El frío de la noche del 8 de julio no desanimó a los fanáticos, amigos y familiares, que se acercaron a disfrutar del regreso de Mi pequeña muerte a los escenarios. La cita era en La Tangente, un coqueto espacio en el corazón de Palermo Hollywood, con una acústica muy interesante, que desde hace unos meses pide pista en cuanto a recitales con una convocatoria emergente (la sala tiene disponibilidad para 150 personas). El ambiente cálido, las luces bajas, las mesitas a los costados, la gente conversando a un volumen moderado y esa atmósfera relajada, constituían una postal incongruente que mutaría en una nueva forma cuando el Rock devorara el lugar desde el escenario.
Alimentan los lobos, su quinta producción discográfica editada en junio, era la excusa para que la banda oriunda de San Martín presentara sus nuevas canciones y borrara cualquier rumor de separación. Lejos de ese fantasma, dieron un show potente, compacto y se los notó en muy buena forma, como si en sus relojes el tiempo no existiera. En ese largo hiato, los integrantes se dedicaron a proyectos paralelos y a agrandar la familia, tal como contaba Julián Perla en una entrevista con Indie Hoy hace pocos días.
Después de una simpática y eufórica presentación de Gente conversando (curiosa banda que tiene dos trabajos editados: un registro en vivo y un EP de estudio), el sonidista de La Tangente optó por dejar rodando Suck It and See de Arctic Monkeys como preámbulo. La ansiedad se respiraba en el ambiente. Cuando el disco promediaba la novena canción, MPM apareció, de manera discreta, se calzó los instrumentos y acabó con tantos años de silencio. La canción elegida para dar inicio a su presentación fue “Buenas compañías”, y la letra parecía acompañar el riesgo del retorno: “Que te acompañe el valor en la vida”.
El repertorio se basó, principalmente, en la última placa (quedando afuera “Los muros” y “La casa de todos”), pero la noche albergó temas de todas las épocas; como “Héroe” de El cazador (2007), “Blues de la mente” de Un futuro brillante (2009) o “La gran hoguera” de El triunfo de la paz (2012). Incluso, para el final, desempolvaron una perlita, “Agujas”, perteneciente a su primer álbum, Hospital (2000). 18 años pasaron de su debut, 18 canciones fueron en total las que anunciaba la lista de temas y 18 las que ejecutaron sin salirse de lo previsto.
El sonido, las luces, el juego de humo, es decir, la parte técnica, estuvo a la altura de las expectativas. No hubo acoples, ni ruidos sorpresivos. Los arreglos, correctos. La puesta denotaba un show perfectamente estructurado, organizado hace meses. La banda, desde sus instrumentos, parecía un poco rígida, tal vez, demasiada concentrada. Recién para los bises, “La obsesión” y “Los 4 fuegos“, imprescindibles en el repertorio, empezaron a relajarse. Hasta entonces, pudimos ver una banda ajustada, precisa, con mucho ensayo y sin fisuras. Quizás, prolija en exceso. Pero luego de una hora de show, las sonrisas entre ellos y para el público empezaron a brotar, las miradas cómplices, algunos movimientos juguetones con las guitarras hablaban de un grupo de personas satisfechas y orgullosas con el show realizado.
La clave está en la mirada Julián Perla. El portavoz cantó casi todo el recital con los ojos cerrados, los entre abría para pispear a su pequeño hijo, saltando y bailando abajo del escenario (paréntesis necesario: un genio ese chiquito, de gran futuro haciendo pogo) y para no chocarse contra el micrófono. Seriedad, pocas palabras. Cuando volvió para los bises, parecía otra persona, alguien liviano que había dejado en el camarín, la mochila de presión que hasta entonces parecía cargar. Mientras los aplausos se sucedían, entró con una sonrisa bien generosa y dijo: “Siempre quise hacer eso” (con “esto” se refería a la falsa impostura rocker de dejarse rogar por el público que aclama el regreso de la formación al escenario). En ese momento sus ojos buscaban abarcar todo la película que se estaba proyectando y que ellos estaban dirigiendo de manera impecable. Los ojos de Julián son una metáfora de una banda que fue de menor a mayor, de priorizar lo técnico a vivir la experiencia. Cuando el show finalizó definitivamente, quedó en el público, una sed de más canciones que no se pudo compensar con los tragos ni las cervezas que vendía la barra.
Por el lado del público, es justo reconocer que los presentes también se fueron encendiendo de a poco; a las canciones de Alimentan los lobos les falta algo de maduración entre los oyentes y les sobra quince centímetros desarraigo -en vivo demostraron, sin embargo, que guardan cohesión con el resto de las composiciones-. Pero con el paso de los minutos, los coros que surgían desde abajo, se fundieron con los de los arriba conformando una sola y emotiva voz.
Una de las mejores bandas de la escena alternativa volvió y ese regreso llenó de alegría a muchos seguidores que vivieron estos años de espera como un sufrimiento, acaso una pequeña muerte. Pero que ahora, no pueden esperar por ver otra vez a estos lobos esteparios tocando sus canciones y –porque no-, tener en sus manos la edición física de la última placa.
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Foto principal: Juan Curto.