Otra vez lunes. Crónica autómata es un lenguaje. Es teatro, pero también es danza. Es teatro físico y crónica. Es la representación de la cotidianeidad y de ese vaciamiento de lo humano y de lo singular en la sociedad masificada. Es una historia particular que se aglutina con la vivencia insoportable del día a día. Es una obra donde los límites entre ficción y documental se exponen borrosos y se van amplificando a medida que cada espectador puede reconocerse en ese relato. Crónica de un autómata o de varios; crónica de todos nosotros: hijos del sistema capitalista, dependientes de los vagones de subte o tren apelmazados de más gente como uno, maratonistas profesionales de las veredas de las grandes ciudades, desgarrados por historias de amor que terminan en desamor, angustiados por no poder destacarnos con nuestras singularidades sin recurrir a las particularidades que exige el sistema.
Pablo Calmet (iluminación) y Paula Cortona (asistencia de dirección y escena) entendieron bien que el foco debía dirigirse hacia el despojo espacial para que la iluminación pudiera jugar con los cuerpos, matizando los focos dramáticos. Es por esto que la escenografía es bien minimalista, si no desnuda: un escenario vacío en el que los cuerpos y los movimientos son la escenografía. Esa masa de personas que se desplaza por el espacio a gran velocidad, con el ceño fruncido y la vestimenta uniforme, es la que marca el pulso de la música (esa misma que resuena en los auriculares de los caminantes mientras se intenta llegar de un lugar a otro, evitando la contaminación sonora que proviene del caos diario) y es la que carga de imagen y potencial a ese escenario, que se presenta como espacio armonioso y tranquilo hasta que es habitado por esas personas, en estado de alerta permanente.
Con dicho enfoque se propone volver la mirada hacia la ya mitigada conversión del hombre en máquina (esa que ya advertía Marx a propósito de la revolución industrial y que fue posteriormente recuperada por los grandes post-estructuralistas Guattari y Deleuze y fue puesta en la mirada de grandes intelectuales del siglo XX) que fue desplazada por las grandes teorizaciones sobre la tecnología humanizada, característica de nuestro siglo. Se olvida a menudo que la actual problemática del aislamiento y la pérdida de singularización provocada a gran escala por la tecnología, no es sino una consecuencia del hombre industrializado: ese hombre-obrero alienado por el trabajo termina por alienarse con la tecnología.
Las escenas de la vida cotidiana retratadas en la crónica autómata son fiel reflejo de la sociedad de masas desarrollada por la Escuela de Frankfurt que da cuenta de cómo los individuos se alienan por la cultura industrial, los mass media y la proletarización. A esto se le suma la mediación de la tecnología móvil o portátil que no hace otra cosa que prolongar en el espacio y en el tiempo la retracción del individuo respecto al entorno, habilitando la interacción exclusiva con otros individuos que se mantengan conectados a través de esa misma red tecnológica. Las actuaciones de Marianela Avalos, Fernando Del Gener, Nicolás Dezzotti, Florencia Lamas, Omar Morón, Delfina Oyuela, Josefina Rotman, David Subi y Marivi Yanno ilustran magistralmente la superficialidad con la que los individuos interactúan en el cara-a-cara, mientras que las reflexiones personales de cada uno son ricas en contenido (la intrusión de la danza se presenta como vía de descarga expresiva y sensorial al inhabilitarse la palabra).
Uno de los disparadores que asienta la hipótesis es la historia de desamor entre un personaje y una tal Romina, que puede ser cualquiera de las mujeres con prisa que merodean por la ciudad. El encuentro entre ambos es tenso y desesperante: las palabras se contienen por no poder expresar esos sentimientos desbordantes que los toman; palabras de amor, palabras de desamor, palabras de adiós, palabras ofensivas, palabras de perdones y agradecimientos. Esas palabras son afectos y sentimientos tan fuertes (culpa, amor) que terminan por reprimirse para no sufrir el silencio, para no afectarse por la indiferencia, para no sentir el rechazo. Eso mismo que sucede en el encuentro entre Romina, la desamorada que deja a su pareja sin decirle ni una palabra y su expareja que la busca para decirle todo lo que no pudo expresarle en el momento de su partida, es lo que Pablo Bellocchio (dirección y dramaturgia) y Cecilia Grüner (dirección general) observan en las conversaciones ordinarias; esas charlas entre sujetos llenos de palabras a la espera de ser devorados por otros sujetos que dirigen su hambre hacia la multiplicidad de palabras, imágenes y fragmentos recopilados en la web. Nada más lejos de aquellas charlas de café inherentes a la ciudad de Buenos Aires, allá, por los años 1960-1970.
Y nada más cerca de Tiempos modernos: la gestualidad se desvirtúa a medida que la exigencia laboral se profundiza. Las sonrisas obligadas, la censura de las reflexiones individuales, la clausura de la vitalidad y el potencial creador en favor del trabajo mecánico y repetitivo hacen que las personas se despersonalicen y terminen por perder la razón, si no la salud mental acarreando problemas físicos. El mundo capitalista que se ocupa de contaminar de falsos deseos las cabezas de los sujetos, se ocupó también de fabricar una red infinita de información (y desinformación) que genera una dependencia de los dispositivos tecnológicos en tanto: estar conectados con la realidad supone estar conectados virtualmente; y en tanto éstos son imprescindibles puesto que satisfacen necesidades y despejan cualquier inquietud que surja en cualquier momento y lugar, acopiados como una extensión de nuestra capacidad intelectual. Cuanto más vemos, más queremos y el círculo vicioso hace difícil la separación de las palabras, las imágenes y los fragmentos que hablan por nosotros.
Lo antedicho se traduce en ambición haciendo que los sujetos que se presentan primero reacios a la superficialidad del dinero y los lujos que éste acarrea, a las nuevas tecnologías, a las actividades de dispersión donde se difunden las drogas para salir de la anestesia cotidiana y encontrarse con las sensaciones, percepciones, la introspección y la desinhibición, terminen por ser víctimas de un proceso análogo al de secularización, cayendo en la mutación del sujeto en mercancía, donde éste se deshumaniza y encuentra sus palabras en los discursos ajenos.
Recorte de un boliche de música electrónica con todos esos cuerpos diluidos; tráiler de la estrategia de venta de las personas (personas que deben vestirse con onda pero acordes, sonreír a tiempo completo y seducir constantemente al prójimo); esteros accidentados por la frenética idea que desde el siglo XX nos atraviesa: somos objetos de consumo y consumo de objetos. Y lo que trae la felicidad no es otra cosa que ser codiciados por todos y todas, así como lo es la mercancía. Chau al amor, ese camino no lleva al placer.