Hoy cumpliría 120 años la escritora que logró captar el rugido extraño e incompresible del mundo; fumadora, incansable, irónica y joven, Silvina Ocampo construyó su identidad narrativa como una persona que busca secretos, descendiendo al mundo de lo prohibido para explotar sus poderes narcóticos, y mantener un delicado equilibrio entre encanto, extrañeza e incomodidad.
En una familia en la que todos guardaban una apariencia estricta y distante como reyes, Silvina parecía producto de algún error absurdo. Obsesionada con los mendigos, constantemente merodeando entre las costureras, los cocineros y las planchadoras, parecía naturalmente atraída hacia lo abyecto y lo ajeno al mundo del resto de los Ocampo.
Es por eso mismo que Las dependencias, el documental dirigido por Lucrecia Martel, narra su vida enfocándose en los testimonios de los trabajadores de servicio de su casa. Quienes convivieron con ella la retratan como alguien que buscaba estar siempre en un papel secundario, alejada de la exposición que le podía granjear su familia, la revista Sur creada por su hermana Victoria y todas sus conexiones.
En La hermana menor, el libro sobre su vida publicado por Mariana Enriquez en 2014, se denuncia que es “el más común de los lugares comunes” pensar que la escritora quedó opacada y empequeñecida por su hermana, su marido Adolfo Bioy Casares o por el mejor amigo de ambos, Jorge Luis Borges. Tras haberla estudiado como un meticuloso entomólogo, Enriquez señala la posición de Silvina puede haber sido más compleja, que esa falta de protagonismo era en realidad una elección que servía a vivir una vida lo más libre y menos estructurada posible.
En sintonía con su forma de vivir, su narrativa fue escandalosa y feroz, y la forma que tuvo de desafiar con descaro la estética literaria se mantiene aún vigente. Tal como destaca Enriquez, en sus cuentos Ocampo se desentiende cada vez más de la trama y de la persona narrativa, avanzando siempre en su prescindencia olímpica de las mínimas convenciones literarias.
Hoy seleccionamos cinco de sus cuentos llenos de imágenes desopilantes e hipnóticas, acaso posibles las unas gracias a las otras.
“La red”
Un sueño extrañamente vibrante, inexorable y exacto, en el que Keng-Su le confiesa a su amiga que, fascinada por su belleza, atravesó un día a una mariposa con un alfiler de oro que se posó en su tocador. Puntitos de alfiler empiezan a aparecer marcando inquietantes pasajes de un libro, afiches donde aparecen mariposas, hasta que los pinchazos se vuelven una amenaza para la vida misma. De tanto acosar a Keng Su en busca de justicia, la escritora logra que las mariposas se conviertan en algo terrible, tenebroso y fantasmal, en un manejo tan preciso de la tensión a nivel narrativo que hiela los huesos del lector y lo captura dentro de su mundo.
“Hombres animales enredaderas”
Calcular cuántos días de provisiones quedan. Fantasear sobre el vino que hay para tomar. Recordar unos ojos con los que podría compartirlo antes de morir de inanición. El protagonista de “Hombres animales enredaderas” pone en evidencia cómo a veces el peligro no reside en la amenaza en sí misma, sino en la atracción hacia ella. Este mundo sinestésico en el que las cenizas grises se parecen al silencio es tan seductor que ejerce sobre el lector el mismo efecto que su trama tiene sobre el protagonista, y lo invita a caer en su propia trampa. Con la belleza paralizante que a veces tiene la pulsión de muerte, uno de los ejemplos más nítidos de la tendencia hacia el desorden y el salvajismo de la hermana menor.
“Mimoso”
Impávida, Ocampo nos arroja en la cara la muerte, el calor sofocante, el veneno, los cadáveres duros al tacto, y aún así, lo peor de todo es lo que no se nombra. En un cuento que Borges detestaba, que le decía que no incluya en ninguna antología, una señora demasiado encariñada con su perro decide embalsamarlo. Tan fascinada está con la idea que lo mete en el bolso cuando no está muerto, no todavía, no del todo. Quien lleva a cabo la tarea le dice “cuando lo vea listo le van a dar ganas de comerlo”.
“Los objetos”
Como en el conocido poema de Bishop, Camila cree que el arte de perder se domina fácilmente, que se puede entrenar perder algo cada día, perder más lejos, perder más rápido, y ninguna de esas pérdidas ocasionará el desastre. De hecho, este relato es la palpable evidencia de que Silvina era, además de cuentista, poeta. La narración oscila juguetonamente entre la forma de historia y la de verso.
En un experimento curioso, el narrador comparte sus dudas en la historia de esta chica que sabe apreciar a las personas, los canarios y otras mascotas por sobre los objetos perdidos. ¿Qué tan insólito sería si fueran apareciendo uno a uno? ¿Sería un alivio? Si las cosas solo son opuestas en virtud de su similitud, Silvina sabe cómo volver esta una verdad alarmante: a través de una suma de felicidades Camila Esky entra, por fin, en el infierno.
“La casa de azúcar”
Si conocieras a alguien que cree que solo puede comer frutillas en el mes de diciembre, que no puede adornar la casa con peces rojos (a pesar de que le encanten), o que algo malo va a pasar por ver la luna a través de dos vidrios, probablemente pensarías que está loco. En “La casa de azúcar”, la cordura es un estatus negociable.
Obedeciendo a esa forma extraña que tienen las supersticiones de confirmarse a sí mismas, un marido se arrepiente de no haber escuchado estas manías absurdas de Cristina, de haberse mudado a una casa blanca que parecía de azúcar, peligrosa y perfecta. Situado en los extremos de la ciudad de Buenos Aires, hay un atisbo del entusiasmo que sentía la escritora por acercarse a los límites (en este caso palpables) en el Puente Alsina, al sur. La hermana menor detalla que estas eran excursiones que hacían con Borges en su juventud, bajo la premisa “hoy nos perdemos”.