El pasado domingo concluyó la 15º edición del festival más esperado por el circuito teatral independiente, el Festival de Teatro de Rafaela. Todo un logro a sala llena en un contexto marcado por la crisis económica, que impactó directamente sobre la cantidad de obras programadas, y las resonancias de la polémica derivada en censura de la edición anterior, que delimitó el tipo de programación. Un diálogo entre estas particulares condiciones de producción y las propuestas llevadas a escena.
La edición se abre con discursos oficiales, como cada vez, solo que en esta uno vuelve explícito el contexto y busca responder un poco a todo eso que explotó al finalizar la edición anterior: intolerancia, censura y violencia. Fueron las palabras de Marcelo Allasino, uno de los creadores de este espacio y actual titular del Instituto Nacional del Teatro, quien volvió a esos momentos de furia reflejada en redes sociales y luego en medios nacionales, a causa de la viralización de una foto de la obra Dios de Lisandro Rodríguez donde se ve una escultura de yeso de un Papa Francisco de tres metros, abrazada por performers desnudos con el pañuelo verde colgado en sus espaldas. Todo en el marco de la lucha nacional por la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo.
“Dios llegó al festival y trajo luz” comenzó Allasino, frente al gran Cine Teatro Manuel Belgrano repleto. Y desde ahí, fue descubriendo el entramado social que hace posible tales repercusiones, que incluso sobrepasaron el círculo de las redes y llegaron también a ser mensajes intimidatorios a miembros de la producción del festival. El punto del discurso estuvo en el rol del Estado frente a esta “discusión acerca de la libertad de expresión frente a manifestaciones de la cultura” y su relación directa con la Iglesia. Había que decirlo: lo que sucedió el año pasado arroja luces sobre estas sombras de poderes hegemónicos y heteronormativos que frente al avance de disidencias ruge de miedo, en fuego violento.
Y la respuesta fue el teatro, un teatro con el cuerpo bien al frente. Como si ese mismo cuerpo cuestionado el año pasado en sus intentos de libertad y expresión, volviera a pararse con la única voluntad de ofrecerse genuino en sus diferentes maneras de ser verdad. Es que la programación que propuso su Director Artístico, Gustavo Mondino, para esta edición (pese a tener 8 propuestas menos que años anteriores y contar con varias obras estrenadas hace ya un tiempo) contuvo momentos de gran lucidez en torno a las posibilidades de un cuerpo y los interrogantes que desde aquí se desprenden.
Así, tal y como también de alguna manera vaticinó el discurso de la Secretaria de Innovación y Cultura, María de los Ángeles “Chiqui” González, en esto de “el teatro es el mundo que no vemos”, lo que sucedió con parte de la programación fue que logró afirmarse en el cuerpo como pregunta para desde ahí cuestionar todo su contexto, esa realidad visible que nos da la seguridad de lo conocido a la vez que aniquila la creación de nuevas posibilidades.
El cuerpo – imagen
En El río en mí de Francisco Lumerman, una de las obras del movido primer día, el cuerpo se diluye en el relato y el relato, a su vez, se diluye en una atmósfera enrarecida. Como en los sueños, donde el cuerpo no termina del todo de ser y la tragedia late, inminente, por lo bajo. Una historia de vínculos familiares que se va contando en contrapuntos de relatos teñidos de opresión. Fascinación y desconcierto frente a un registro corrido de la realidad que, como en la “Comala” de Juan Rulfo, el punto de vista se va enredando a medida que crece la intriga por esos cuerpos: ¿Están realmente ahí? ¿Están narrando su pasado? ¿O son sombras condenadas a repetirlo?
Con Jardín Sonoro, instalación en el Bosque Educativo de Rafaela que surgió en el Jardín Botánico de Buenos Aires, sucede que el cuerpo somos nosotres. Se trata de un dispositivo desplegado entre los árboles del espacio, que mediante señales de bluetooth a nuestro celular, va activando una a una las historias de sus siete dramaturgas en nuestros auriculares. Entonces, el cuerpo se transforma. Es primero ese vínculo entre los textos que nos llegan desde un lado y el aire de naturaleza que nos atraviesa del otro. Es imaginación después, de estos dos espacios vueltos ya uno. Y finalmente, es nuestra propia actitud performática de sujetos absorbidos de ese espacio pero nunca tan conscientes de cada detalle transitado desde esta nueva percepción.
El cuerpo – máquina
El cuerpo también puede ser parte de una maquinaria feroz y estallarse en los mecanismos de la violencia. Como ya habíamos recibido desde una novedad absoluta en la edición anterior con obras como Montaraz de Brian Kobla de La Plata y la uruguaya Otros problemas de humanidad de Sebastián Calderón, aquí el cuerpo es un poco artificio del límite verbal y material para desenmascarar nuestra exasperada sensibilidad de época.
En el caso de Pobre Daniel de Santiago Gobernori con Laura Paredes, Manuel Attwell y Julián Cabrera, es el punto de vista de la locura mental el que habilita la impunidad total de los vínculos puestos en escena y los temas que van atravesando. Un hermano que vuelve de un psiquiátrico a la casa de su hermana ahora en pareja tejen una partitura discursiva entre textos colocadísimos y resonante música clásica que van rasgando la estructura hasta dejar por completo el nervio al descubierto. Un entramado de lenguaje escénico sincronizadísimo que nos pone frente al morbo y la violencia desde la liberada reacción de la risa impune.
Algo así también sucedió con Paisaje, obra del mendocino Pablo Longo, solo que el registro original era de thriller. Pero, de alguna manera, esa ida y vuelta de diálogos en tensión, dentro de la atmósfera de encierro al borde de tragedia, encontraron natural escape en la carcajada. Interesante observar cómo por debajo de ese engranaje de cuerpos para la maquinaria violencia, late perspectiva de género, tan visitada actualmente, cuando la obra se estrenó en 2015. No parece tanto tiempo, pero en relación al modo en que es tratado el tema se vuelve realmente original para su época.
El cuerpo – límite
Definitivamente, la gran sorpresa del festival llegó desde su propia ciudad con Deserto, obra de creación colectiva dirigida por Margarita Molfino, rafaelina radicada en Buenos Aires que la edición anterior nos dejó al filo de todos nuestros sentidos con Palíndroma de William Prociuk, también dramaturgo de esta pieza. Andróginos, plurisexuales, no binaries: Deserto es el cuerpo expandido en todos sus límites desde la danza y la performance, es la reivindicación del deseo a lo centennial, es explorar sin límites las posibilidades de la materia, sin esa angustia de borde de muerte de generaciones anteriores.
Así, Deserto termina un poco de sintetizar esta idea de cómo esta edición responde con el propio cuerpo a contextos económicos y mandatos sociales, que justamente aquí están el riesgo permanente y la experimentación constante para ofrecer historia mostrada desde su proceso y no acabada en conclusiones. De hecho, hay mucho de esa experiencia anterior que vimos en 2017 con la producción Sala de Máquinas, coordinada por Gabriela Guibert quien también en esta ocasión fue la responsable de convocar a les performers. De alguna manera, Deserto es esa misma violencia sistematizada en los cuerpos, ahora ya estilizada y puesta al servicio de la apertura, la diversidad y el placer.
Una vez más, el Festival de Teatro de Rafaela logró ser ese fenómeno social de 16 mil espectadores (un sexto de su población total) que inundó calles, agotó entradas, llenó salas y carpas de circo por las tardes y espacios de devoluciones donde se desmonta cada obra entre protagonistas y prensa especializada por la mañana. Definitivamente, fueron seis días de un teatro preciso en un contexto difícil.