Recluirse entre 4 paredes pareciera ser una forma de escaparate a cierto orden propuesto por el afuera; un orden aparentemente lógico que la sociedad se empeña en imponer –más que proponer- y que establece un statu quo. Lo que en los años ’60 constituían los famosos manuales de señoritas donde se les enseñaba a las pre-adolescentes a ser femeninas, a comportarse de manera adecuada, a sostener una moral (ajena), a ser diplomáticas y a enfrentar la sexualidad sólo como una apertura hacia la maternidad, es algo que sigue presente en el inconsciente colectivo y muchas veces, incluso a nivel consciente, sigue bajando línea en familias de todo el mundo.
El nombre de la luna, obra con dramaturgia y dirección de María Emilia Franchignoni y actuación de Manuela Fernández Vivian, nos invita a observar con gracia y aflicción simultáneas, un recorte sobre la vida de una adolescente temprana que narra mediante un video cómo se encierra en su habitación durante días (quizás meses) desde que su vida se torna desesperadamente insoportable para verse inserta en la amenaza que constituye la sociedad. Se muestra desbordada por los distintos vapuleos que su cuerpo resistió desde que era una pequeña y nos deja testimonio acerca de ese universo repleto de mandatos que supo sortear creando su propio universo paralelo, lleno de fantasías, despojado de ideales sociales y a salvo de su entorno familiar.
La tierna (aunque rebelde) adolescente está completamente mimetizada con su espacio interior, un espacio que explora a través de distintos mecanismos: el monólogo interior sale al exterior a modo de testimonio para dar cuenta de que hay sufrimiento en esas cosas que, para el común de una sociedad, pueden parecer vaguedades; el recurso fílmico que se introduce a la largo de toda la obra hace que la protagonista pueda explorarse y definirse como aquella que se repliega ante lo que “debe hacerse” y se construya de manera autorreferencial como la otra, la distinta a las demás. Pero no es el único recurso teatral que se emplea para remarcar la semejanza que reproduce la habitación del encierro, por así llamarla, con nuestra adolescente: el vestuario se funde con la escenografía y logran una contigüidad que indican que una es parte de la otra y viceversa; la remera que lleva puesta la pre-adolescente lleva los mismos dibujos que se observan en la pared frontal a los espectadores, mientras que en los dos cambios de vestuario que se realizan en el escenario mismo, las metáforas se acentúan al aludir al universo fantasioso que ella misma se crea para la reclusión y al Universo que está siempre en el espacio exterior, repleto de manchas, estrellas, luces y agujeros negros. La metáfora entre ambos universos juega un rol central en la temática al plantear los límites entre el espacio público y el espacio privado, entre el exterior y el interior: ¿qué delimita el afuera y el adentro? ¿Qué espacio es apropiado para qué cosas? ¿Puede uno apropiarse de ese espacio o de aquel otro?
El recurso cinematográfico dentro del teatro resulta poco novedoso a estas alturas (sobre todo recordando que ya en Shakespeare puede rastrearse la actuación dentro de la actuación por no hablar de las diversísimas performances que se ofrecen al público en la contemporaneidad) pero no por eso deja de ser útil a los propósitos que se destina y genera un soporte dramático que construye un particular verosímil. Lo que resulta más acertado en la utilización del video no es, sin embargo, su aporte dramático sino el funcionamiento que se activa al mediar el enunciado con un dispositivo semejante: se genera una confusión entre lo real y lo aparente o bien, entre lo real y la representación de lo real, como señala Meunier. Este recurso, entonces, repone el mismo cuestionamiento que enuncia la totalidad de la obra: el dispositivo técnico le sirve a la protagonista para modificar la percepción de lo real bajo una realidad suplementaria que deja de ser solamente imaginaria y se convierte en representación. El juego cinematográfico aporta además un condimento extra para re-preguntarnos sobre el límite del propio cuerpo respecto al exterior, sobre todo cuando es la misma enunciadora la que propicia un juego cuasi esquizofrénico al sumergirse en dichos cuestionamientos.
La adolescente temprana que experimenta su sexualidad pero no logra descubrirla, se reprime en sociedad, cada vez más, hasta llegar al ocultamiento. Es solamente a través del juego cinematográfico que logra presentarse como es y no como “debe ser”. Se rebela frente a lo que, aún hoy, se entiende por feminidad: citando la voz de su madre de manera burlesca, nos cuenta que para ser femenina se debe tener lindo pelo, ser flaca, tener unas bellas manos, portar un cuerpo armonioso, hablar con suavidad, cuidar los modos y varios tips más que se corresponden con lo que podemos encontrar en Google apenas ponemos la palabra tips en el buscador (una de las primeras opciones que se nos sugiere el buscador por excelencia es, ni más ni menos, “tips de belleza”).
Aquello que comenzó en forma de discurso pedagógico destinado a moldear mujercitas, hoy circunscribe a gran parte de la sociedad y El nombre de la Luna no hace otra cosa que mostrarnos cómo siguen operando los mandatos sociales y la representación única del ideal de cómo deben ser las mujeres, al tiempo que interroga sobre los límites del espacio privado y púbico para ampliar la posibilidad del desenvolvimiento discursivo hacia otros espacios de comunicación antes vedados. Derribar los tabúes y los estereotipos hace que los conceptos comiencen a tambalear y se propicien las discusiones en torno a los límites del comportamiento social.
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“El nombre de la Luna”, de María Emilia Franchignoni se presenta todos los sábados a las 21 hs. en el Teatro del Abasto. Más información acá.