¿Cuál es la diferencia entre el violín y la viola? El primero es un pequeño y delicado instrumento de cuerdas que hace resonar suaves notas agudas; el segundo es grande, de sonido más bien pesado, molesto y grave en comparación con el violín. Por lo menos, así lo define la “fea”, el personaje de la última obra de Mauricio Kartun, y de esta misma manera se siente: como una viola destinada a recibir la peor parte.
De esta base parte La suerte de la fea: una mujer que se siente fea siempre está comparándose con la linda, con la fina, con la elegante, con la sensual, con la que todo lo puede sin siquiera tener alguna habilidad más que consagrarse como la bella. La fea tiene claro que debe ser la mejor en algo, ya sea como abogada o como violista, tiene que resaltar. Porque lo que no tiene de linda lo tiene de…
A partir de este instrumento de cuerdas, que funciona como el álter ego inocuo que la fea sostiene hasta casi la mitad de la obra, comienzan a hacerse visibles los distintos planteos de tipos sociales e ideológicos que se hilvanan tiempos inmemoriales hasta la actualidad. Por un lado, no se nace siendo linda o fea sino que es a partir de la mirada que uno construye partiendo de la mirada ajena, de las sobre determinaciones en que quedamos atrapados y de los distintos estereotipos tendenciales que terminan en ser nominales, que la linda se sabe linda y la fea se siente fea.
Kartun tiene un excelente manejo del lenguaje teatral. Sabe cómo darle vida a las palabras y cómo poner en movimiento la imaginación a través de ellas. El discurso que se sostiene en los 45 minutos de representación es de una sutileza tan analítica como poética. No hace falta decir todo ni mostrar todo, leyendo entre líneas se visibiliza la crítica socio-cultural que enmascaran el drama y la comedia. No obstante, las palabras pomposas y rimbombantes del texto teatral no sólo nos reenvían al teatro isabelino, sino que bien intercaladas y bien interpretadas pueden hacernos atender al meollo de la cuestión.
No es un vocabulario elegido de manera arbitraria sino que marca un estilo –y una crítica- de época: la obra retrata a una mujer que se sabe fea desde muy joven ya que su madre se encargaba de que lo supiera y es por ese motivo que entrena su voz para que al menos una parte de ella fuera linda. Pasa horas escuchando voces agudas y delicadas como el sonido del violín para imitarlas y educa su vocabulario para imponer finura. Luego aprende a tocar la viola y decide incorporarse a las típicas Orquestas de señoritas que se acostumbraban hacer en el siglo XX, donde hermosas y sensuales mujeres desplegaban todo su carisma y erotismo sobre el escenario, mientras imitaban los movimientos de ejecución de distintos instrumentos que jamás tocaban. Las feas eran quienes ejecutaban la música, escondidas en fosos o en bambalinas y la suerte de la fea que nos cuenta esta historia, no es mejor que la del resto de las feas.
Lo cierto es que el léxico funciona linealmente ilustrado y diplomático pero se ve irrumpido por repetidos –aunque no constantes- sobresaltos, en los que las puteadas y la vulgaridad no tiemblan al aparecer aunque nuestra fea se vea intimidada por dejarlas salir. La fea en escena, interpretada por la espléndida Luciana Dulitzky, nos cuenta con pasión y melancolía sus noches de intérprete bajo el escenario, en las frías sombras del foso, mientras da rienda suelta a sus dotes de violista y crea el telón de fondo para que se luzcan las hermosas figurantas.
Su suerte cae en desgracia desde el momento en que se proyecta en una de las sensuales mujeres: deja a su álter ego de lado para hacerse a imagen y semejanza con la danza de la figuranta que interpreta su música. Nos cuenta cómo aparece en escena dentro de la Orquesta de señoritas una mujer por demás atractiva, que será futura bailarina de la música que nuestra fea toca. Lo que ella no se imagina es que la nueva figuranta, además de bailar su música será su musa inspiradora, aquella que le hará dar rienda suelta al poder dionisíaco de la música.
Podemos pensar que el monólogo nos remite a Nietzsche con la simple pronunciación de la palabra “apareamiento” –más aun teniendo en cuenta el marco teórico-práctico en el que nos vemos inmersos. Es nuestra fea quien cuenta el comienzo de un apareamiento entre Apolo y Dionisio que se torna incontrolable. La danza lujuriante y la música obscena se hacen una sola mientras dejan a cada hombre expectante, exhausto y jadeante.
Pero como es de esperar, el final trágico acecha en cada gesto que realiza Luciana Dulitzky mientras nos relata la historia. Empieza a contarnos cómo la perfecta figuranta comienza a toser sangre –y se nos hace imposible no remitirnos a la increíblemente hermosa Satine, estrella de cabaret en la película Moulin Rouge!, interpretada por Nicole Kidman– y el proxeneta al que nuestra intérprete siempre se está dirigiendo aunque a éste debamos imaginarlo debajo del escenario, no hace otra cosa que exprimir a la bella figuranta acelerando su muerte mientras pensamos “the show must go on”.
La muerte se produce también en el espacio de la representación. En ese momento el violista que se encuentra en el margen izquierdo de la puesta en escena, en la penumbra, deja de hacer sonar su instrumento de cuerdas y toda fuerza estética queda en silencio y completa oscuridad.