Hay veces en que el tiempo se empeña en volvernos hacia atrás. Claro que no por eso éste obligue a que uno retroceda, sino que es un volver teórico e indefectiblemente imaginario. No hay acto que le permita a un ser humano retroceder, mas sí hay una acción en ese volverse hacia otro tiempo que permanece abierto, como una hendija, siempre presente. El tiempo no retiene pero el humano sí; y las imágenes (de un acontecer siempre idealizado en su posteridad vuelto recuerdo) se fijan en la memoria en formato de fragmentos testimoniales que pujan por actualizarse.
El gato no vuelve a casa –con dirección y dramaturgia de Nahuel Martínez Cantó y asistencia de dirección de Luciana Taverna– es una obra que desde la concepción de la puesta en escena le da vueltas a la cuestión del espacio-tiempo: la redistribución del espacio de la sala teatral hace que las gradas queden en un costado de la escena mientras la frontalidad con la representación sucede donde generalmente se arma la escenografía; el gato se fue y no se sabe si va a volver pero hay una esperanza continua y una atención constante puesta en que éste regrese; lo que aconteció se narra y lo que acontecerá se anuncia. No hay posibilidad de viraje en las acciones anunciadas y, sin embargo, hay un intento por recuperar otro tiempo (pasado) para remover y completar al presente reciente, o a esa presencia actualizada que bien podría denominarse presentidad.
La escenografía –de la mano de Macarena Hermida- es mecanicista y auxiliar a la acción. Es la iluminación (a cargo de Gustavo Reján) la encargada de crear las atmósferas de naturalismo y remembranza. Los espacios virtuales son dos, con subdivisiones: el exterior de la casa, donde los personajes se encuentran y se despiden, y las habitaciones de la casa que no son el espacio de la representación pero se evocan (cocina, baño y dormitorio). Interesante es la propuesta escénica en torno a las imágenes: hay momentos en que la acción se sucede como dándole la espalda al público, coartando la percepción. Los personajes hablan en el exterior de la sala, por lo que se anula la visión de la acción en la representación. El efecto que produce en el espectador es maravilloso: éstos se inquietan e intentan agudizar su oído para no perderse de nada, pero la sensación de no poder apresar las imágenes es conmovedora. De la privación de la vista se desprende la intención de pensar a la imagen como impresión fotográfica de la mente, como aquello que abre un campo dilatado y confuso a la vez; un espacio que es finito pero permanente, y que se siente aprehensible. La presentidad, ese estar ahí actualizándose, no es sino ese conglomerado de impresiones sensibles que se retienen en las imágenes, formando ese espacio al que se puede volver la mirada para ver una y otra vez aquello que, se supone, podemos repetir.
La historia comienza a desenvolverse a partir del encuentro de Leandro (interpretado por David Subi) y Natalí (encarnada por Julieta Timossi), encuentro que simula ser azaroso pero se va achicando en coincidencia a lo largo de la obra. Natalí está terminando de guardar sus pertenencias en cajas de cartón para dejar lista su huída hacia Carhué, donde su novio la espera para empezar a vivir juntos en esa ciudad donde él trabaja hace poco tiempo. Leandro toca la puerta del hogar desdeñado por Natalí, su novio y su gato (que es la casa a la que va a mudarse tras la ida de Natalí), y mientras ella vacía el hogar él la acompaña en sus últimos preparativos. Toda la obra se desarrolla en torno a esa acción que queda suspendida en las anécdotas que se van contando, como si recién se conocieran.
Pero Leandro y Natalí se conocían de un tiempo pausado por el desencuentro. Los recuerdos que tienen de la noche de verano en la que se conocieron se representan dentro de la representación en dos momentos: uno es meramente sugestivo y el otro funciona como catalizador. La reacción inmediata de Natalí es la negación: no concibe la idea de desintegrar su actualidad para ponerse en los pantalones de aquella joven que, enamorada y esperanzada, terminó por resignarse a la demanda de ese amor que un día conoció; Leandro, por el contrario, no quiere olvidar de nuevo.
Pareciera ser que la obra está signada por un tiempo suspendido, un tiempo alejado que nos es siempre próximo y que flota entre los accidentes cotidianos: eso que llamamos nostalgia, y que no es otra cosa que el refugio en la memoria que opera como resguardo y se filtra como grito. ¿Se puede revivir un recuerdo más allá de las imágenes? ¿Es posible el encuentro con ese tiempo trunco? ¿Existe acaso un corrimiento de la línea temporal que haga posible el retorno hacia el hecho convertido en ruina? El correr del reloj arrastra a Natalí a pensar que es mejor arrasar con aquello que no pudo ser. Ella intenta contener su nostalgia a la vez que se apresura en su accionar para no quedar paralizada por ese tiempo cercenado, al que perteneció en algún momento junto a Leandro.
No obstante, hay un momento bisagra en el que Natalí se rinde ante sus esfuerzos por pisotear la noche en que ambos se conocieron: le cuenta a Leandro una anécdota de sus años como docente de plástica; ella les había relatado a sus alumnos una historia sobre dos gatos -habitantes de un mundo gatuno- que estaban profundamente enamorados. Un día el gato le dijo a la gata que debía irse a otro mundo a seguir su vida y que quería que ella lo acompañara en esa aventura, pero la gata no quiso abandonar su mundo gatuno por aquel otro mundo y, entonces, le dijo: “Mientras veamos la misma luna, vamos a estar juntos”. Aquella inocente historia es una bella metáfora de la nostalgia. Y es, por sobre todas las cosas, la ternura que Natalí siente por aquel Leandro que conoció años atrás y que nunca dejó de sujetar.
Que el gato no vuelva a casa, según Leandro, es consecuencia del desamparo. Es –digo- consecuencia de la disolución del encuentro amoroso, del abandono de calidez, del destierro. El gato es metáfora y metonimia: siente esa ausencia anunciada (que ya es presencia en la piel de Natalí) y huye, como ella, de un tiempo que suspende para olvidar pero que en realidad no hace más que fijarse y sostenerse en la memoria para siempre.
La nostalgia, pues, supone esperanza; y, al contrario de lo que se piensa, el tiempo no puede sino sujetarse. O como canta Leandro a la par de su guitarreo: “Un día nos encontraremos en otro carnaval, tendremos suerte si aprendemos que no hay ningún rincón, que no hay ningún atracadero que pueda disolver en su escondite lo que fuimos, el tiempo está después” (letra de la canción “El tiempo está después” de Fernando Cabrera). Porque por más que las imágenes sean confusas y se trastoquen cada vez, siempre vuelven hacia uno y chocan contra los accidentes para encontrarse en un tiempo trunco, que no es el suyo, y que entonces el encuentro sea siempre desencuentro.
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El gato no vuelve a casa se presenta todos los viernes a las 23hs en Teatro Polonia (Fitz Roy 1477, CABA).