El pasado viernes llegó a Netflix la película El Conde de Pablo Larraín, el director chileno que se hizo un lugar en Hollywood pero que en esta obra se vuelca a una temática local e histórica. El film se presenta como el capricho bien logrado de un cineasta que ya se encuentra consagrado: una obra de autor, una apuesta de gran despliegue visual y una mirada personal sobre temáticas universales. La nueva película de Larraín -que se estrenó en algunos cines- ya se encuentra entre el pequeño puñado de cintas de autor a las que el gigante de la N apuesta cada año.
“La nueva película de Pablo Larraín es una sátira que retrata un universo en el que Augusto Pinochet es un vampiro de 250 años que, cansado de ser recordado como un ladrón, decide morir“, reza la sinopsis de esta cinta que ocurre casi íntegramente en el mismo recinto: una aislada casa de campo donde viven Pinochet, su esposa y su mayordomo. Luego de haber atravesado diversas eras históricas, el vampiro Pinochet decide morir, por lo que sus hijos se apresuran a conocer la herencia. Sin embargo, entrará en escena la figura de una joven monja -tan seductora como provocadora políticamente-, que hará cambiar de planes al protagonista.
Una de las preguntas que circula y se reformula por las cinematografías latinoamericanas en los últimos años es: ¿cómo narrar las dictaduras? En el caso de nuestro país, la tendencia actual se inclina hacia los años posteriores, siendo el mayor éxito de los últimos tiempos Argentina, 1985 y la reciente Estertor. Así, Larraín realiza una obra de gran osadía porque utiliza la comedia para hablar de una de las etapas más cruentas de la historia chilena. El director toma la conocida leyenda del vampiro e invita a vivir la fábula de que Pinochet aún está vivo, al tiempo que plantea paralelismos entre estas bestias del demonio y el dictador. De esta manera, no se ríe de la historia sino del propio Pinochet, de su familia y de su decadencia final.
El chileno ya abordó la temática de la dictadura en otros de sus films como No, El club y Tony Manero y en cada uno de ellos aportó una visión diversa. En El Conde redobló la apuesta porque se tomó la licencia de hacer un homenaje cinematográfico al Expresionismo alemán y más precisamente a Nosferatu, el film de 1922 dirigido por F.W. Murnau. Así, la película tiene la gran marca autoral de Larraín en lo que refiere a temática y lleva al extremo su estilo formal para llegar a una mayor grandiosidad y perfeccionamiento.
El realizador parece encontrar una somera respuesta a la pregunta de cómo narrar la dictadura chilena. Por un lado, la equipara a otros períodos históricos del mundo en el que el poder se antepone a la humanidad y aparecen esta suerte de monstruos que están dispuestos a arrancar corazones, licuarlos y beberlos en un vaso.
En los diálogos Larraín es despiadado, y la película funciona como una especie de juicio: ¿Qué pasa si pensamos a los asesinos poderosos como criaturas del diablo que recorren la Tierra arrasando con todo a su paso? El Conde muestra una alegoría del poder y la bestialidad a través de un monstruo delicado y que en la actualidad ha estado ligado a la comedia. De hecho, esta película parece recoger algunas influencias de What We Do in the Shadows.
Larraín cumplió el capricho que todo autor puede tener una vez que ya ha ganado su espacio en el cine internacional y que la industria está dispuesta a apostar por su nuevo proyecto incluso aunque se trate de un film, a priori, no comercial. Con valentía eligió la comedia y la sátira para hablar de un periodo sensible para el pueblo chileno y, también con osadía, eligió un lenguaje cinematográfico que podría ser anacrónico. La película tiene sus momentos de caída narrativa, pero rápidamente se recupera para desconcertar al espectador con su desfachatez y su incorrección política, o tal vez con alguna escena poética.