Había muchas expectativas puestas en la nueva miniserie para Netflix de Mike Flanagan. El director, que junto con Ari Aster y Jordan Peele es aclamado como referente del audiovisual de terror actual, viene enriqueciendo la pantalla de la plataforma con un par de adaptaciones bastante dignas: La maldición de Hill House (2018), basada en la novela homónima de Shirley Jackson editada en 1959; y La maldición de Bly Manor (2020), una versión muy libre del clásico de terror gótico Otra vuelta de tuerca (1898) de Henry James.
Misa de medianoche (Midnight Mass) iba a ser de su total autoría y ha dicho en entrevistas que hace años viene trabajando en el proyecto. Lo cierto es que, más allá de las críticas positivas que está teniendo desde su estreno, Flanagan no se anduvo con chiquitas y potenció tanto sus habilidades como vicios engendrando una obra extraña y ambigua en su cualidad de ser excelente y pésima a la vez. Con siete capítulos de alrededor de una hora -un formato que se hace eterno y ya parece anticuado para estos tiempos- tenemos lo mejor en los primeros tres, después una meseta bastante soporífica y luego todo se precipita en los últimos dos episodios con un desenlace que shockea por las razones incorrectas: no por violenta o espeluznante sino por ser lisa y llanamente una estupidez.
La historia transcurre en una pequeña isla venida a menos después de un derrame de petróleo que afectó la pesca y otras actividades esenciales del lugar. Mucha gente se fue y la población no llega a los 200 habitantes. Obviamente todos se conocen y cargan secretos, miserias y frustraciones por vivir rodeados de decadencia. Además, desde el primer momento suceden cosas raras, con sutileza se van generando múltiples intrigas y la sensación de algo oscuro latente. El ritmo narrativo puede ser lento pues domina lo descriptivo pero la atmósfera es atrapante.
Es evidente el talento de Flanagan en el desarrollo de este pequeño universo cerrado y su comunidad a través de varios personajes psicológicamente complejos. El showrunner es un gran alumno de Stephen King -a quien también adaptó en un par de films: El juego de Gerald (2017) y Doctor Sueño (2019)- y la influencia aquí es notoria y más que celebrada. Un ecosistema inquietante que evoca La tormenta del siglo (1999) y La niebla (1980) con temáticas que beben de El misterio de Salem’s Lot (1975) y la más reciente Revival (2014).
La opaca idiosincrasia de Crockett Island lentamente comienza a ser alterada por la llegada del Padre Paul (Hamish Linklater en una actuación soberbia que se destaca en un elenco donde todos están muy bien) en reemplazo del veterano Monseñor Pruitt, quien está ausente de la isla por enfermedad. El carisma y la convicción del Padre Paul aviva la llama de la fe en la isla y la Iglesia de San Patricio se vuelve a llenar de fieles. El tipo es un rockstar, incluso logra imponer un servicio de trasnoche para seguir agitando con sermones sobre la resurrección de Jesús en plena vigilia pascual. Él, junto a la odiosa Bev Keane (Samantha Sloyan en otro gran papel) comienzan peligrosamente a manejar los hilos de la isla y cuando se produce el primer milagro ya no hay vuelta atrás.
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Promediando la serie y volviendo explícito el misterio -que de todas formas ya se intuía- que gira en torno al Padre Paul, los elementos sobrenaturales ya están en la mesa y el interés generado por lo velado se desinfla. Los interminables monólogos de los personajes y las peroratas que citan a la Biblia sin parar tampoco ayudan a mantener ágil el relato. Como si Flanagan más que un guionista fuese un escritor frustrado, se vuelve autocomplaciente y mete pequeñas historias y anécdotas en soliloquios de personajes logrando sacar de contexto cualquier escena o acción.
El discurso religioso y existencialista en los sermones del cura y las charlas que tiene con Riley Flynn (Zach Gilford) en una especie de reuniones de AA improvisadas tienen fundamento y aportan a la trama con el contraste en las visiones católicas o ateas de los personajes. Incluso los monólogos por turnos entre Riley y Erin Greene (Kate Siegel, mujer y actriz fetiche de Flanagan) sobre qué creen que ocurre después de la muerte se siente como una gran licencia pero están tan bellamente escritos que a más de uno no le va a importar que se trate de una escena interminable con dos personas hablando en un sillón. Y las actuaciones, que en esos casos se vuelven casi teatrales, por suerte están a la altura, sino sería bochornoso. De todas formas, Flanagan va más allá y hace hablar en exceso a personajes que incluso son secundarios. Hay una escena con el Sheriff (Rahul Kohli) que está siendo muy comentada, y no de buena manera, por esto mismo. Con una edición sensata del guion, Misa de medianoche podría ser una película mucho mejor o al menos una miniserie con unos cuantos episodios menos.
Luego está la cuestión del final que por razones obvias no se puede detallar sin spoilear. El impacto visual es innegable pero no hay mucho más por destacar. El ritmo narrativo nunca encuentra su punto, el largo in crescendo que se cocina lento hasta llegar al clímax explota muy hacia el final y todo “se resuelve” a las apuradas, con personajes que aceptan situaciones indescriptibles con total naturalidad. El guion, que venía acumulando algunas incongruencias, en el acto final ya es un compendio de sin sentidos que escapan al más mínimo sentido común y todo termina siendo una gran pavada.
Después de sumergirse en esa rutina isleña y disfrutar de los primeros capítulos, la sensación que queda al terminar la serie es de haber sido estafado. Ojalá solo haya sido un desliz, sino Flanagan corre el riesgo de convertirse en el nuevo M. Night Shyamalan.
Misa de medianoche está disponible en Netflix.