El primer libro de Eduardo Savino (Buenos Aires, 1994) se divide en 3 partes: La casa paterna, El mundo y La casa propia. Ya desde el inicio cierta desazón domina las páginas, como si hubiera algo en esos lugares perdidos que vuelve como un boomerang a cachetearnos:
Ojalá no fuera inútil
pasarme la noche con la cabeza en el inodoro
como un avestruz
“Lo único que no se pudre/ son las palabras” dice después y en parte es cierto porque en el universo de Los aviones no se caen una suerte de apocalipsis llega para arrasar con la cotidianidad, y ante el presente pandémico es inevitable pensar en las casualidades. Sin embargo, este cúmulo de poemas poco y nada tienen que ver con un virus, porque el miedo más bien yace en el interior, y es en esas construcciones donde la escritura de Savino propicia ceremonias a las que asistimos para contemplarnos a nosotros mismos.
Tuvo que morir:
La certeza
de que algo enorme iba a pasar
por mi vida
como un meteorito que se lleva todo.
Siempre hay decepción.
Como si no hubiésemos imaginado que esas piedras cayendo del cielo iban a extinguir todo lo que existe, francamente, tendríamos que haber sido más fuertes y también mejores.
Es probable que nadie tenga
del mundo
lo que quiere.
Los aviones no se caen es varias cosas: un mundo de plantas y animales intentando comunicarse, un territorio signado por breves aventuras sin principio ni final y una serie de postales urbanas, murales que dan cuenta que afuera hay una ciudad, presumimos que en esa ciudad también hay gente pero no podríamos corroborarlo hasta salir.
De cualquier modo, para qué salir, si acá adentro y a la intemperie se puede esperar una eternidad:
Qué lindo:
las hormigas también se preparan
para darte la bienvenida.
Pongo un pie adentro y no se cae el piso,
no hay ruido de muerte,
nadie dejó la comida pudriéndose.
Cuando llegues
va a haber una casa.