Primal Scream es una banda escocesa formada en los tempranos 80. Sufriendo algunos cambios en la formación, el alma máter siempre fue (y estamos seguros que será, puesto que todavía queda camino por recorrer) Bobby Gillespie, su carismático cantante. Anoche se presentaron en Argentina por quinta vez y el espacio elegido fue Groove, en el porteño barrio de Palermo.
Con 35 años de carrera, el grito primitivo (aunque su nombre deriva de la “Terapia Primal”) sigue vigente y ya piensa en su duodécimo álbum de estudio, que será sucesor del movidito electro-pop Chaosmosis (2016), de muy buena acogida por la crítica. Debo decir que me pareció raro que una banda tan icónica de la música se presentara en un espacio reducido, siendo que este mismo mes tendremos a Foo Fighters y QOTSA en Vélez, Liam Gallagher en el DirectTV Arena y el festival Lollapalooza en el gigantesco Hipódromo de San Isidro, donde el año pasado The Strokes dio el show más frecuentado de su historia, frente a 100.000 personas, y donde este año seguramente (y por segunda vez en el mismo festival) los Red Hot Chili Peppers colmarán el predio hasta el cansancio —de hecho, las entradas del día de los Peppers fueron las primeras en agotarse—.
Sin embargo, este fenómeno puede ser explicado por la misma razón que hace que Primal Scream sea tan extrañamente importante para la comunidad especializada, pero no quizás para el conjunto popular amplio de quienes asisten a conciertos. El grupo escocés ha mutado constantemente y pasado por casi todos los estilos (siendo pioneros en la fusión de unos cuantos), lo que tal vez explica por qué no pudieran retener una base sólida de fans en un puntual género, que fuera creciendo hasta masificarse (por supuesto, en su Europa natal y en Estados Unidos reúnen un público bastante más amplio). Su obra cumbre es Screamadelica (1991), donde se mezcla el acid house con el rock, góspel y un costado de blues, aunque ha tenido discos que van de extremadamente rockeros a catatónicamente tecnos. Pero para un análisis discográfico tienen unas cuantas notas dando vueltas, entre las que recomiendo la entrevista de Silencio.
La única constante es divertirse, explorar y reinventarse. Lo mejor que puede tener un artista es ser auténtico y, aunque han habido sin dudas puntos flojos (Bobby dijo hace poco que de dos discos deberían haber hecho uno, puesto que le parecía buena la mitad de cada uno, pero que en su momento los sacaron porque querían salir de gira), éste es uno de los artistas más auténticos que quedan. Y éstas de recién fueron las palabras que escribí antes de asistir al concierto.
El show de los escoceses se reprogramó para las 23hs por el pedido de un fan en el evento de Facebook que decía que sería genial poder ver a Patti Smith (tocaba en el CCK más temprano) y a Primal el mismo día. Si bien tuvo apoyo, distó mucho de ser algo masivo. Empero, este cronista —que segundeó la petición— aplaude a la productora por el enorme gesto, que fue llevado a cabo de inmediato, tras elevar la petición a Bobby y los suyos. Con retraso y todo, el concierto empezó puntual con unas cuantas personas aún afuera. Los cacheos y la boletería única hacían bastante lento el ingreso.
El grupo presentó el mínimo en variedad esperable de ellos, que no es poco en la escala general, pero sí en la escala primal. De todas las caras que el conjunto tiene para mostrar, primó la rockera. La fuerza de la guitarra distorsionada y los golpes de batería se escucharon casi en todo momento por encima de los teclados y las pistas, siendo un tanto contraproducente en las canciones más inclinadas al house y al dance, pero coherente con otras. El sonido general de Groove no fue el que se esperaba para tamaña banda, pero la energía de los músicos hizo todo por mantener a la concurrencia contenta. Hubo también algunos gritos de queja entre el público, sorprendidos por la ausencia no anunciada de Simone Butler, la flamante bajista que ocupa el puesto desde el 2013. Hace una semana se había reprogramado un show en Nueva Zelanda porque a la música le diagnosticaron el virus de influenza, pero no se dijo en ningún momento que fuera a estar ausente en nuestras tierras.
Bobby era celebrado sistemáticamente luego de casi cada tema. El músico se reía y aplaudía, hacía gestos pidiendo a la gente que alcen sus manos. El momento más álgido de la noche fue probablemente al inicio de “Loaded”, donde, de una buena vez, todo el público estuvo de acuerdo en estirar las manos intentando tocar el techo, al son de “we wanna be free, we wanna be free to do what we wanna do”. Para cortar con la atmósfera ensoñadora, prosiguió “Country Girl” y su costado más power. Las luces estuvieron muy a tono durante toda la velada, explotando al máximo su capacidad de enaltecer la cara visual del espectáculo. Tras una hora y diez de show, los músicos se tomaron una pausa prolongada y volvieron para el encore.
Al volver, la filosofía multigénero de la banda se afianzó en el discurso que se escucha de fondo en “Come Together”, que repite:
“Today on this program you will hear gospel,
And rhythm and blues, and jazz
All those are just labels
We know that music is music
Come together as one
This a beautiful day
It’s a new day”
“Movin’ On Up”, que abre el aclamado Screamadelica, es el encargado de cerrar la velada con mucho groove (setlist aquí, idéntico en todo el tour). Como sucedió en los demás conciertos del año, el gran éxito radial “Some Velvet Morning”, que el conjunto grabó junto a Kate Moss en el 2002, fue la gran deuda que desilusionó a muchos de los fans que no habían seguido el rastro a la gira. Quizás aquí encontramos la verdadera razón por la cual una banda con tanta historia tuvo que elegir una locación pequeña que tampoco devino en sold out; el concierto del grupo —que suena muy bien en estudio y también tiene actitud para el vivo— fue un entretenido reencuentro, pero dejó gusto a poco.
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Foto principal: Matías Casal.