. Después de todo, lo de Jungle en vivo tiene más de set inmersivo que del típico concierto propulsado por el feedback entre público y artista. No porque este no haya existido, al contrario: los 1.500 que colmaron el Teatro Vorterix volvieron a destacar por su aguante (bandera incluida) para con la crew londinense, que aprovechó la efusividad para rememorar sus visitas de años anteriores, a Niceto Club y al festival Lollapalooza en su edición 2016.
Luego de incendiar la pista con “Happy Man”, bajarían solo por un rato los decibeles con la seguidilla “Beat 54 (All Good Now)”/”Cherry”, apenas una muestra de qué tan “modo balada” pueden ponerse si lo desean. Otro capricho soulero que se agradece. Volvieron a la carga con “Platoon” y “Casio”, pero terminarían redoblando la apuesta sobre el final con el in-crescendo cósmico de “House in LA”. La grandilocuencia de “Busy Earning” quedó reservada para los bises, y hasta desató un pseudo pogo entre los más extasiados. Y como del “Olé, olé, olé” no se salva nadie, fue al calor de esa ovación que se despidieron, tras interpretar “Time” como cierre definitivo de otro desembarco sin fisuras. La jungla en su versión londinense, a jugar por este colectivo, nada tiene de hostil. De glamorosa, conmovedora y bailable, todo. Y el groove, por si quedan dudas, está donde debe estar: en el corazón.
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Foto principal: Matías Casal.