En el año 2009, el compositor y músico Lin-Manuel Miranda se presentó en la Casa Blanca para una velada de Poesía y Música frente a Barack y Michelle Obama e hizo una pregunta:
¿Cómo es que un bastardo, huérfano, hijo de una puta y de un escocés, tirado en la mitad de un punto olvidado en el caribe, por providencia empobrecido, en la miseria, creció a ser un héroe y un académico?
El cuestionamiento, asertivo y melódico sobre una base rítmica de hip hop, postulado en el marco de la entonces reciente elección de la administración Obama, había sido precedida por lo que parecía una presentación más bien satírica – “estoy trabajando en un álbum conceptual de alguien que creo que personifica el hip hop: el primer secretario del tesoro, Alexander Hamilton” (risas del gabinete). Y sin embargo, con el ala protectora de una ovación de pie en el centro de decisiones de la nación sobre la cual versaba el rap de Miranda, la historia breve de Alexander Hamilton interpretada para el gabinete presidencial pasaría después a quebrar la mayor parte de los récords musicales de los últimos años, a sumarle once estatuas Tony a un premio Pulitzer, generar colas enteras frente al teatro Rodgers para obtener el hot ticket más preciado de Broadway y, unos seis años después, el reingresaría a la Casa Blanca ya con un elenco conformado para interpretar a los héroes patrios y a formar una parte imprescindible en la historia del género – el musical, el hip hop y la narración espectacularizada. Así que, de una forma más o menos inevitable, sus espectadores tendríamos que al menos preguntarnos: ¿cómo es que una obra híbrida, con un pitch que parece un chiste, basada en el hip hop y en un padre fundador yanqui olvidado, creció a ser uno de los musicales más importantes de todos los tiempos?
El mito de una nación
Hay, en Hamilton, al menos tres historias principales (y cuyo entrecruzamiento es clave para generar la tensión dramática que lo configura). Se narra, por un lado, la amistad-rivalidad entre Alexander Hamilton (héroe de guerra, creador del banco nacional, inmigrante) con Aaron Burr (vicepresidente de Estados Unidos, prodigio de la universidad de Princeton, huérfano de clase alta), hay una dimensión en el triángulo amoroso entre Hamilton y las hermanas Schuyler, Angelica y Eliza, y es también ineludible el trasfondo narrativo del nacimiento de Estados Unidos como nación, la guerra y la corrupción política de la construcción del Estado. Y esto convierte a Hamilton entonces en un drama histórico y fuertemente político, pero también en una pieza humana, de personajes asimilables y fácilmente comprensibles: no hay, en el musical, santos o mártires, no se retratan villanos y, al menos en el caso de los personajes principales, todas las figuras tienen un desarrollo lo suficientemente profundo como para trascender la bidimensionalidad de los libros de historia. Surgen también, inmediatamente, personajes que incluso los que estudiamos alguna vez la historia estadounidense no entendemos cómo pudimos olvidar: ¿En serio el Marqués de Lafayette fue tan importante en la guerra por la independencia – y después para la revolución francesa? ¿Es cierto que Thomas Jefferson fue tan secundario en la constitución de la nación? ¿Fue realmente un sastre, irlandés inmigrante, el que facilitó al ejército estadounidense información clave para acabar con los británicos?
El tema histórico, narrativizado en la lírica y musicalizado en el teatro a través de un sonido original, heterogéneo y pegadizo, le da una dimensión épica a la historia de la fundación de la nación, tomando como eje central al personaje maníaco, obsesivo, ingenioso e inevitablemente ambicioso de Alexander Hamilton, en quien se explota toda la potencialidad dramática y que sirve de núcleo y punto de reunión para las tramas subsiguientes relatadas – el genio envidioso en la búsqueda del poder de Aaron Burr, la insatisfacción feminista de Angelica Schuyler, el peso histórico y la consciencia de liderazgo de George Washington (a los cuales les corresponde, en todos los casos, al menos una canción dedicada a la profundización de la psicología del personaje).
Y es en este contexto de revolución e irreverencia en el cual el hip-hop como género es necesario y se erige como la ineludible forma de contar la historia. Lejos de las lúdicas –y un poco burlescas– batallas de rap liberadas en YouTube entre personajes históricos, el género en Hamilton parece acercarse más a los orígenes: recuerda, en la exaltación independentista, a la promesa de Gil Scott-Heron de la revolución no televisada, del pueblo reprimido tomando las calles, de un arranque vigoroso por cambiar un estatus quo. Los abolicionistas revolucionarios se reúnen entonces en el escenario frente a una taberna, discuten política, organizan “juntas de gabinete” en forma de batallas verbales que se deliberan con el rap como mediación. El género y la necesidad del género para contar la historia generan así una trama moderna, arraigada tanto al pasado como a lo contemporáneo, que posiciona al rap y al hip hop como el sonido de Norteamérica en contraposición con otras tonalidades – por contraste, se presentan los tres números de amor abusivo interpretadas por el rey Jorge III, con un sonido más similar a los musicales clásicos de Broadway y el jazz obsoleto de un Thomas Jefferson recién llegado de Norteamérica luego de su gira europea como estrella de la era iluminista. Parece haber, en Hamilton una constante consciencia de las tradiciones que forman parte de la historia de la música occidental, sobre la cual se impone el sonido de la revolución que no se televisa: se escucha o se ve.
El Broadway de Obama
Hamilton es, en primera instancia y como lo indica el título de su documental, un musical americano (en el sentido de lo que se entiende por americano en la mayor parte de occidente, es decir, estadounidense). Desde el primer momento nos presentan al personaje de Alexander como pura potencialidad en una nación que es, también, potencialidad pura. El paralelismo es evidente ya desde lo lírico y rítmico: la estructura de la introducción que apela al nombre de Hamilton y que se pregunta “cómo es que un bastardo, huérfano, hijo de una puta […] llegó a ser un héroe y un académico” es la misma que habla de Norteamérica como nación– “¿cómo es que un batallón, voluntario, hecho de chusma y necesitando una ducha derrotó un superpoder global? ¿Cómo es que emergimos victoriosos del cenagal?”. El sueño americano y la construcción de la historia están palpables en Hamilton configurado como la figura confirma las mitologías, la posibilidad tan norteamericana de afirmarse a pesar de las condiciones iniciales y por mérito propio, habla de un hombre hecho por sí mismo y de una tierra prometida que realiza parcialmente (hasta su caída icárica) su potencia a lo largo del musical. Pero es más que eso: Hamilton es, antes que americano, parte de la América de los últimos años y del tipo de país que se formó a partir de la administración demócrata de Barack Obama.
Para esto, el musical proyecta una visión sesgada (hermosamente sesgada, necesariamente sesgada para que el musical funcione como espectáculo) sobre lo sucedido: los beats de la revolución independentista suenan de una forma conocida para el público pero original, adaptado a la ópera-hip-hop, el escenario es simplemente de madera, oscuro y recordando escenas quizás más urbanas de una Nueva York conocida y el elenco, lejos de la supremacía de personajes blancos que la historia siempre se va a dedicar a contar, está casi íntegramente formado por actores afroamericanos, de descendencia latina o americano-asiáticos. Hay así una operación en la forma de representar la historia, una construcción del pasado revolucionario, que recuerda incluso a las obras históricas de Shakespeare: Hamilton toma figuras populares marginadas junto con grandes figuras nacionales y las eleva, con un registro sumamente poético dentro del hip hop (en Shakespeare esto era el pentámetro iámbico) y, de esta forma, les permite re-ingresar en la historia. De este modo, el ingreso al musical de este registro y de estas figuras (un género de ideales discutiblemente progresistas que, sin embargo, está primordialmente marcado por actores y audiencias blancas de la clase media-alta) lo convierte en una obra íntimamente política, disruptiva incluso dentro de Broadway mismo. Si se toma la división de Jacques Ranciere entre política y policía (por la cual la policía es un tipo de administración y burocracia y la política, en cambio, es una redistribución de lo sensible, un momento en el cual hay voces nuevas que aparecen y que previamente no estaban, al menos, en ese lugar donde se las posiciona) Hamilton hace, desde la historia y en la historia, política.
Así, desde lo visual, el musical nos recuerda quiénes hicieron la nación en la que ocurre lo cual, en el marco de una vorágine de asesinatos policiales a la población afroamericana, en la clara alza de un sector derechizado, racista e islamofóbico y antes de la candidatura del monstruo Donald Trump, no es un dato menor (“dejémonos de pavadas”, acusa Hamilton a Thomas Jefferson en una discusión de gabinete o batalla de rap, “todos sabemos quién está plantando en el sur”). En una de las frases más célebres de la obra, incluso, Hamilton y el Marqués de Lafayette se saludan frente al campo de batalla antes de librar la decisiva –y última– Batalla de Yorktown y se recuerdan: “inmigrantes: nosotros hacemos el trabajo”. Adam Gopnik, periodista del New Yorker, señaló el costado ideológico de Hamilton muy bien en el marco del mercado musical: si Camelot presenta la era de Keneddy y South Pacific lo hace con Truman y Eisenhower, discute Gopnik, Hamilton es, por excelencia y entonces, parte de la administración Obama, de la realización de políticas inmigratorias abiertas, la inclusión y cierta visión de lo americano que está lejos del sueño de glamour y pureza racial de los ’50. Hamilton pone a los personajes entonces marginales en el centro de la historia y esto, escrito en el marco del primer período gubernamental de Obama y encontrando el éxito seis años después dentro una elección donde todo Broadway forma parte del favor demócrata (incluido el elenco de Hamilton), tiene una propuesta política e ideológica que resuena como absolutamente actual – ya no solo musical, sino también políticamente. Y sin embargo, esto viene necesariamente acompañado de las contradicciones de la administración de Obama de por sí: de la misma forma en la que es inclusiva y representa voces y aristas nuevas de lo constitutivo de la identidad norteamericana, hay una marca ineludible de Wall Street, el hijo por excelencia de Alexander Hamilton y principal generador de la crisis que la administración de Obama hereda, lo cual permite, quizás, observar las contradicciones dentro del discurso mismo de esta veta presidencial.
La dimensión de la(s) historia(s)
En todo momento, la obra es sin embargo consciente de que es una representación y, como tal, los personajes parecen extrañamente conscientes de estar haciendo historia, cambiando el curso nacional e internacional de las cosas. El mismo Washington interpela: “nunca tenés posibilidad de saberlo. Quién vive, quién muere, quién cuenta tu historia” (referencia lo suficientemente meta-textual como para que el público pueda señalar a Hamilton, el musical, como aquél que cuenta la historia de Hamilton, el prócer olvidado). Más adelante en la trama, para referir al plan de negociación entre Hamilton y Jefferson, se habla muy claramente del episodio de la fundación del banco nacional y Wall Street, pero con perspectiva histórica: no hay una escena de negociación sino un número acerca del “Cuarto donde sucede” (“The room where it happens”) donde “nadie sabe cómo se juega el juego, el arte de negociar, cómo se cocina la cuestión, solo asumimos que pasó: pero nadie más estaba en el cuarto donde sucedió”. Se presentan los testimonios, las ideas y los hechos, pero como lo haría un libro de historia – desde la incertidumbre casi científica. Los personajes tienen, entonces, una perspectiva histórica y no una perspectiva ficcionalizante de sus vivencias, no son glorificados ni erigidos villanos en ningún punto, y es quizás justamente por eso que se sienten tan cercanos, identificables con el público actual.
Y es ésta otra de las grandes diferencias entre Hamilton y el resto de los musicales históricos (Los miserables, Camelot): mientras que la mayor parte de estos musicales son piezas que están basados en ficciones o ficcionalizan hechos históricos, Hamilton nace directamente de un libro de historia y, por lo tanto, del discurso de la historia. Hayden White en Metahistoria (valga la redundancia) hace referencia justamente a un concepto que se puede encontrar muy claramente en la forma de narrar que tiene Hamilton: cómo la historia es también un discurso narrativo y, por lo tanto, una forma de seleccionar y ficcionalizar la realidad. Hamilton permite entonces vivenciar esta selección de los hechos redefiniendo la historia pero sin nunca dejar de lado la visibilidad del artificio. Después del escándalo sexual, por ejemplo, Eliza Hamilton misma se nombra a sí misma como personaje histórico y, en el poderoso soliloquio Burn, le ofrece a su marido la peor de las sentencias: quemar las cartas de amor y, así, “borrarse a sí misma de la narrativa” (más tarde, después de la muerte ya anunciada de Alexander, va a declarar que quiere “volverse a incluir en la narrativa” y dedica su vida a la conformación de la memoria de su marido).
Sin embargo, al mismo tiempo en el que el musical se refiere a la construcción de lo americano y de la historia-mito de América desde lo discursivo, es una historia también acerca al poder de la escritura – no sólo la escritura de la historia, sino también a los discursos generados dentro de ella. El personaje de Hamilton, como Miranda mismo explicitó, es primordialmente parte de la escena del hip hop por el tipo de estatuto que se permitió generar a partir de lo escriturario como tecnología: por escribir como escribía Hamilton pudo salir de la isla y de la miseria, ingresar a la academia norteamericana, formar parte de la guerra por la independencia consagrándose como la mano derecha de George Washington. Por cómo escribía, pudo consagrarse como un Padre Fundador incluso desde las condiciones más miserables, pudo ingresar directamente a la historia simplemente con lo pesado de su pluma. La dimensión de la palabra escrita no se pierde en ningún momento: parece bastante claro que son las cartas –con el carisma– las que le permiten a Hamilton enamorar a una de las hermanas Schuyler, son sus Papeles federales los cuales le permiten defender la constitución y es, sobre todo, la tecnología escrita la que le habilita a perder todo lo que tenía al poner en el papel la efectividad de su amorío breve con Maria Reynolds, lo cual lo lleva eventualmente a perder la posibilidad de una candidatura en la presidencia.
Hace unos meses en el Show de Stephen Colbert el anfitrión del talk show hizo una referencia riéndose de la posibilidad de que sacaran a Hamilton del billete de 10 dólares frente a Lin-Manuel Miranda, una posibilidad que existió hace un par de años en la discusión política. “No creo que puedan hacerlo ahora”, dijo Colbert después del éxito de Miranda en Broadway – y tiene razón. Es quizás éste el mérito de Miranda al seguir con el legado de Hamilton: en su movimiento histórico, artístico, absolutamente disruptivo pero también en conjunción absoluta con los tiempos que corren (y del lado, se sospecha, bueno de la historia) Miranda escribió la permanencia del Hamilton en el billete, en la discusión sobre el pasado y en la historia de Estados Unidos, en la historia del arte. Miranda hizo, con Hamilton, justamente lo que Hamilton hizo con sí mismo en su momento y ese es precisamente un mérito que no se debería escapar: el musical se vuelve entonces en una historia sobre las historias, la historia y los historiadores y, lejos del pitch poco amigable del hip hop ambientado a fines del siglo XVIII, se vuelve una pieza clave de la historia de los musicales que no se debería dejar de ver o, al menos, escuchar.