Abril 1985. Argentina. Buenos Aires. A nueve años del inicio del periodo mas oscuro y violento de la historia argentina y a dos de la recuperación democrática con la figura del presidente Alfonsín como nuevo estandarte de las instituciones, comienzan las primeras audiencias a comandantes de las fuerzas armadas en el juicio a las juntas militares por la ultima dictadura. En este contexto de transición, llega a los cines La Historia Oficial, tal vez el film mas icónico sobre aquellos años de horror no solo por la cantidad de premios cosechados internacionalmente sino también por su emergencia en una época en la que todavía había dificultad para hablar de ciertas cosas, aún consideradas tabú.
Dirigida por Luis Puenzo (un realizador en crecimiento que recién filmaba su tercer trabajo), la película relata la historia de Alicia (Norma Aleandro), una profesora de historia de colegio secundario que durante los últimos años de la dictadura comienza a sospechar de la procedencia de su hija adoptiva y la implicancia de su marido, Roberto (Héctor Alterio), un empresario cuyos negociados lo relacionan con altas cúpulas del ejercito.
Con un guión a cargo del mismo Puenzo y la gran Aida Bortnik, La Historia Oficial no solo visibiliza una tragedia que avergüenza, sino que expone la idea de un país partido en dos y en proceso de transición. Es clara la diferenciación y el progreso desde una sociedad ingenua y refugiada en el “algo habrán hecho” hacia el despertar del letargo y el reconocimiento de un horror en el que la complicidad civil fue fundamental. Esa transformación que marcó la primera mitad de la década de los 80 está personificada de forma magistral y muy intimista en la figura de Alicia. Los cimientos sobre los que se sostienen su comodidad burguesa y su negación se ven debilitados a partir de la escena más intensa del film, cuando su mejor amiga vuelta del exilio le confiesa las vejaciones y los mecanismos de tortura a los que fue sometida mientras estuvo cautiva en un centro clandestino de detención.
El mundo de la profesora de historia se desmorona y pone en jaque absolutamente todo en lo que cree. Las evasivas de su marido no hacen más que oscurecer la sombra de la duda y el personaje encarnado por Aleandro comienza a investigar, a preguntar, a recorrer hospitales y a asistir a manifestaciones de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, mujeres en cuyos rostros no puede evitar ver el de la abuela de su propia hija. A pesar de lo estremecedor de su sospecha, abandona su rigidez, se suelta el pelo y empieza a sentirse mas viva. Algo parecido pasa con el entorno que la rodea: sus alumnos empiezan a manifestarse con la euforia característica de una juventud que vivió reprimida y sus propios colegas la alientan a abandonar la indiferencia.
El conflicto representando por el drama de la apropiación ilegal de niños durante los años comprendidos entre 1976 y 1983 no solo es el vehículo a través del cual La Historia Oficial expone esa tensión entre la negación y el saber dentro de un sistema social hipócrita, sino que también es el elemento que funciona como punto de partida para analizar la forma en la que se construye la memoria y la identidad como producto de un relato colectivo. En Alicia, la progresión que se genera a partir de la búsqueda de la verdad no solo intenta redimirla sino que es el germen de una necesidad de conocer la verdadera identidad tanto de su hija apropiada como también la suya, asumiendo su propia responsabilidad con respecto de aquello que comienza ignorando y termina aceptando. Esa progresión es también un ejercicio de consciencia y de memoria que hasta el día de hoy (y en la actualidad más que nunca) continuamos haciendo no solo como individuos sino como pueblo y que se torna imprescindible al momento de leer en los principales medios editoriales que ofrecen una mirada compasiva y de solidaridad hacia represores justamente juzgados o cuando oímos a funcionarios públicos minimizar las consecuencias de los años dictatoriales.
El ultimo plano de la película encuentra a Gaby, la nena de 4 años hija de la pareja protagonista y cuya identidad ya intuimos, sumida en la soledad de un oscuro patio del conurbano mientras canta “En el país de no me acuerdo” de María Elena Walsh. Una visión bucólica pero sumamente lúcida de una injusticia cuya principal víctima no solo es ella sino también generaciones enteras.