Juste la fin du monde es considerada la obra maestra del dramaturgo francés Jean-Luc Lagarce, quien supo –siguiendo la dramática brechtiana– repensar la parábola del hijo pródigo haciendo foco en evidenciar a los sentimientos y a las pasiones como artificios sociales. Apenas el fin del mundo es la obra dirigida por Florencea Fernández (con asistencia de dirección de Dalila Serebrinsky) y basada en la composición teatral de Lagarce. Se presenta una primera cuestión: ¿por qué “apenas” y no ya “tan sólo”, “sólo” o “justo” – como ha sido traducido en diversas oportunidades? Quizá lo que se representa en esta obra es un esbozo de esa pieza teatral que el dramaturgo francés creó y quizá, también, sea solamente eso lo que se puede recuperar tras reponer obras escritas por otros.
Sea como fuere, retomar la parábola del hijo pródigo no es nada nuevo. Tanto en literatura como en cine, teatro, ballet y artes visuales se ha desmenuzado dicha escena bíblica. Lo atípico es el modo en que esta obra rearma el hecho como acontecimiento y retruca la repartija de roles y sentimientos convenidos en la religión. Se cuestiona sobre la moral, sobre el hijo y sobre el padre, sobre las pasiones y sobre los determinismos sociales. Ya no es el padre el que acoge al hijo en su seno con misericordia, como se ve en El retorno del hijo pródigo de Rembrandt, ni es el hijo pródigo el que viste harapos. Tampoco existe aquí la pena en la atmósfera familiar por ese engranaje considerado perdido.
Si bien el hijo (en este caso Louis) deja entrever su arrepentimiento por su larga ausencia en pequeños gestos –el silencio frente a la sentencia de su familia y el intento por recuperar los lazos familiares a través de un pasado sepultado– no hay una intención por ser reconocido en esa aflicción, sino que es él quien tiene la tendencia a concederle el perdón a su familia. La vergüenza pasa a ocupar el núcleo familiar mientras que Louis se exonera convirtiéndose en espectador y testigo de su propia escena previa a su muerte, observando con distancia y extrañamiento las conductas naturalizadas de esas personas que comparten su sangre.
La escenografía realizada por Sofía Cobas Alè en tensión con la iluminación y el vestuario (de la mano de Toía Béhèran y Sofía Davie) ilustran de manera ejemplar el escenario pueblerino al que Lagarce refiere y ahondan en el duelo anticipado de Louis por su familia –y no a viceversa- con una (a)puesta en penumbras pero focal (la iluminación acentúa los espacios divididos en los que los distintos personajes se mueven con un proceder casi imperceptible). De este modo, la representación funciona como metáfora de la trama. Pero no es solamente la escenografía la que apela a la construcción material de los sentimientos puestos en juego; el díscolo hermano de Louis (Antoine) se arremete contra él y contra su hermana (Suzanne) por querer desenterrar un amor irrecuperable por un tiempo que fue profanado, ironizando la profunda tristeza que fecundó la partida de ese engranaje familiar.
La obra pone en evidencia cómo ese tiempo perdido no es así inabarcable. El retorno de Louis colisiona con el abandono de esas personas que se han hundido en la planicie de un pueblo; pero la presencia es tomada por una ironía y se vuelve ausencia en una notoria posibilidad de no ser borrado. Todo está pensado en condescendencia con el tiempo que pudo haber sido y que puede ser, pero no es: las actuaciones de Santiago Cirio, Sara Córdoba, Guido Napolitano Rodríguez, Rosario Ruete, Bruna Sambataro hacen eco de esa expansión agónica con un accionar suspendido, que se identifica de entrada a la representación.
El hijo mayor es unido siempre a una urgencia de responsabilidad. Pero Louis es vivido como una figura de abandono que se libera de sus súbditos en ese acto. La emoción por recibir al hijo pródigo del exilio se desvanece a lo largo de un día que transcurre en el seno de esa familia unida, en la que él ya no está incluido. Se le ruega la aprobación de los integrantes familiares como si fuera él el que encarna al padre misericordioso; pero no se le permite contaminar ese núcleo que ha sido relegado de su vida por elección propia. Lo destierran, para cerciorar su destino. “Apenas”, entonces, indica un fin que se prolonga para llegar a término casi sin dejar huella.
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“Apenas el fin del mundo” se presenta en El Portón de Sánchez (Sánchez de Bustamante 1034, CABA), todos los viernes a las 20.30hs, hasta el 2 de junio.