“Turbo Tron Over 9000 Baby Jesus Sally”: alguien que bautiza a su gato de esa forma no anda por la vida con sutilezas. Y por si no alcanza con esa excentricidad, también tiene apodo de dibujo animado ochentoso, dreadlocks color fuxia, es fan de Dragon Ball Z y en la foto que aparece en la portada de su último disco se lo puede ver zambullido hasta las narices en la pileta de su amigote Flying Lotus. Con semejante descripción, al que todavía no lo conozca, no le resultará difícil imaginar lo que el neoyorquino Stephen Bruner, alias Thundercat, es capaz de hacer cuando se calza su Ibanez de seis cuerdas. Y es que debe haber sido inspirador crecer en Compton con un padre batero que tocaba como sesionista para Diana Ross, The Temptations y The Supremes, entre otros, y además, tener un hermano que a la tierna edad de 16 años te invita a tocar el bajo con Suicidal Tendences. Experiencia que, según cuenta el propio Bruner, fue como abrir un portal hacia otra dimensión.
Credenciales le sobran a este genio loco oriundo de la Costa Oeste, que con apenas 33 años ya ganó un Grammy por su colaboración en un disco de Kendrick Lamar, y salió de gira con pesos pesados como Snoop Dogg y Erykah Badu, siendo precisamente esta última quien lo alentó a grabar su propio material. Así, en 2011 sorprendió con Golden Age of Apocalypse, su debut editado vía Brainfeeder, el sello comandado nada menos que por Flying Lotus, y que tuvo a este mismo también como aliado en la producción. Apocalypse, la secuela, vio la luz en 2013 y tanto este trabajo como su sucesor, el EP The Beyond/Where the Giants Roam (2015), se vieron atravesados por desengaños amorosos y contratiempos que marcaron la vida del joven bajista; pero sobre todo por la muerte de su amigo y colaborador, el pianista y compositor Austin Peralta, fallecido en 2012.
De semejante revolución emocional emergió Drunk, sin duda uno de los mejores álbumes del 2017, que lejos de ser una oda a la embriaguez (además Bruner es un abstemio declarado), lo encuentra jovial, reflexivo y osado en partes iguales. Hay descontrol, claro; pero en forma de delirio cósmico, aquel al que Bruner nos tiene acostumbrados desde que decidió dar rienda suelta a sus caprichos. Las reglas están hechas para romperse pero hay que saber cómo hacerlo, dicen, y esto es algo que nuestro héroe afro-futurista, como buen discípulo del jazz-fusión circa 1970/1980, entendió a la perfección; por eso puede darse el lujo de meter en la coctelera funk, hip-hop, jazz, sensibilidad soul respaldada por un cálido falsete estilo Marvin Gaye, y como broche de oro, invitar a cantar a dos sultanes del yatch rock: Kenny Loggins y Michael McDonald. De más está decir que sale airoso del experimento.
La fecha se dio a conocer oficialmente el 26 de marzo (pudo verse el anuncio en la cartelera de Vorterix la misma noche del show de Anderson .Paak, otra esperadísima visita que se concretó este año) y si bien sólo faltaba un mes y medio, era tal la expectativa generada en torno al desembarco de Thundercat, que la espera parecía alargarse. Pero finalmente el 11 de mayo llegó, y qué mejores anfitriones que los veinteañeros galácticos de Aloe para recibir al maestro del groove, en un Vorterix que, pese a que el público porteño suele ser hijo del rigor, comenzó a llenarse desde bien temprano.
“¡Muy buenos shorts!” gritó alguien desde el fondo cuando el bajista prodigio salió a escena vistiendo pantalones de boxeo color rojo con bordados amarillos. Es que su outfit, tan excéntrico como cool, es sin duda una clara extensión de su música. Con el Ibanez a la altura del pecho y escoltado por la incendiaria dupla Dennis Hamm-Justin Brown en teclados y batería respectivamente, el angelino dio comienzo a una odisea que arrancó en clave quiet-storm con “Rabbot Ho” y continuó respetando el orden de los tracks en el álbum hasta “A Fan´s Mail”, luego de la cual mechó “Tron Song”, composición dedicada a su felino favorito. Si con escuchar sus discos ya alcanzaba para verse envuelto en una catarata de estímulos, la experiencia en vivo no hizo más que elevar la apuesta; no sólo por el derroche de virtuosismo que desplegó el trío, que por momentos parecía a punto de arder en combustión espontánea, sino por la capacidad de este mago surrealista para potenciar sus canciones al punto de transformarlas en performances salvajes teñidas de actitud punk.
Imposible olvidar el modo en que Mr. Paak conquistaba el mismo escenario poco tiempo atrás con su mega-sonrisa; pero a su colega Bruner también le sobra carisma, así que este último no tuvo más que sacar a relucir el sentido del humor que lo caracteriza, para terminar de enamorar a los presentes. Así, entre guiños cómplices a los nerds amantes de Dragon Ball Z (pero jamás de GT), Evangelion y los videojuegos, anécdotas de su primer viaje a Tokio y brindis con el público, no hizo sino reafirmar lo que ya había dejado claro en sus producciones discográficas: el Bruner-team se mueve rápido, se la juega por el contraste y lo hace sin pestañear. En ese sentido, y para deleite de los amantes de la técnica, los largos pasajes de improvisación estuvieron a la orden del día; pero para los fans del Bruner más vocal y soulero también hubo altas dosis de magia garantizadas por su crooning de alto registro, que en vivo se oye incluso más celestial y glamoroso.
¿Es una guitarra eso que suena? ¿Es un sintetizador? Quizás algún despistado se haya hecho estas preguntas en determinado momento de la noche, y lo cierto es que podría perdonársele el desconcierto teniendo en cuenta los delirios sonoros que salían de la nave espacial adosada al pecho de su extasiado comandante. La apoteosis llegó con “Them Changes”, la más hitera, y hubiera sido la pista de baile perfecta si no fuese por lo abarrotado del venue (lógico, nadie quería perdérselo); pero aun así se vibró de principio a fin.
Los bises llegaron con “Show You the Way” y “Oh Sheit It’s X”, y la premisa que quedó flotando en el aire, es que el universo necesita más músicos como Thundercat. Como quien no quiere la cosa, este alquimista de espíritu adolescente desafía los límites y rompe con la noción de solemnidad que suele ir asociada a la idea de virtuosismo, más aún cuando de jazz se trata. En su lugar, instaura una nueva tradición: la del desprejuicio y la autenticidad puestos al servicio de la propia creación.
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Foto principal: Martín Camji.