Cuando Patti Smith grabó su álbum debut en 1975, no sintió estar embarcándose en una carrera artística. O al menos no terminaba de creérselo. Tampoco pensó que ese disco fuese a tener un sucesor. Se le presentó la oportunidad de plasmar una obra, y creyó que luego de eso volvería a su rutina, a la librería donde trabajaba. No se consideraba música, mucho menos una elegida. Ante todo, se pensaba a sí misma como poeta y performer. Pero en cierto modo entendió el lugar que ocupaba, y se propuso una tarea a tono con su osadía: hacer un álbum que sirva como puente para el futuro.
“No me importa lo que hagas o qué tengas puesto, pero no tengas manchas de spaghetti en tu camisa,” le soltó Robert Mapplethorpe a Smith antes de la sesión de fotos para la portada de Horses. Mapplethorpe recién comenzaba a construir su camino como ícono del retrato under. Desde su rol de productor, en cambio, a John Cale le preocupaba lograr un sonido más “ordenado” por parte de la banda, que por entonces no tenía baterista. En sus presentaciones en vivo reinaba la improvisación, y esa era la esencia que ellos pretendían capturar. Así las cosas, se encerraron en los estudios Electric Lady y decidieron encomendarse al fantasma de Jimi Hendrix. El resto es historia.
Aparte de hacerle una transfusión de juventud al rock, Horses constituyó toda una declaración de principios: la idea de que una chica tuviera una banda y fuera una potencia sobre el escenario era algo casi sin precedentes. Sobre todo porque a diferencia de sus predecesoras, la adolescente intrépida de la portada no seguía las reglas del patriarcado, y su rechazo a encajar dentro del concepto universal de femineidad marcaría un antes y un después. Por eso en pleno 2019, el mismo día que la ley de cupo femenino se aprobó en el Congreso, cuando una Patti septuagenaria se planta en el escenario y escupe la línea “Jesus died for somebody’s sins, but not mine,” el Luna Park entero se paraliza. Su lectura de “Gloria”, el archiversionado clásico de Them, es tan libre como ella. El prólogo blasfemo con el que se presentaba al mundo en 1975, un manifiesto de juventud que escribió cuando tenía veinte años, hoy sigue siendo imbatible. Y la emoción es doble, porque el himno proto-punk no sonaba por estos pagos desde su primer desembarco porteño en el festival BUE de 2016. Triple, si le sumamos que esta es su segunda visita al país en menos de dos años, y la primera vez que hace un show propio, junto a su banda.
“Dancing Barefoot” abre el juego, seguida por el pulso reggae de “Redondo Beach”. “Oh, God I fell for you,” ruge Smith mientras señala en dirección al público. La acompañan dos históricos: Lenny Kaye en guitarra y Jay Dee Daugherty en batería, formación que completan Jack Petruzzelli en guitarra, y el bajista y tecladista Tony Shanahan. Sus dos presentaciones en el CCK en 2018 ya se habían encargado de confirmarlo: la madrina del punk nunca perderá la voz ni el magnetismo. Da igual cuántos años cumpla. Tampoco pierde las mañas, así que se calza la acústica y bendice el suelo del Luna con su escupitajo en “My Blakean Year” (dedicada a los trabajadores y los poetas), incita a la catarsis colectiva en “Ghost Dance” (esta vez en nombre de las tribus indígenas y su lucha por la supervivencia), aprovecha los pasajes instrumentales para pasear de un lado a otro del escenario mientras saluda, y le dedica “Because the Night” a quien fue su marido y padre de sus hijos, el fallecido guitarrista de MC5 Fred “Sonic” Smith. Lo hace con una ternura capaz de conmover hasta al más impasible: “Él fue mi novio en 1976, fue mi novio en 1986… y ahora es mi novio en el cielo,” dice a modo de introducción del tema. La postal se completa con la cantante empuñando el pañuelo verde que alguien arroja desde el público (tampoco faltará la wiphala) en medio de una ovación atronadora.
A través del prisma de Patti, todo adquiere un aura salvaje y mística. Y las composiciones ajenas no escapan a esa premisa. Lo probó en Horses con “Gloria” y “My Generation” (interpretada como yapa en su show de Chile), y lo reafirmó en Twelve, aquel álbum de versiones editado en 2007, donde reinterpreta canciones de artistas como Stevie Wonder, Paul Simon, Jefferson Airplane y Nirvana. En el Luna la sorpresa llega con un arengador cover de “Beds Are Burning”, el clásico ochentoso de los australianos Midnight Oil, en consonancia con el activismo ambiental que impregnó esta visita. “Ustedes son mi concierto,” dice devolviendo el gesto ante el fervoroso “olé, olé, olé.” Y si la versión de “Perfect Day” que interpretó el año pasado en el CCK había sido memorable, escucharla cantar “After the Gold Rush” de Neil Young casi a capella y trasladando su mensaje al siglo XXI, es una experiencia superlativa. Previo al pasaje intimista, Jimmy Rip (guitarrista de Television) sube como invitado para interpretar junto a la banda una suerte de medley de “Walk On the Wild Side” e “I’m Free”, comandada por la voz de Lenny Kaye.
Con “Beneath the Southern Cross”, el viaje chamánico alcanza la apoteosis. La fórmula: un drone a fuego lento, coronado por un intenso diálogo instrumental entre Lenny Kaye y Jack Petruzzelli, mientras la sacerdotisa predica su evangelio libertario al grito de “¡You’re fucking free!.” El pico de rabia punk lo encabezan “Free Money” y “Pissing in a River”, dos postales épicas de los setenta, con un Luna Park que a esa altura no tiene ninguna intención de permanecer quieto en sus butacas. Jimmy Ripp vuelve al escenario para el bis con “People Have the Power”. Se le suman Jesse Paris Smith (hija de Patti) en el piano, y activistas de la fundación ecologista Pathway to Paris. “¡Usen su voz!” grita Smith madre al micrófono, mientras su banda rockea y un mar de pañuelos verdes se alzan para despedirla. La madrina del punk lo hizo de nuevo. Tal como la definió aquel jurado que le otorgó el premio Polar en 2011, Patti Smith es una Rimbaud con amplificadores Marshall, que ha transformado el modo en que toda una generación mira, piensa y sueña.