En 1996, luego de ganar el concurso del Diario de Poesía, se publicó por la editorial Libros de Tierra Firme una obra capital para comprender los años noventa: Punctum de Martín Gambarotta. Si en muchos sentidos, Babasónicos con Miami (1999) –disco con el que la banda finalizó su relación con Sony Music y obtuvo la libertad que dio paso a Jessico– fueron dentro del rock argentino quienes pudieron elaborar un discurso con una una mirada mordaz, afilada y a la vez exquisita sobre el derrotero de una década brutal y áspera, unos años antes desde ese margen iluminador que es la poesía, un poeta decía un frase-diagnóstico que se volvió una bandera de comprensión despiadada sobre esos años.
“Cadáver, esto ya no es rock”, escribía Gambarotta en un poema de Punctum. Así mostraba que el fin del milenio estaba desbaratando todas las instituciones (desde la industria discográfica a la familia como ideal y refugio) montado en un océano de cinismo (después del suicidio de Kurt Cobain y el éxito de Los Simpson a nivel planetario) y el caótico desconcierto neoliberal que trajo el Dr. Carlos Saúl Menem para, en dos mandatos, volver al país en una geografía arrasada a todo nivel y dar paso a la traumática llegada de Fernando De la Rúa al poder. Que el libro de Gambarotta se llame Punctum era una señal de ilustración pero también de lucidez: ¿cuál era el signo de esta época? El libro intenta responder esta pregunta. Pero también surge otra cuestión: ¿Qué es un Punctum?
En su libro La cámara lúcida, Roland Barthes arroja uno de sus conceptos más difundidos. Dice que el punctum vendría dado “por la fascinación, por la emotividad, que provoca una respuesta en el espectador. Algo que no se busca sino que sale de la escena para ‘pinchar’ a este. Se encuentra en fotos que no están conscientemente hechas”. Llegado a este punto, tiene sentido este cuestionamiento: ¿no es esto lo que sucedió con la miniserie Okupas del director y guionista Bruno Stagnaro? ¿No fue Okupas un artefacto artístico inesperado que “pinchaba” y afectaba –y lo sigue haciendo- a quien lo veía? Por supuesto que sí.
Podemos decir que Okupas tiene punctum: pequeñas gemas de sentido (solo 11 capítulos en un arco narrativo extraordinario) que no buscaron más que contar una historia –ese era el único plan inicial-, captar un momento de la existencia (es una novela de iniciación lejos del hogar, incluso en un más allá de Capital Federal), sacar una foto de un punto en la Historia (el fin de siglo, el cambio de milenio), documentar un devenir de estos personajes (la amistad de varones según Nietzsche: “tu amigo también es tu peor enemigo”) y sin embargo se volvió el zeitgeist de una generación que, como registro audiovisual, sigue siendo relevante en el presente y lo interviene. Ahora llega a Netflix. ¿Qué verá la generación centennial en esta pieza arqueológica que cerró el milenio en esta parte del mundo? Okupas, entonces, es hijo de su tiempo y a la vez lo trasciende.
Una historia de clases
Okupas es un desprendimiento espiritual de lo que representó Pizza, birra, faso de Adrián Caetano y la obra del mismo Stagnaro para el cine argentino. No se trata de una suerte de spin-off, sino una intención de continuar en ese territorio estético renovador, rupturista e inaugural de lo que sería una vuelta de página y trasladarlo al gastado formato televisivo. Hay sucesos y hechos, plantea el historiador Eric Hobsbawm, que son los que verdaderamente –más allá de lo que digan los almanaques- nos muestran que el tiempo avanza, que hay un mañana, que sucede otra cosa. Con ciertas obras pasa eso: Pizza, birra, faso se volvió un símbolo de algo distinto que emergió como zona de interés creativa, un nuevo sujeto social y, sí, político, incluso en su desinterés por las trincheras partidarias.
En este punto, el recorrido de Okupas muestra a ese tipo de juventud transversal (clase media desangelada que buscaba aventuras por afuera de las expectativas y los cercos de su clase social) que formaría parte del núcleo duro del estallido del 2001. Es importante señalarlo: Pizza, birra, faso no es una película sobre la “marginalidad” (como sí lo fue Crónica de un niño solo de Leonardo Favio, por ejemplo) ni una realidad avasallante en los noventa, sino más bien es una historia sobre cómo determinados seres eligen correr los límites de una moral impuesta por las altas esferas del poder para ejercer dominación sobre un sector de la población. Estos personajes en Pizza, birra, faso hacen lo que sea por sobrevivir. Si se hubiese llamado, por ejemplo, Tiempo de valientes, las lecturas de la película hubieran sido otra, lo que muestra el clasismo que también tiñe las voces alrededor de una obra y de los intereses que hay detrás de esas voces que generan una mirada sesgada. Al ponerle Pizza, birra, faso, una sinécdoque poderosísima para una cosmovisión clara, instaura un léxico. Lo sabemos: las palabras crean realidades. Por lo tanto, la película –quizás el mayor rasgo de novedad– mira de igual a igual a sus personajes, mientras que la crítica, en cambio, los mira “desde arriba” y filtra su moral de clase.
Otra cuestión lateral que se filtra: en 1994 sale el disco Valentín Alsina de 2 Minutos. Y en esas canciones se puede escuchar todo un universo lingüístico que aparece por primera vez hasta ese momento: buchón, arrebato, barricada, etc. Ese uso de la palabra amplía el campo de batalla hacia la visibilidad de nuevas realidades a las que prestarle atención y que pueden ser creadoras de belleza por derecho propio. Pizza, birra, faso, unos años después, aprende de esta operación artística y esto también se hereda desde el nombre de la serie: Okupas. No solo desde la utilización de la K, “la différence” la llamaba Derrida, sino a partir de un insulto a la moral de cierto imaginario dentro la clase media argentina: la usurpación de la propiedad privada. La miniserie, entonces, era violenta desde la misma pronunciación de su existencia. Así es: Okupas era un serie agresiva para los tiempos violentos que Argentina vivía a fines del año 2000.
El corazón de la experiencia
Okupas fue producida por una empresa privada, Ideas del Sur, para un canal estatal: lo que luego sería la Televisión Pública. En este sentido, mostraba el universo de expansión que estaban gestando ciertos grupos económicos, como el de Tinelli, para diversificar sus intereses y resistir lo que se venía en el 2001. De todas formas, Okupas debe su existencia real al prestigio logrado con Pizza, birra, faso y el deseo de mostrar una renovación -¿un grado cero?- en detrimento de un tipo de televisión que había hecho del costumbrismo de Polka una de las ramas del género fantástico más anticuado. Okupas vino a quitar cualquier rastro de esos manierismos para ir directo al corazón de la experiencia. En esa decisión -el destino de una obra muchas veces se define por lo que decide evitar, dejar afuera y enfrentar- la serie conquista toda su potencia y lo que la mantiene con una vigencia inusitada. A partir de ahí se pueden pensar las formas de encarar la palabra (pensar en “mascapito”), las imágenes de encuadre documental y esos diálogos que parecen escritos por alguien con oído absoluto.
Pero la trascendencia que tuvo en el tiempo no es algo que se pueda planear de forma anticipada porque a los guiones se tiene que sumar dos actores (Rodrigo de la Serna y Diego Alonso) en estado de gracia y la inclusión de la música (el segundo capítulo se llama “Bienvenidos al tren” y el tercero “El ojo blindado”; y el protagonista –Ricardo- había tenido una banda llamada Los Mantenidos) como vínculo erótico con las escenas que recupera la importancia del “music selector”, a la manera de Scorsese, Tarantino y Wes Anderson, entre otros. Es decir, una canción (desde The Rolling Stones hasta Almendra y Sui Generis) que no extorsione al espectador ni realce donde el guion falla o tropieza, sino que dialogue con lo que sucede en pantalla para conquistar, al fin, una experiencia estética total, abarcativa, polisémica.
Desde este lugar, parece casi natural que una serie emblemática como Okupa complete su ontología para el siglo XXI y la sensibilidad del espectador promedio de Netflix con la ayuda de Santiago Motorizado y El Mató: es la unión de dos símbolos de lo que que representa ser joven en momentos históricos ardientes y utilizar el arte como guerrilla para imponer una nueva manera de acceder al placer. Ser joven a fines del siglo XX (Okupas se encarga de este retrato) y ser joven después de la tragedia de Cromañón (El Mató encarando una nueva sensibilidad rockera) implicó un devenir que llega hasta este presente donde Okupas aterriza en Netflix.
En 2015, en una entrevista para la revista Bacanal, dijo Rodrigo de la Serna sobre Okupas: “Tiene la virtud de los clásicos. Está mal que yo lo diga porque participé ahí. Igual no es autobombo, todo elogio es para Bruno Stagnaro, el director. Yo le veo todavía 60 o 70 años de vida y vibración a Okupas. Tiene que cambiar algo demasiado drástico en la sociedad a nivel mundial para que esto no siga resonando. Está tan bien hecho, los actores sociales que la literatura de Stagnaro pone ahí. Y la manera de mirar, de dónde pone la cámara este tipo. Mi personaje es el peor. Es el perejil, el salame, el antihéroe, un pibe de clase media que quiere experimentar cosas y así le va. Es una serie preciosa. Nunca más”.
Tiene razón: nunca más. Es como dijo Milton: “Los únicos paraísos que existen son los paraísos perdidos”. Lo que no deja de ser una buena noticia después de todo ya que dejaron un cadáver hermoso y nos ahorraron la posibilidad de ver la decadencia y la agonía de un sueño. Okupas, la contracara perfecta del orden extremo y calculado que significó Los Simuladores –la otra obra maestra de esos tiempos que aún resuena-, con su caos, su improvisación y la vez su destino incierto pudo capturar una fibra que todavía se mantiene: la de preguntarse, ¿dónde está la libertad?