Todo puede suceder en un set de Matías Aguayo. El DJ y productor chileno-alemán atraviesa diferentes climas y relieves, con una impronta disonante que te conduce hacia los abismos del house y el techno. Pero esta incursión también abre distintas ramificaciones cuando ocupa la cabina para difuminar la luminosidad del pop con la oscuridad del post punk sin menguar los destellos de su sello personal.
Previo a que se desate la pandemia a nivel global, el artista publicó su último trabajo discográfico titulado Support Alien Invasion (2019), con un carácter firme y empapado de sonidos siderales, vocales voladoras y una ola de vibraciones que hacen de la fiesta un ritual que contagia el poder expulsado con cada latencia.
“Lo siento como si fue un presagio de lo que vino después -reflexiona Aguayo en conversación con Indie Hoy-. Con El Brexit, Trump y muchas otras cosas, nos estábamos dando cuenta de que todo se estaba yendo a la mierda. Ese disco fue una llamada medio desesperada a que vengan los aliens ya mismo porque no podíamos estar peor”. Hablamos con el artista antes de su presentación en Buenos Aires este viernes 29 de abril en la fiesta Fun Fun.
¿Cómo te preparás para volver a tocar en Buenos Aires?
La vuelta a tocar ha sido muy intensa porque “después” de la pandemia uno ya no da por hecho que se pueda salir siempre a bailar con amigues. Todo tiene más urgencia. También siento que estoy tocando distinto, hay otra forma de transmitir música y eso ha sido una experiencia intensa. Obviamente, Buenos Aires es muy importante para mí, he pasado mucho tiempo y tengo mucha gente con la que colaboro ahí. Es algo muy especial volver a encontrarse con amigas y amigos de todas partes, con quienes uno estuvo bastante separado y tuvo que inventarse sus maneras de comunicar. Es un alivio tremendo ver cómo crecieron después de una fase traumática de la vida. Todos aprendimos y tenemos algo que compartir, por eso es interesante.
¿En qué sentís que la pandemia afectó al sonido de tus producciones?
Lo puedo ver reflejado en la música que he estado trabajando. Vengo de una música muy bailable, siempre está en contacto con la pista de baile, en un diálogo con ella, y de repente ese diálogo ya no existía. Lo que a mí me inspiraba era improvisar algo en una situación de pista de un club en interacción con el público moviéndose. Y cuando me encontré solo en mi casa en el Estado de Veracruz en México fue muy distinto. Allí hay un bosque de niebla, donde dominaban los sonidos de insectos, pájaros y otros animales más salvajes. Mi diálogo musical se tuvo que mover a otro lugar, hacia un lugar de investigación sonora, de darme cuenta que en la naturaleza hay melodía, hay ritmo, está todo lo que se necesita para inspirarse musicalmente. Me enfoqué en otras cosas. Otra cosa es que en el pasado jamás me gustó crear música a distancia, pero el disco que hice con Julianna, Que si el mundo, fue diferente. Ahí hubo un diálogo musical que surgió de extrañarse e igual avanzar para poder hacer algo. Porque la comunicación digital no me daba mucha satisfacción, pero el disco con Juliana es bastante emocional y tiene el lado más introspectivo de la pandemia, como la idea de tener que preguntarse otras cosas. Fue una comunicación profunda en formato de cartas. Mandas algo y esperas una semana por la respuesta. Quedó muy bonito.
Con respecto a tu inspiración en la naturaleza, hace unos días, Rubio, a quien le hiciste un remix de “Ir”, nos contaba de la importancia de sacar a la música electrónica de su lugar común. ¿Qué otras experiencias de este estilo nos podés contar?
No solo la naturaleza, a mí siempre me atrajo la idea de electrónica o soundsystem que no sea solo para club. Llevar y vivir la música en distintos lugares y situaciones para mí es muy importante. Cuando nosotros hacíamos fiestas callejeras también era otra concepto de cómo llevar la música a un lugar distinto. A mí durante la pandemia me impactó algo que pude hacer, por suerte. En septiembre tuve la oportunidad de trabajar en una cárcel de París. Era un proyecto artístico cultural que armó un director de teatro haciendo talleres de escritura tanto en la cárcel como en albergues. Armó una obra y yo contribuí con la música. Fue rarísimo porque en ese momento aún no había vacuna, pero bajaron los casos en París. Participé en ese proyecto y después se cerró todo. Pero me quedó marcado un momento que fue, más allá de la experiencia de trabajar con gente privada de su libertad y que está en confinamiento hace ocho o diez años, recuerdo que fue mi cumpleaños y me habían preparado un pastel y utilizaron los diez minutos finales para festejar conmigo. Entonces pensé que había que bailar y me puse a ver qué podía poner. Y como la gran mayoría de los prisioneros eran de origen argelino, saqué música pop de Argelia de los ochenta. Los chicos empezaron a bailar y a cantar porque se sabían la letra. Imaginate después de estar siete meses sin tocar y estar en esa situación. Fue muy corta, pero impactante. Uno de los prisioneros se me acercó y me dijo “la última vez que bailé con amigos fue hace ocho años”. Me hizo pensar en todo lo que significa ser DJ y en la importancia del baile. Uno estaba privado de la discoteca, pero había tantos lugares a donde se podía ir. Yo me fui a la naturaleza, o a la cárcel, y encontré inspiración en saber que la música podía estar en cualquier lugar.
Pensando en el lema “Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa”, y teniendo en cuenta los cambios rotundos que vivió Chile tras el estallido social, ¿cuál creés que es el rol sociopolítico de la música electrónica?
Cuando empezó el estallido social a fines de 2019, yo estaba en plena gira europea y me di cuenta que tuve toda mi historia familiar despierta. Quería terminar mis cosas lo antes posible y volver a Sudamérica para pensar de qué manera podía aportar y aprender de lo que estaba pasando, o al menos ser parte del proceso. Cuando llegué empecé a juntarme con diferentes colectivos y ahí investigué cómo se relacionaba la gente del contexto musical. Fue muy interesante porque descubrí lo involucrada que estaba. En ese contexto hay mucho que contar. Colectivos chilenos como por ejemplo Holograma o Baila como quieras han tratado de establecer una especie de protocolo de cómo cuidarse en fiestas y cuidar espacios seguros. Vivir micro-utopías de cómo puede funcionar sin acosos, por decir algo. Obvio que siempre está el que dice “¿cómo te pones a bailar si afuera hay una revuelta?”, esa cosa de escapismo. Pero mucha gente respondía lo contrario. Porque esos espacios se habían vuelto muy importantes para recobrar fuerzas, regenerar energías y volver a la calle. Ahora concretamente hay algo que hice con Maxicat en donde nosotros nos preguntamos cómo podíamos aportar en el sentido musical. Ahí nos pusimos en una situación peligrosa de acustizar escondites públicos con los gritos del estallido mientras la policía estaba vaciando los espacios. Es algo que no puedo contar con detalle, pero me hizo dar cuenta de que uno puede usar la música como un arma en distintas direcciones. Nos acordamos mucho de la película Estado de sitio, cuando suena la música y la policía empieza a romper los parlantes.
¿Cuál es la premisa hacia los productores que forman parte del sello Cómeme?
Siempre nos han gustado la gente fuera de lo común, que hace música dance pero que quizás no siguen un género en específico, sino su propio sonido. También es algo que ha ido mutando, porque los tiempos crean distintas necesidades. Siempre hemos tenido una afinidad por los outsiders.
¿Qué recordás acerca de tus inicios en la escena electrónica de Alemania?
La perspectiva de Colonia en los noventa es muy distinta a la de Berlín. En Berlín pegó mucho la cosa de Detroit y en Colonia había una afinidad con Chicago y Nueva York que permitió una afinidad más pop y queer. No había tanta gente haciendo música y fue un momento muy especial. Más allá de las fiestas, lo importante eran los lugares de encuentro social, sobre todo las tiendas de discos. Lo interesante era que la música solo existía en vinilo, y era un lugar donde la gente no solo iba a comprar discos, sino a escuchar, a armarse un porro, a tomar un café. No era tanto una pista de baile, era más como un bar con buen sonido donde los DJs tocaban en un sofá. Lo que me gustaba de Colonia es que estaba muy concentrado en lo local. La gente quería escuchar música de Colonia. No les interesaba tanto lo demás, decían que si tenían buenos DJs para qué iban a escuchar a alguien de afuera. Fue una escena muy local que pudo crear su propia identidad sonora. Y a sus vez desde muy temprano se contactó con Buenos Aires. Hubo un momento muy interesante en que la gente de allá empezó a escuchar música de Colonia, y allá la gente se empezó a dar cuenta que existía un Gustavos Lamas o un Leandro Fresco.
¿Cómo surgió la idea de llevar adelante una fiesta como la Boom-Boom Box en aquel entonces?
La Boom-Boom Box resultó de la precariedad que hubo en Buenos Aires después de Cromañón. Con algunos amigos nos paramos afuera de Niceto a escuchar música y de repente se unieron más a bailar. Nos dimos cuenta que podíamos hacer fiestas espontáneas en la calle, que nosotros empezamos a llevar por distintos lugares en Sudamérica. Eso obviamente inspiró un sonido, que ahí volvemos a lo mismo: la protesta y las calles. Cada lugar inspira para hacer cierta música. En la calle un tema minimal oscuro no va a funcionar, sí en una discoteca con un buen soundsystem, pero la calle requería de otro sonido. De ahí surgieron varias ideas de ese contexto.
Matías Aguayo se presenta este viernes 29 de abril a partir de las 24 h en la fiesta Fun Fun en Uniclub (Guardia Vieja 3360, CABA) junto a DJs Pareja y Loló Gasparini, entradas disponibles a través de Alpogo. Escuchá Que si el mundo en plataformas de streaming (Bandcamp, Spotify, Apple Music).