Formó parte de Diosque, grabó a La Vida en Familia, giró con Betty Confetti, Benja Ochoa falleció hace pocos días. Su amigo, el músico Aquiles Cristiani* lo despide.
Biografía apurada de Benjamín Ochoa
La primera vez que vi a Benja fue en 1995 y creo que quería parecerse a James Dean. Era el nuevo en el colegio. Venía del Nacional de Buenos Aires pero lejos de las afectaciones con que se caracteriza a sus alumnos, a él lo precedía el fantasma de haber repetido. En realidad, lo estaba evitando cambiándose de escuela a una que aceptara dos previas. Usaba una remera blanca, un sobretodo negro -que sería su marca registrada durante la adolescencia-, jeans también negros y unos borcegos que eran un caldo de cultivo. Fumaba como en una película de la nouvelle vague. A primera vista daba cancherito, aunque esa impresión duró segundos. Era una persona abierta, hasta descarnada con sus propios quilombos. Estaba dispuesto a tocar la llaga si la verdad se suponía ahí. Quizá estaba disfrazado de Albert Camus y no me di cuenta.
Al poco tiempo, ni bien se aclimató en el colegio, empezaron a notarse las ganas que tenía de sumarse a la banda de Francisco Carosi, uno de nuestros compañeros. El tema es que no sabía tocar ningún instrumento y ya tenía quince años. El último Aleph, por su parte, ya era un grupo definido. Ben iba a casi todos los ensayos y, como no era músico, empezó a dibujar mientras los escuchaba.
Los últimos dos años de secundaria, en lo estrictamente musical, fueron pura potencia: Ben moría por tocar. ¿Pero tocar qué? ¿Qué instrumento?
Cuando terminamos la escuela armamos una banda que se llamó Minimal Kraft. Yo estaba harto del tango y del oboe, que era el instrumento que tocaba. La novia de Ben me prestó un saxo tenor y me libró del suplicio. Tomás Barry tocaba los teclados y mi hermano Félix, el bajo. Benja se compró una batería Yamaha, plateada, hermosa, y de un día para el otro, la rompía. Era muy rápida su manera de ir ganando solvencia, de encontrarle la vuelta a los distintos momentos musicales.
Así que por un tiempo, bastante inspirados en Medeski, Martin & Woods, tocábamos por ahí y la pasábamos bien.
El idilio se desvaneció cuando apareció Gustavo Álvarez Núñez. Convocó a Félix y a Tomás a tocar en Spleen, y como esa banda ya giraba por la capital y nosotros éramos unos bebitos de provincia, de un día para el otro nuestro minimal se convirtió en un proyecto abyectum. El resentimiento duró nada. Gustavo no venía a robarnos a nadie sino a mostrarnos un mundo mucho más amplio, y sobre todo, mucho más concernido con lo que pasaba afuera.
Pero también es cierto que Benja y yo quedamos medio a la deriva. Yo volví, casi como rechazado del rock, a la orquesta académica del Colón, y él no sé. O sólo recuerdo que progresivamente fue acumulando equipos y nuevos instrumentos. Vivía en Florida. En un sótano. Había una maqueta de ferromodelismo abandonada por su hermano Mariano que funcionaba como una suerte de mesa distópica. Era un espacio muy copado, con un entrepiso donde él desplegaba dibujos, instrumentos, discos, libros. Un loft adolescente. Bueno, sus padres son arquitectos y la casa era especial.
Volvimos a encontrarnos musicalmente cuando Félix armó una banda para tocar La vida secreta, su primer disco. Ahora Ben tocaba el bajo, y lo mismo que con la batería, desde el primer ensayo tocó firme, siempre empujando la música para que se abra y se revele en su forma más acabada.
Uno de los primeros conciertos que dimos fue en la Semana de la Moda o en la BAFWeek, no sé. No había mucho público, descontando a Pancho Dotto, ubicado en la primera fila, arengando de manera inexplicable. Después del show pasamos a un VIP donde había sushi y modelos y medio que no la podíamos creer. Ben era serio. Siempre disfrutaba cuando una conversación se ponía seria. Le gustaba conversar, mucho, así que en lugar de ir a hablarle a las chicas nos quedamos mudos en un rincón engullendo lastimosamente el catering.
Se desquitó al poco tiempo, en un recital en Niceto, en el lado B. El lugar estaba hasta las bolas. No te podías mover. El escenario era mínimo, el sonido estaba a punto de acoplar. Todavía vibraba el crash del último tema cuando Ben saltó del escenario para transar con una chica de la primera fila. Todo esto en, máximo, quince segundos. Cuando después le pregunté cómo había sucedido, se reía y no sabía explicarlo. Ben era de enamorarse. Así como era serio para hablar, también eran sólidos sus afectos. Quería fuerte, y esa posición y este otro amante expeditivo sólo mantuvieron una relación casual, de una noche.
Continuará, el segundo disco de Félix, lo grabamos en su casa, en el 4B de la calle Amenábar. Ben ya estaba equipado. Su mera presencia en la banda le imprimía al proyecto una dimensión que nos incitaba a ponernos las pilas. Produjo el disco, que terminó de grabarse en Circo Beat, con Gustavo Iglesias como ingeniero, y que contó con la postproducción de Daniel Melero.
En ese momento hablábamos todo el tiempo por teléfono. Estábamos enamorados de esas canciones y de los arreglos espontáneos que surgieron en las sesiones de grabación (fue un disco que no se ensayó previamente). Ben grabó todo en una toma o dos, así que también se metió con los teclados, definiendo melodías principales.
Después la banda se fue a la mierda. Una pena. Uf, millones de horas telefónicas pasé con Ben lamentando el rumbo que había tomado el grupo. Aunque ahora, visto en retrospectiva, a Ben le vino bien librarse de un proyecto único, de un plan absoluto donde concentrar todo lo suyo.
Después de eso tocó con Betty Confetti, se fue de gira a Alemania con ella. Grabó con Lu Glass y con Siro Bercetche. No sé si también lo hizo con Luciana Tagliapietra. Con Amadeo Pasa llevaba registradas por lo menos 47 mil canciones. No sabría ordenar fechas ni los nombres de los discos de los que participó porque fue todo de golpe. Por ejemplo, antes o después, no sé, fue el bajista de Camila Barre – es decir, se dio el gusto de tocar con Carosi, su ex compañero de escuela. Mezcló y produjo el tema “Río” que terminó conformando el primer disco de Lujo Asiático. Me reencontré con él, en lo que a registros se refiere, en la grabación de El amor y el tiempo (2017) de La Vida en familia. De un momento a otro, todos, para una cosa o para la otra, lo convocaban. Incluso, si mal no entendí, una de las últimas cosas que hizo fue grabar con Dani Umpi.
En paralelo, Ben tenía una empresa de animación 3D y facturaba más que todos los músicos que lo rodeaban juntos. Era una bestia. No le importaba la plata. A la corta o a la larga, todo ese esfuerzo se convertía en viajes increíbles y en instrumentos que se transformaban en discos.
Hubo un período en que tomaba mucho whisky, pero esto fue antes de que se pusiera a grabar como loco. Daba la casualidad de que yo vivía con una novia en su mismo edificio. Después de cenar bajaba a su departamento y escabiábamos de etiqueta negra para arriba. Aceitunas, siempre había aceitunas. A veces también pickles. Terminábamos, en general, bastante rotos.
Yo vivía parcialmente en su casa. La convivencia con mi novia era un desastre así que a la mañana bajaba a lo de Ben para tocar el piano y a la noche a escabiarle el whisky. Pobre, lo estaba viviendo. Era muy generoso. Más de lo que él mismo podía soportar. Sus equipos los tenía desparramados entre sus amigos, y dos o tres veces al año tenía algo nuevo que aportar. Odiaba como un vikingo cuando le perdían un transformador o le cagaban una fichita. Odiaba que nadie nunca (en el rock) se hiciera cargo de un choto y que él siempre cumpliera con todo. Benja tendría que haber tocado en Kraftwerk.
Grabé de nuevo con él en el segundo disco de Te King. Ya para entonces Ben tocaba con Diosque. Estaba feliz con la circulación y frecuencia con que participaba de la escena.
Musical y amorosamente, todo el período de Diosque lo vivió a pleno. La banda sonaba ajustada. Siempre hablaba de eso, con admiración, de Peta Berardi o de Pedro Bulgakov, de la creatividad de Juan… Iba mucha gente a verlos. Gente que bailaba y cantaba las letras. Viajaban. Y Benja lo podía hacer, a pesar de ya ser consciente de su enfermedad, porque esa música lo movilizaba o porque Agustina Gewerc lo llenaba de amor. O por ambas razones juntas.
Al principio pensé que eran casi idénticos. Críticos, burlones, rápidos: todo el tiempo charlando al mango. Crueles y tiernitos. Agustina entró en su vida como si hubiera estado siempre. La llegué a ver como a Khaleesi Targaryen agarrando un huevo hirviendo de dragón. Su potencia me estremecía. Cada vez que la vi tuvo la mejor onda y le ponía al ambiente un clima chistoso. Benja la amaba hasta el caracú, doy fe. El momento más duro de nuestras charlas fue cuando él quebró y me dijo que quería casarse con ella y que los tiempos no favorecían a que esto tuviera demasiado sentido. Pero al final, se casaron de improviso en una celebración pagana en México. Hay un video de la ceremonia. Agus estaba hermosa en una bikini negra, a Ben se lo notaba rígido y sonriente, como cuando estaba emocionado.
Hasta el último ensayo con Diosque, que no fue hace tanto, el tipo fue una locomotora. Su nivel musical era incuestionable.
Cuando me despedí, me sorprendieron sus manos. Estaban intactas. Calentitas. Las besé, las acaricié llorando por lo bajo porque me daba vértigo quebrar delante de Agustina. Ella se dio cuenta y me preguntó si quería estar solo con él, pero le dije que no. No me animé. Ella lo seguía mirando con un amor que a mí me daba la seguridad de que no me iba a volver loco de angustia.
El martes 19 de junio, se me ocurrió algo que hubiera compartido con él aún a sabiendas de que estábamos en su entierro. Era el peor momento de todos para pensar una cosa así. Un cura se puso hablar de Ben y me lo imaginé levantándose, medio Monty Phyton, y mandándosela a guardar. Estaba ahí cuando lo imaginé, con sus caras, con sus salidas. Y estaba ahí también, inerte frente a la espiritualidad protocolar que indican estos casos. Los ojos me ardían.
Hace no mucho, estábamos hablando de una MPC que se había comprado y me dijo que estaba muy contento porque por primera vez había conectado todo. Tenía por lo menos diez teclados de primera, entre otras cosas, que convergían, consola mediante, en una Mac.
Creo que la idea de paraíso, básicamente, es la de un lugar donde uno hace lo que quiere sin que esto arrastre culpas o implique sanciones. Me pregunto si el paraíso de Ben irá mucho más allá de esa habitación hipercableada, de sus dos gatos, de Agustina y su vorágine. De la hora de cenar. Del momento de putear la realidad nacional. De la idea que se impone a pesar de su amor por la previsibilidad. De tener que hacer fuerza para llevar todos los equipos al auto, de llegar al lugar, enchufar y en algún momento de la noche estar sonando bien. De anunciar la hora de retirada (siempre de los primeros en irse) y desaparecer hacia las tres de la mañana para llegar a casa más o menos temprano. Que Agustina esté despierta o dormida, que los gatos estén hechos bolita a los pies de su novia o que vengan a recibirlo con una queja fregona. No sé, todo esto se irá armando y desvaneciendo cada vez que me visite. Como anteayer, que iba manejando por Panamericana y se instaló a modo de diálogo, como cebando mate en el asiento del acompañante.
Acá, a punto de quebrar, es donde corresponde poner palabras que apacigüen el dolor. Siempre se trata de “la banda”, “el autor”, “el hit” y pocas veces se dedica uno o dos minutos a las personas que brindan estructuras sobre las que esas edificaciones son posibles. Ben era una de esas personas. Tan sofisticada o creativa como un genio caprichoso, sin embargo, no desmerecía la dimensión ingrata, material, esa realidad de la que con facilidad se apropian los taxistas. Al contrario, amaba sentir que sus pies tocaban la tierra.
Me encantaría poner en el buscador de Spotify “Benjamín Ochoa” y que me tire una lista de más de cincuenta temas. Pero eso no pasa. Se lo voy a comentar la próxima que me visite. Pero seguro me dice que no hace falta, que por ahí no pasa el asunto.
*
Aquiles Cristiani es músico, toca en Diosque II y es escritor.
Foto principal: Gabriel Lovera.