Estar encadenado a una situación nunca resulta fácil. Estar encadenado supone sufrimiento, padecimiento, desesperación o resignación. Y la resignación es la renuncia al deseo; es tristeza. Las encadenadas, obra escrita y dirigida por Juan Mako, es, como se lee, una obra. Pero también es una cadena de lagunas compuesta por 7 lagos y, en este caso, se reconocen en el nombre dos mujeres: Graciela (Mónica Driollet) y Esther (Cecile Caillón), protagonistas de la representación.
Asimismo se podría seguir asociando conceptos, significados, y remantizando las palabras. Pero como no es de eso de lo que aquí se trata, es suficiente con centrar la mirada en estas dos mujeres protagónicas. Ambas trabajan con la muerte. Ven muertos a rolete cada día, y se ocupan de la descomposición de los cuerpos en cenizas. La representación transcurre toda en el lugar de trabajo: crematorio del cementerio municipal de Carhué. El horno siempre encendido y agobiante se deja vislumbrar por una luz candente que asoma por los resquicios de una construcción venida a menos. Sabemos que Esther, una mujer aguerrida y desfachatada, se encarga del horno, mientras que Graciela, despistada y risueña, hace el trabajo administrativo. Juntas matan las horas hablando de pavadas en un lugar que advierte, por medio de un cartel, “no se muera, no hay cementerio”. Debajo de esa especie de epitafio se pueden apreciar las urnas que contienen las cenizas; urnas que son contenedores achuchados, así como lo es todo alrededor. Por delante, una mesada quirúrgica donde Graciela llena planillas y se cerciora de que todo esté en regla, mientras apunta con minusiocidad y distracción una prometedora receta que Esther formula a los gritos mientras atiende asuntos que queman.
A razón de tan característicos personajes, con rasgos tan formidables y contrarios, se van desplegando modos de vida y, por ende, maneras de convivir con el dolor. Pasada la mitad de la obra, irrumpe un momento cúlmine en materia de significación. El clímax, por otra parte, se presenta más adelante cuando ingresan un tercer y un cuarto personaje en escena (interpretados por Claudio Depirro y por Diego Torben). No obstante, ese momento tan cargado de significación explica el por qué del cartel sobre las urnas, el motivo de tan desmoralizadora escenografía (a cargo de Sol Soto), la causa por la cual ambas mujeres trabajan en el crematorio, y el carácter empecinado de Esther. Se escucha un relato trágico, una familia destrozada y un pueblo desaparecido por la desidia de dirigentes políticos y por la mala praxis de empresarios petulantes. Se habla de Villa Epecuén, pueblo que muchos recordarán por haber sufrido una inundación devastadora y que otros conocerán por ver imágenes de un territorio fantasma, similar a una salina pero plagada de restos de vida que ya no está.
El clímax tiene que ver, como no podía ser de otro modo, con la muerte. Sin embargo, es ésta una muerte celebrada, deseada, y accidentalmente buscada. Es, asimismo, una suerte de homenaje a los habitantes disgregados y muertos de ese pueblo destruido. Esther cede a esconder su cuerpo, con total entereza se entrega a la idea de que se convierta en cenizas, como Villa Epecuén. Graciela no puede contener su moralidad y estalla en pánico consiguiendo que, paradójicamente, la tragedia se propague en aquel característico sitio donde la muerte es bien recibida.
Tomar como disparador un hecho histórico tan doloroso ocurrido en Argentina hace poco más de 30 años permite abordar la historia desde una perspectiva menos rígida, más humana. No hay nada que disuelva la tensión compuesta por hechos reales: el efecto de realidad aflora en cada escena más allá de la pretensión por documentar. La vinculación de los personajes se sostiene por una naturalidad bruta que prescinde de arrebatos dramáticos, de puestas en palabras y gestos que se ocupan, sin querer, de evidenciar la práctica artística no desde un lugar estético, sino desde una producción instrumental. Hay obras que, por supuesto, incluso requieren de esa manifestación del artilugio teatral, de un juego explícito con el propio lenguaje artístico; no así las obras realistas, y mucho menos las que aspiran a documentar. Los silencios, las pausas, los sobresaltos y la acción, evolucionan al tiempo que envejecen y se tejen maridajes de sentimientos que ya fueron percudidos en algún tiempo. Las encadenadas es una obra que abre las rendijas de heridas ajenas que pasaron a la historia apenas reconocidas; de un pueblo llamado al silencio y de gente olvidada en su exilio, como si la ceniza hubiera sido su destino.
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Las encadenadas puede verse todos los viernes a las 21hs. en Abasto Social Club (Yatay 666, CABA), hasta el 30/11.