Tiempo perdido no solo se trata de lo que sucede, sino también, de lo que no ocurre. Varias de las escenas de la película argentina son más extensas de lo usual, sin embargo, el guion es excepcional y justifica cada plano. El cine comercial se caracteriza, en gran medida, por los planos rápidos y la carencia de contenido argumentativo. La obra de Francisco Novick y Natalio Pagés, es la antítesis de ese tipo de entretenimiento, y es allí donde reside la genialidad.
Agustín Levy (Martín Slipak) es un académico argentino de mediana edad especializado en literatura nórdica que desde hace seis años reside en Oslo. Convocado como uno de los expositores en un congreso, el personaje regresa a Buenos Aires durante algunos días. La trama se desarrolla entre el presente -la vuelta conlleva algunos encuentros no tan casuales- y el pasado.
Muchos pensadores, como Martín Kohan, critican que los profesores de las universidades se parecen cada vez más a burócratas y menos a intelectuales. El doctor en Letras es el perfecto ejemplo del académico devenido en empleado administrativo. Se muestra apático frente a la mayoría de las situaciones y, en tanto puede, rehuye a las invitaciones de otros colegas. Aún así, está expectante ante el reencuentro con un profesor del secundario que lo motivó a estudiar Letras.
Las decisiones motivadas por la impronta de un docente es una temática que se ha abordado en múltiples ocasiones. En La náusea, Jean-Paul Sartre afirma que un existente jamás puede justificar la existencia de otro existente. Los directores parecen haberlo comprendido, y en ese sentido, lograron darle una vuelta de tuerca al reencuentro entre un mentor y su alumno. Como dice uno de los personajes: “Se puede encontrar las respuestas intelectuales a un montón de problemas, y seguir siendo un miserable. La relación entre el mundo y las ideas no es lineal.”
Una de las escenas más bellas muestra a Agustín caminando por una plaza de Recoleta junto a un amor de la adolescencia (María Canale). Ella observa los edificios, y reflexiona: “Mi abuelo decía que no necesitás viajar cuando vivís en Buenos Aires. La ciudad está llena de lugares que parecen de otras ciudades, pero que al mismo tiempo son muy de acá.” La dirección de fotografía a cargo de Delfina Margulis, hace que la afirmación del personaje esté colmada de vida. Si Sartre pudiese hacer un comentario sobre la estética, probablemente afirmaría que en cada uno de los escenarios “nada ha cambiado, y sin embargo, todo parece distinto.” En varias ocasiones aparecen sitios conocidos, pero es como si el espectador paseara por esas calles por primera vez. Por otra parte, sería un error no destacar las referencias a varios autores noruegos como Knut Hamsun y Henrik Ibsen. La elección de los escritores mencionados no es al azar, sino que hay un estrecho vínculo entre la intertextualidad y la trama.
Quizás el mayor logro de Tiempo perdido es la capacidad de los directores para abordar temas complejos como la soledad y el origen de ciertas decisiones, mediante una trama simple y bella. Cualquier persona que vea la película va a entender de qué se trata, y eso logra que sea fácil identificarse y empatizar con los personajes. Quien no haya derramado una pequeña lágrima, que tire la primera piedra.