Pese al estigma de dos desembarcos poco felices, la marca catalana cuyo nombre es sinónimo de excelencia y vanguardia electrónica no se rindió y apostó una vez más por Buenos Aires, esta vez en un encuentro que reivindicó con creces la filosofía que lo posiciona como un referente internacional de primer orden.
Si bien la edición boutique del Sónar Festival realizada el año pasado en la Usina Del Arte había mejorado la experiencia en relación a su predecesora, el esfuerzo no le alcanzó para ganarse el calificativo de memorable; pero una vez anunciado el line-up para este año, todo indicaba que la tercera edición, el domingo 26 de noviembre, sería la vencida. Por la grilla desfilaban nombres de peso como Sigur Rós, el danés Trentemøller (quien desafortunadamente canceló su visita), Gilles Peterson o el atemporal Daniel Melero, y desde luego, el talento emergente tenía su lugar bien asegurado.
La distribución espacial dentro del predio de Tecnópolis, que consistía en tres escenarios cerrados ubicados a escasos metros uno de otro, favoreció la circulación sin afectar en absoluto las performances sonoras, y permitió cumplir con grillas personales sin la necesidad de corridas maratónicas. Aunque, para aquellos más ambiciosos, el ritmo podía tornarse bastante intenso con tanta propuesta jugosa.
Desde bien temprano, y mientras afuera acechaba un sol radiante, la DJ y productora chilena Isa Rojas, seguida de los locales Ibiza Pareo y Carisma, también le iba subiendo la temperatura al escenario del Sónar Club; al tiempo que Marcelo Ezquiaga y La Femme D’ Argent hacían lo propio a pasos nomás, en un SonarLab que empezaba a despertarse de la siesta.
Alejandro Paz, otra figura destacada dentro de la escena electrónica chilena como DJ y productor, aprovechó la oportunidad para distanciarse sólo un poco de las bandejas y presentar su nueva propuesta, de pulso new-waver y apoyada en un formato de banda tradicional. Con su voz bien al frente, exploró su costado más pop e intimista, que puede escucharse en su debut solista, recientemente editado a través del sello porteño Géiser.
Si hablamos de vanguardia, la escena electro-folklore/cumbia digital se vuelve ineludible; y SidiRum fue el encargado de dar inicio a un ritual de introspección sonora y trance andino que más tarde coronaría uno de los pioneros de la movida, Gaby Kerpel, bajo su álter ego King Coya. En tanto el Sónar Complex, que arrancó pasadas las 16 y había tenido su bautismo con dos inmersivos Live Sets, uno a cargo de Luis María Ducasse y Martín Borini (a.k.a AILAVIU) y el otro de la mano de Vilna, se preparaba para recibir a Amparo Battaglia, alias Catnapp. Recién llegada de Berlín tras dos años de estadía y con nuevo EP bajo el brazo, esta amante de Britney Spears con sangre breakbeat le dio al público vespertino una lección sobre cómo sonar contundente con pocos elementos, y además, prender fuego la pista (o bueno, la que se improvisó, ya que el espacio tenía butacas); todo esto sin perder un gramo de personalidad y sensualidad en su propuesta. No en vano se la extrañaba tanto.
Jason Chung, mejor conocido como Nosaj Thing, es otro ejemplo de productor que supo sacar debido provecho al minimalismo, y aunque su presentación no fue en formato Live sino en DJ Set, la impronta se mantuvo. Este californiano de raíces asiáticas cuyo sonido además viene influenciado por el flechazo que tuvo con el hip-hop a muy temprana edad, se encargó de poner en modo nocturno el Sónar Club con sus beats etéreos salpicados de downtempo, mechados con su más reciente trabajo, Parallels.
Uno de los actos más esperados era el DJ set que ofrecería el francés Gilles Peterson. ¿Cómo describirlo? Como toda una eminencia del groove, y el calificativo no tardó en comprobarse. Su eclecticismo y su actitud visionaria como cazador de nuevos sonidos auguraba una experiencia transformadora, sobre todo para aquellos con oídos curiosos como los suyos; y es que en el universo Peterson, el worldbeat puede convivir perfectamente con el house, el disco y el drum n´ bass, y todavía encontrar un hilo conductor con el techno más duro. El que no lo bailó desaprovechó la oportunidad, y precisamente otra de las cosas que él sabe hacer muy bien es hacer valer el tiempo; por lo que en su paso por Buenos Aires, aparte de poner a hervir el escenario del Sónar, se dio el gusto de revolver tiendas de vinilos y hasta improvisó una transmisión para Worldwide FM (su estación de radio online) desde la disquería Exiles, que incluyó las célebres visitas de Juana Molina, Pipi Piazzolla y la mismísima Catnapp.
Antes de que Pantha Du Prince se hiciera cargo de las bandejas (sin duda otro de los mejores sets que se pudo bailar en esta edición del festival), el madrileño C. Tangana, el hombre del momento en la música urbana de España, desparramó cachondez, trapeo y glamour en el Sónar Lab apoyado en su primer disco en solitario, Ídolo, mientras que Javier Zuker fue el encargado de cubrir -magistralmente- con su DJ set el hueco dejado por la californiana TOKiMONSTA (otra lamentable cancelación).
Si existió un momento en el que hubiese sido ideal poder estar en dos escenarios al mismo tiempo, éste se dio entre las 20 y las 21. El dilema estaba en decidir entre dos pesos pesados, ambos alemanes, aunque con propuestas distintas. Por un lado Oval en el Sónar Complex, proyecto musical pionero del glitch hoy capitaneado por Markus Popp que se presentó luego de Emisor, y por otro Pantha Du Prince, el alter ego de Hendrik Weber, que para sumarle misticismo a la liturgia, subió al escenario del Sónar Club con la cabeza envuelta en una túnica, cual monje-herrero. El hombre tras el alias viene de lanzar The Triad, que además de su primer álbum bajo ese seudónimo desde 2010 -con aquel fantástico Black Noise-, resulta ser su trabajo más maximalista y colaborativo. Si bien su presencia en la grilla ya implicaba trip asegurado, escuchar sus discos o mirar el Boiler Room por YouTube no termina de hacerle justicia a la lo que se vivió en la pista, que fue toda una experiencia sinestésica. Mediante su techno emocional pero híper bailable y con corazón de carrillón, Weber dejó en claro por qué es uno de los productores más sensibles y refinados de su generación.
Daniel Melero precalentó las emociones con sus entrañables himnos tecno-pop durante 25 mágicos minutos, pero en sí, para lo que vino después, nadie estaba del todo preparado. En islandés o en “Hopelandic”, que la cuenten como quieran; pero decir que lo que hicieron estos tres superhéroes del post-rock en su primera visita a nuestro país fue el show del año, sería quizá una trivialidad; más bien se trató de un acontecimiento épico, que llevó la experiencia Sigur Rós al siguiente nivel: el de lo sobrenatural. Mediante el sosegado comienzo con “Ekki Múuk”, el falsete celestial de Jónsi Birgisson bendijo lo que se había anunciado como “An evening with Sigur Rós”, un repaso por las canciones más representativas de su carrera, y a eso se avocaron, secundados por una ambiciosa puesta en escena (les tomó casi un año diseñarla y quedó claro por qué). La ceremonia, que alcanzó en “Sæglópur” uno de sus puntos máximos, dejó sin palabras a la muchedumbre, y cada vez que Jónsi frotaba el arco por las cuerdas de su guitarra, se reafirmaba lo que en Sigur Rós funciona como premisa clave: no importa si todo indica que se alcanzó el tope máximo de intensidad; siempre se puede subir un escalón más.
El cierre lo anticipó “Festival”, con el público jugando a ser un coro de ángeles, pero aun así la despedida con “Kveikur” tomó por sorpresa. Por suerte, el huracán “Popplagið” llegó para arrasarlo todo, así que cuando las luces de la pantalla se extinguieron de golpe dejando el galpón a oscuras, la preocupación de los presentes no fue espacial sino espiritual: qué hacer ahora, con tanta luz gritando por dentro.
Foto principal: Sigur Rós, por Victoria Mourelle.