A lo largo de su filmografía, Sean Baker ha abordado la vida y las peripecias de la clase trabajadora estadounidense y la destrucción del mito del sueño americano. Anora no es la excepción. Esta vez, nos inserta de lleno en el mundo de las trabajadoras sexuales para contarnos una historia de desilusión.
El nuevo film del director se centra en Ani, una joven bailarina erótica que tiene la posibilidad de trabajar para un joven ruso millonario que, además de mostrarle una vida de lujo, le pide casamiento. Ani se ve envuelta en una suerte de road movie por la ciudad de Nueva York mientras busca a su marido e intenta salvarse de la mafia rusa junto a tres hombres desconocidos.
Baker incursiona en el humor, un elemento prácticamente ausente en sus films anteriores. Si bien no estamos ante una comedia propiamente dicha, entre medio del drama realista hay pasajes de comicidad, provocando así la mueca, esa expresión proveniente del grotesco frente a situaciones que son tragicómicas.
La temática de trabajadores sexuales es una constante en casi todas las películas del director –Red Rocket, Tangerine y The Florida Project-, pero en Anora se profundiza aún más. Con una lógica videoclipera que recuerda a películas como Spring Breakers o The Bling Ring, esta película oscila constantemente entre la exhibición del lujo y las carencias.
Siempre hay algo seguro en las películas de Baker: las cosas no van a salir bien. Esa idea del sueño americano que propone que todos tienen las mismas oportunidades, que Estados Unidos es la tierra donde todo es posible y que la meritocracia es la respuesta a todo, en el cine del director queda derrumbado y pisoteado desde un realismo rabioso, aunque con una estética que abreva del lenguaje de Internet y las redes sociales.
Baker es un cineasta moderno, sin ningún tipo de nostalgia por tiempos pasados. Tampoco acude a los artificios del cine más taquillero, sino que concentra sus historias en sus personajes y en los espacios que habitan. Justamente, sus películas suelen mostrar el lado B de las ciudades estadounidenses, en este caso Nueva York.
Por eso, no hay lugar para las tomas clásicas de Times Square, Broadway o las fachadas más turísticas de la Gran Manzana. Por el contrario, la trama tiene lugar en tugurios, calles pequeñas, comedores de corte popular y el gran contraste de una casa de lujo a la que ninguno de los personajes pertenece.
En los cuatro personajes que inician la búsqueda del millonario adolescente ruso hay un lazo que se va haciendo cada vez más fuerte, básicamente por una condición de clase. Sin embargo, parecen mantener la frialdad de saber que todo es pasajero y que lo más importante es la supervivencia.
Por momentos, Anora cae en algunos clichés de películas que ostentan el lujo de millonarios o la vida desenfrenada adolescente, pero su final remonta cualquier flaqueza del guion y repetición que ofrezca la trama. Para esto también fue fundamental la interpretación de Mikey Madison, la protagonista que se pone al hombro un film que no ofrece grandes actuaciones excepto la suya.
Posiblemente esta no sea la película más poderosa de Baker. De hecho, algunos pasajes pueden hacernos preguntar si estamos ante un film abolicionista. Pero la sutileza y potencia del final confirman que estamos ante uno de los directores de cine más osados y fundamentales de nuestro tiempo.