Este verano te mato es una obra poética de principio a fin. Se habla de una muerte que nunca se lleva a cabo; en su lugar está latente la pérdida (consciente e inconsciente) de cada personaje. La nostalgia funciona como el encanto que reviste la puesta en escena desde la más sutil muestra de idiosincrasia, de una época y de un lugar específico: situada en los años ochenta para adentro, en algún lugar de la Costa Atlántica Argentina, fuera de temporada. Son cuatro los personajes que conforman el elenco (Sergio Di Florio, Fernanda Pérez Bodria, Camila Romagnolo y Diego Vegezzi) desbordando los límites de la cordura, maniatados en cada caso por un vínculo diferente. Hay un quinto personaje, omnipresente, el padre de Ana, la adolescente protagónica, quien está, según se sustrae de los diálogos, ausente hace mucho tiempo y viviendo en Brasil. La aparición de un tercer personaje llamado Sergio, maduro, reacio y misterioso, potencia la desenfrenada y desquiciada búsqueda del padre, que Ana sostiene los 60 minutos que dura la representación.
Claro que una adolescente no sojuzga su energía intempestiva arremetiendo contra un pasado que nunca pasa, que la aplasta haciéndola estallar de furia, prologándola rebelde y llorona. Hay la búsqueda de un consuelo, de un lugar común que desencaja con su desesperación aunque éste haga todo lo opuesto a calmar su impaciencia. Ana no está motivada sólo por su sentimiento de abandono por parte del padre. Tiene la concentración puesta en los peluches que viven dentro de una máquina, esos que puede adquirir con tan sólo $1 y que son de origen brasileño. Ella los colecciona, y se lo confiesa a Sergio para hacerlo hablar, porque él estuvo en Brasil, y él, como todos los que estuvieron en Brasil y conocen ese remoto pueblo del Partido de la Costa, puede ser su padre. ¿Qué persona volvería de Brasil, esa tierra prometedora de playas que viven en verano, a ese lugar que fuera de temporada se olvida, donde las noches frías y desoladas le rinden culto al abandono y a la soledad que engulle a sus habitantes? Los peluches cumplen la función del objeto fetiche, un poco denunciando una falta y como resto detenido en el tiempo, otro poco como condición del deseo y posibilitador del encuentro con el otro, y finalmente como lo entendieran al objeto fetiche las sociedades mágico-religiosas, en tanto se le atribuyen al objeto digno de culto propiedades sobrenaturales o sagradas. Ana no va a frenar nunca su voracidad por satisfacerse, por hallarse completa, por quemarse entera y quemar el pueblo que la engulle –como dice que le gustaría hacer con tantas ganas– pero tiene con qué entretenerse.
Esta no es ni la primera ni la última obra que se ocupa de socavar nuestros recuerdos, haciendo que la nostalgia se asiente en la melancolía. A dicha operatoria se la suele llamar revival; quizá sea esto síntoma de una sociedad que no cesa en la búsqueda de reinventarse, agobiada por una idea de precarización cultural. Sin embargo, no es menos cierto que la recuperación de tiempos pasados, tamizados y expandidos por las industrias y la clase dominante (e incorporada con ingenuidad o ansias de experimentación por las distintas sociedades) es tradición en el campo de las artes. Pero hubo un momento histórico, al que le cabe la noción de modernidad, en que esa recuperación se sometía a propuestas supeditadas a preceptos relacionados con la ruptura y el avance, con la negación y la superación; con la vanguardia y la dialéctica. Parafraseando a Walter Benjamin, lo moderno vendría a ser aquello que se presenta como novedoso en el contexto de su invariable existencia. El movimiento en la posmodernidad es bien distinto: no hay un retorno en pos de cambios, avances, rupturas, ni nada que se parezca a algo nuevo sino todo lo contrario: se resucita lo ajeno para sujetarlo a un tiempo propio, desestimando las determinaciones socio-culturales. No obstante, la caducidad y la muerte, dice Claudio Magris en un delicado y hermoso posfacio, no contradicen el presente de las cosas.
El antihistoricismo que supone esta idea se ilustra con precisión en el lenguaje de la moda: el retorno de los géneros y estilos que procede como una vulneración de las personas, en su mayoría adolescentes, por parte de la industria de la moda; la fascinación que conlleva cada estilo, anclada con la época y con dispositivos enunciativos propios del tiempo en que cada estilo surgió, o bien se desplegó; la fugacidad con que la moda se convierte en demodé, advirtiendo que lo que hoy está fuera de temporada será, en unos impredecibles años, furor por considerarse vintage. Las esquirlas que se vislumbran de tales delineamientos conforman la fundamentación de que el revival sea, tanto en la actualidad como en el pasado, una garrapata; su estrategia es instalar regímenes estéticos aprovechando las ofertas que posibilita el estilo de época (con los comportamientos y los modos de hacer sentido que éste disponga). Ese salto de tigre al pasado que, escribía Benjamin, era la moda, es la destrucción y la consecuente pérdida de los cuerpos, es la mutilación del recuerdo que deviene disfrazado y es, al mismo tiempo, la autenticidad del conocimiento, que se anticipa a la catástrofe.
Como este no es un ensayo respecto a la moda sino una pequeña reflexión sobre una obra que habla, de manera implícita, de moda, y de manera explícita, de muerte; que expone modismos, costumbres, y reacciona contra la caducidad, sabemos que esa catástrofe es la que vivenciamos. No hay necesidad de que la muerte rompa su pacto con la caducidad y la ferocidad con la que la moda dispone de los cuerpos y del tiempo.
El epitafio que se erige en la obra es tan inacabado como preciso. La sensibilidad de Mariana de la Mata (dramaturgia y dirección) desdobla el significado de la muerte: hay una muerte inconclusa que se lleva a cabo desde el duelo. Hay un objeto sustituto, un desplazamiento del deseo (matar al padre) hacia un amor intransigente, y un refinamiento de la melancolía expuesta en lo efímero y en las pérdidas irrecuperables que son consecuencia y causa del continuo del tiempo. Volviendo a Benjamin, del mismo modo en que la obra de arte debe ser afrontada como mónada, el salto de tigre de la moda cristaliza una época pasada que se vuelve hacia el futuro operando como mónada. Podría acaso pensarse que Este verano te mato funciona como una constelación de tiempos saturados, en los que conviven todos éstos detenidos. ¿Y no es eso la vida misma? ¿No se trata en esta obra del teatro de la vida?
El progreso de la obra está signado por los caracteres que inventó de la Mata. Son opuestos complementarios, cada uno se sirve del disentimiento ajeno abriendo paso a situaciones ambiguas y repletas de disparidades. Al momento del clímax todas las relaciones yacen teñidas de un fastidio inconmensurable padecido al ras de los extremos: la promiscuidad y la alteración que dispara Ana, la negación y la fractura con la que se expresa Alicia, el misterio y el descuido que Sergio denota en sus silencios, la tristeza y el cansancio de Jorge intentando lidiar con un pueblo, y con su gente, y la desaparición del padre de Ana.
Jorge habla poco, escucha mucho, y se hace el desentendido para no enroscarse en coyunturas que lo desvíen de su objetivo: trabajar, ganar suficiente plata, e irse lejos, a un mundo mejor, lejos de la miseria pueblerina y del acecho de su desventurada cotidianeidad. ¡Cazar! Eso dice que quiere, porque el aburrimiento le genera una abulia que le penetra la vida, y los conflictos no lo dejan avanzar, lo chupan hacia ese pueblo, como el movimiento de las olas con el mar. Tironeos de aquí y de allá, defiende lo que cree que es bueno pero su energía no es comparable a la de Ana, una radical defensora de un pueblo que detesta pero que, le dijo Jorge, la ama. Ana apunta, y todos saben que es capaz de gatillar. Se refresca el viento y nadie pregunta por esa pistola. Ana sabe que a alguien tiene que salvar (salva osos que viajan desde Brasil, encerrados) y no termina de darse cuenta de que su víctima es ella misma. Entiende, sí, que su salvación no es la muerte ni el exilio, como podría imaginarse de su padre; mientras que Jorge acude a la idea de cacería para hacerse de un contrincante. Para avanzar hay que matar, hay que obturar el decurso de la historia, hay que saltar como el tigre de Benjamin.
La escenografía (Rodrigo González Garillo) y el vestuario (Leonel Elizondo) crean una telaraña de sentido que entreteje una totalidad con la trama. ¿Quién es capaz de olvidar las máquinas de peluches desparramadas en los innumerables salones de videojuegos; el afán por recolectar monedas para utilizar el teléfono público; las luces de neón atrayendo adeptos a la noche; las bicicletas soportando chicas con jean gastados tiro alto y top; los reproductores portátiles de bolsillo o los Walkmans musicalizando escenas de la vida cotidiana; la explosión mediática de los videoclips y del canal MTV encargado de su popularidad? Es justamente allí, en la articulación entre arte – medios masivos de comunicación– vida, que la obra se afirma y se formatea. La música opera de modo diegético y condiciona – y por qué no, determina– la conducta de los personajes. Suenan The Smiths, New Order, y otros del estilo alternativo y post-punk, en composé con la campera de cuero y los jeans ajados que lleva puesto Jorge. Al igual que sucede en la vida, las personas nos hallamos condicionadas por los distintos capitales (intelectuales, económicos, etc.) o, en otros términos, por las relaciones de producción. Tal es así que la configuración social y las relaciones constitutivas tienden siempre hacia la misma dirección, cada una con sus particularidades, pero siempre construidas sobre las mismas tarimas consolidadas en la estructura de base. Como es sabido, los videoclips llegaron a ser modelo para miles de adolescentes, quienes los consumieron en mayor medida. La cosmovisión que éstos propagaban formaba una especie de ideal acerca de distintas cuestiones, como por ejemplo aquellos modismos bien vistos, gestos y comportamientos atractivos o desagradables, vestimentas cancheras y combinaciones out.
Todo eso que una sociedad refleja en su contexto es lo que la obra muestra al desnudo. Recorre esos clichés desde un presente que se exhibe relativo, nostálgico y ajeno, donde todo eso resulta insulso, extraño, y hasta ridículo. Pero no esconde su fascinación por lo que la sociedad de consumo produce en las personas; esa suerte de atomización en masa de la cual todos quieren salpicarse, aunque más no sea un instante. Desde que se ilumina la escena –con los dos jóvenes correteando y chocando bruscamente–, entre golpes desesperados de Ana y cínicas risas de Jorge, hasta el final de la obra, se aprecia una estética más emparentada con lo cinematográfico que con el teatro: se ven imágenes ya reproducidas por nuestra memoria, diálogos y situaciones simultáneas en una misma escena (Sergio y Alicia conversando entrecortado y con disimulo al unísono con Ana, quien no para de dialogar con la música en un baile estruendoso y disparatado, mientras Jorge intenta vislumbrar lo que las bocas de su madre y de ese extraño se dicen pero no sin mirar el atractivo baile de su chica); y un final tan angelical, esperanzador y reconfortante como lo son las escenas últimas de un clásico videoclip o de una película romántica. Este verano te mato integra lenguajes, ideas y nociones enmarcadas dentro de una utopía, declarando que vida y arte siempre estuvieron unidos.
*
Este verano te mato puede verse todos los miércoles a las 21hs. en Espacio Callejón (Humahuaca 3759, CABA).