Siempre pensamos que en los 90 habíamos perdido todas las esperanzas. Sin embargo, hay un tema de los Smashing Pumpkins que se llama “Thirty-Three”, en el que Billy Corgan dice que “el amor puede durar para siempre”, incluso cuando el disco se llama Mellon Collie and the Infinite Sadness, y salió justo después del suicidio de Kurt Cobain.
Para esa posibilidad de un amor eterno, Billy inventa una imagen imposible: la de unos cisnes que jamás descienden a la tierra, se mantienen para siempre en vuelo. La imagen imposible sirve como soporte de lo posible. Ahí salta la ficha. El amor no dura para siempre y la imagen que funciona como símil de su eternidad termina traicionando y deschavando esa misma idea al revelar su total imposibilidad e incluso su ridiculez: intuimos que los cisnes, a la larga, se cansan de tanto aletear y bajan a la tierra. Esa es la cruda realidad.
No toda la vida vamos a estar juntos de Juan Gabriel Miño parte de una especie de desencanto realista postnoventoso. El título es ya una declaración de principios, como si dejara atrás una zoncera criolla, una pavada que alguien nos vendió como la copia berreta de un Windows emocional que se tilda todo el tiempo. No funciona, no es así, hay que desinstalarlo.
Y entonces viene la pregunta: ¿se trata de un título mala onda? Todo lo contrario: sentir que, en un parpadeo, podemos perder a las personas que amamos, es absolutamente liberador por la sencilla razón de que no hay garantías, nada está dado de antemano. Hay que laburar afectivamente para estar juntos, hay que desear estar juntos cada segundo, porque como dice Oscar Hahn en el remate mortal de un poema: “detrás de todo gran amor la nada acecha”. Estar juntos nos convierte en el Atreyu de La historia sin fin: libramos una batalla contra la nada.
En los poemas de Juan Gabriel asistimos a esa batalla. Ese es el cuadrilátero de su poesía. Durante su lectura, uno no puede dejar de imaginarse a este poeta no tan pendejo como el héroe carilindo de La historia sin fin, una especie de Atreyu en clave punk, un crossover inesperado entre Atreyu y Ricky Espinosa, un niñito escabiado, noctámbulo, un poco más oscuro, un poco menos ingenuo, boyando de bar en bar, con el mismo objetivo que Atreyu: luchar contra la nada, es decir, instalar sentido con urgencia, en el vacío desesperante de los tiempos que corren. Una historia sin fin de birra, zarlanga, bares, noche, terror, policías, desamparo, pesadillas, bebés asesinos, amor, desamor y risas, apatía y euforia.
Pero hay otra batalla que libra Atreyu. Hay una escena demoledora en la que su caballo, Ártax, muere hundido en el pantano de la tristeza. A muchos de nosotros, esa escena nos traumó para siempre y nos dejó un raro y tonto dolor arraigado en la vida. Personalmente, llevo a Ártax tatuado en mi brazo izquierdo, hundido en el barro, con la leyenda de la última frase que Atreyu le dedica. Atreyu le dice a su caballo: “debes luchar contra la tristeza”. Ahí están sintetizadas las dos batallas de la poesía de Miño: luchar contra la nada y contra la tristeza.
Ojo, no se trata de una batalla ingenua. Acá también se juzga toda la política del poema. Porque quien lucha contra la nada y contra la tristeza, como nos advierte Gilles Deleuze, también lucha contra aquellos poderes que necesitan de la tristeza para constituirse. Los poemas de Miño son aceleradores perceptivos, maquinitas de asociar y conectar, de reunir y juntar extremos, una cosa con la otra, plataformas afectivas para hacer amigos, para generar vínculos. Y en este punto, la tristeza es matemáticamente lo contrario al poema: la tristeza es lo que desune, lo que separa, lo que no arma relaciones ni vínculos, lo que descompone en lugar de componer, lo que aparta en lugar de acercar, lo que desmiembra, lo que nos deja solos y sin música.
Y acá es donde el título del libro define toda su carga política: “no toda la vida vamos a estar juntos” significa que en la vida tendremos que hacer lo mismo que hace el poema, es decir, conectar, reunir, asociar, formar nuevos gremios, nuevas amistades, nuevos amores, todo aquello que la tristeza siempre se encargará de desarmar y el poema siempre volverá a rearmar.
Frente a la caducidad de los vínculos, frente a la prescripción de toda relación social, frente a la caída de toda política, la única eternidad humilde a la que podemos aspirar es la de la escritura, la de la poesía. Eso dice una madre moribunda por televisión: “Jamás dejes de escribir”. Muchas veces la vida puede ser una mierda, pero también hay que admitir que a veces un solo poema –un poema de Juan Gabriel Miño– puede hacernos “más feliz que la mierda“, y así terminar cantando a lo loco ese himno hermoso de Flema que dice: “Solo en la cama, mirando al techo/ Sin un amigo, con un Resero/ Pero por esto no he de sufrir, con un poema soy feliz”.
No toda la vida vamos a estar juntos de Juan Gabriel Miño se puede encontrar en Mansalva y librerías.