“Algo huele mal en Dinamarca”… Si hay una metáfora que puede figurar la espiral de muertes, rivalidades y desolación que embiste al reino (y especialmente a la atormentada alma del príncipe danés) es la imagen de un Estado que parece desintegrarse desde la primera fila hasta la última. Es de esta manera que la pestilencia, aquella que invade a los cuerpos de los hombres y mujeres que atraviesan esta historia, servirá para configurar la dinámica donde el ejercicio de la crueldad será el único mecanismo posible para asegurarse la permanencia en el poder.
Bajo ese espectro, la ambiciosa puesta en escena de Rubén Szuchamcher decide situarse en la Dinamarca de los años 20 para pintar un panorama desolador plagado de animales sanguinarios que luchan entre sí por una pequeña porción del mundo. Siguiendo esa perspectiva, el director ubica al espectador en un ambiente gélido e inhóspito donde gracias a un excelente despliegue escenográfico se representa a un país, a una familia y a un sujeto cada vez más viciado y corrompido.
Sin embargo, este cóctel de traiciones políticas y luchas familiares comienza su ascenso de manera lenta y accidentada. Ya desde la primera escena las interferencias de sonido no permitieron comenzar con potencia y opacaron los primeros avances hacia la frágil integridad de un reino siempre al borde de la ruina. De esta manera, los diálogos introductorios entre Horacio (Marcelo Zubiotto) y el resto de los personajes se vieron disminuidos entre las fallas, y un decir apresurado y titubeante. En ese sentido, este primer pantallazo que debería resultar el motor de esa Deus ex Machina palidece como un presagio de una dinámica que se repetirá a lo largo de toda la obra.
En cada uno de los actos se observará vacilar ese choque de fuerzas entre escenas que parecen inacabadas o que simplemente precisan de más profundidad, para alternarse con despliegues de una contundencia actoral arrolladora, en los cuales los textos resultan un puente de unión directo al siglo XXI. No es ningún secreto que si hay un hombre capaz de reconectar (sin caer en obviedades) una obra de mediados del siglo XVI con la actual Argentina neoliberal, es Rubén Szuchamcher. Y uno de sus grandes aciertos es situar la acción dentro de un tiempo histórico que no remite a la pieza original, ni en un presente tan próximo que requiera a la obra cambios significativos. Otro de sus grandes desafíos fue llevar a cabo una puesta que se mantienen en escena, nada más ni nada menos que 180 minutos. Toda una osadía frente a una contemporaneidad que digiere de manera frenética sin masticar. Pero esta versión de Szuchamcher y Lauto Vilo presenta un doble logro; por un lado mantenerse fiel al espíritu de la obra, mientras que por el otro, se busca “democratizar” la historia para de esa forma afrontar una función que noche tras noche tiene la enorme obligación de llenar 900 butacas. Para salir airoso, el director decide modernizar el contexto y situarlo en el ambiente político de los años 20, mientras que en paralelo se inclina por mantener intacta la fidelidad de los textos. A través de ese doble juego, el velo que otorga la distancia permite redescubrir por qué Hamlet es una obra icónica que nos habla a través de las décadas sobre nuestra desvalida humanidad.
Pieza que es reconocida por presentar una estructura acéfala (a diferencia de otras obras más tradicionales de su autor), plagada de ambivalencias, monólogos encriptados, y la presencia de uno de los personajes más complejos de toda la modernidad. En ese aspecto, si ya presentar un clásico tan emblemático es todo un desafío, mayor aún será la tarea de encarnar al atormentado príncipe danés. En esta ocasión es Joaquín Furriel quien se ponga en la piel de Hamlet en una interpretación potente, pero que a veces se pierde en las medias tintas. Sin embargo, haciendo gala de toda su experiencia actoral a medida que la trama avanza se empieza a vislumbrar los vestigios de lo que puede llegar a ser, con el tiempo, una actuación memorable. En ese contexto, la obra se asemeja a un lienzo que va a ir figurando en esa transición el quimérico proceso de mutación que siempre representa el teatro. Esa increíble sensación de estar ante la semilla de algo que con el tiempo, y las funciones, cada vez se articulará de manera más orgánica y armoniosa.
Representación que tiene todos los elementos para hacer de esta versión una obra sobria y contundente. Para lograrlo, Furriel deberá encontrar la manera de salir por momentos de su anti-héroe enojado y siempre al borde del abismo, para hallar en el camino al Hamlet bromista, al sádico, a ese príncipe idiota que desdeña a la humanidad y al mismo tiempo quiere salvarla de su propia destrucción. Misión en la que será capaz de poner en riesgo su propia vida, y la de los que lo rodean, solo para arrojar un poco de luz a la oscuridad… o como forma de impulsar un pacto de paz sobre sus propios demonios. Eso quedará a criterio del espectador: si decidirá castigarlo por la dimensión de sus crímenes o perdonarlo por la contundencia de sus motivaciones.
En ese mismo lineamiento, los personajes secundarios deberán entrelazar sus múltiples complejidades para no desdibujarse. Caso aparte es el de Polonio, interpretado por un magnífico Claudio Da Passano. Personaje que con la enorme responsabilidad de liberar tensión frente a los momentos dramáticos, en paralelo se presenta como un pobre diablo que hará todo lo posible para preservar a sus retoños de la locura que azota al reino. Un hombre que recuerda que cuando no se pertenece a la clase dirigente, no se tiene más remedio que obedecer y de vez en cuando sí se puede: reír, como el único medio posible para sobrellevar lo insoportable.
Obra que no deja sin embargo de impactar gracias al acierto de sus actores en momentos fundamentales de la historia, y de una escenografía que los potencia; aludiendo a una vida que no es más que un teatro dentro de otro, una de las tantas representaciones de lo posible… y es ahí donde cada uno de los personajes deberá cuestionarse si es que el mundo para ellos funciona como una cárcel o es un lugar en vías de recuperación. Será en todo caso en la odisea de cada una de estas criaturas donde se averiguará al filo de su existencia si vale la pena ser o no ser. Y es en ese ejercicio reflexivo donde se verá un espejo directo hasta nuestros tiempos, viaje que ningún espectador debería desaprovechar, más allá de los tropiezos y lo sinuoso del camino.
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Hamlet se presenta en el Complejo Teatral General San Martín (Av. Corrientes 1530, CABA), de miércoles a domingo. Más información.