Por empezar, el nombre de la obra coloca en alza el exotismo propio de las palabras: no es ni una cosa ni la otra, pero tampoco es las dos y ninguna; Branko (Juan Tupac Soler) no camina más lento estando solo, ni camina más lento que los demás.
Puede parecer más acertada la segunda opción que la primera. Un joven de apenas 24 años yace pegado a una silla de ruedas tras haber perdido movilidad en sus piernas, por lo que ésta depende de aquella para echarse a andar. Sin embargo una mujer vieja (Pochi Ducasse, en la piel de Ana) que se mueve deslizándose desorientada por el espacio circundante, demuestra que la contabilidad del tiempo es siempre cosa de presos, de gente que piensa en invertir tiempo y no en vivirlo.
Los ejes que se delinean son varios, pero los temas que más densidad tienen no se adquieren con el correr de la obra. Desde que los personajes dejan de caminar agitados por el proscenio en la apertura – exceptuando a la magnífica Pochi Ducasse–, vestidos con ropas deportivas o sueltas, la voz aturdida y sórdida de una hija intentando alentar a su madre a moverse da pauta de una ayuda trunca por la desesperación. La madre, esa mujer aquietada probablemente por los años transcurridos, chilla hasta el cansancio y se pone de pie para darle el gusto a esa voz ensordecedora que termina por mostrarse más desorientada que la suya.
Lo que prosigue a ese ir y venir extenuante no es menos vertiginoso: como piezas de una maquinaria van apareciendo en escena los integrantes de una familia que se establece, desde el inicio, disfuncional. Entre el embrollo asoman hijos, nietos, maridos, esposas, hermanos, padres, madres, abuela, una especie de amigos, un actor que narra didascalias y una silla de ruedas. He aquí el membrete de la situación: hay una pieza que cuesta encastrar.
Mía, la madre de Branko e hija de Ana, interpretada por Paula Fernandez Mbarak, aturde con didascalias entre el bullicio familiar constante. Se muestra sobrepasada, en un estado febril que apabulla y aploma; funge de maestranza: intenta reparar toda esa maquinaria, que es su familia. Solo mantiene cierta distancia con su hermana, Rita (Clarisa Korovsky), porque ésta se niega a asistir al cumpleaños de Branko. Además, algo raro tiene con su marido, y se siente algo resentida ya que piensa que su familia es perfecta.
Excepto Branko y Ana, los protagonistas están alienados. Mascullan tareas pendientes y desglosan ansiedades. Branko y Ana, sin embargo, conservan una serenidad casi inconmovible que los une y los delata. Casi, porque Branko se agota de su madre, y Ana sufre y se fastidia por un exceso de atosigamiento de su hija y revienta de intolerancia con su marido (Luis Blanco).
La relación de Ana con su marido es la misma que tiene con su pasado: lo niega y lo embarra, desestima toda ayuda que venga de su mano, y lo acusa de todo malestar posible. Su cordón ata recuerdos que con nada se anclan y desata restos de barro, suciedades que empañan una maraña confusa de pérdidas y vigilia.
Respecto a su tensa relación con Mía, su hija, lo que hay es desidia y desesperación. Una hija ve los años caídos sobre su madre, un achaque inevitable por la edad, una negación de la movilidad y de la sinergia. Por una parte, el paso del tiempo. Por otra, no comprende cómo es posible que una persona tenga la chance de utilizar su cuerpo por completo y no se interese en hacerlo. “Caminar hace bien, caminar hace bien; dale mamá… ¡¡Caminá que caminar hace bien!!”, repite inexorablemente. Su lucha está perdida, no porque su madre sea vieja y ya no tenga ganas de caminar con los pies, sino porque su hijo no puede hacerlo y a ella le significa un dolor similar al de la negación del ser.
Los viejos tienen algo particular con eso de la movilidad parcial, atenuada. No es necesario tener adormecida una parte del cuerpo, o no tenerla, para saber de qué se trata, como tampoco lo son el cansancio o la fatiga. La satisfacción que produce el movimiento de uno en el mundo se puede encontrar allá afuera, al lado, adentro. Basta con detenerse unas veces en el espíritu y hallar el silencio que lo mantiene en calma. La belleza del movimiento consiste en observar.
El actor que narra las didascalias (Juan Andrés Romanazzi), como si se tratase de un actor en off, pareciera jugar el papel de una metáfora de la representación: se precipita de tal modo que erra en descripciones y sucesos; deja al descubierto el apuro con el que se desenvuelve la acción dramática, tan rápido que él también acelera y tropieza tomado por la prisa y la presión. Asimismo, su ubicación en la sala teatral es precisa y aleatoria; elige recovecos entre los espectadores. Este efecto, podríamos decir azaroso, hace coro con preguntas lanzadas al público de la boca de Pilar Boyle, que es Sara, una cómica enamorada de Branko. De tal conglomerado resulta un encuentro amable (y lo que es mejor: disociado de excentricidades) entre actores y espectadores.
Absolutamente toda la obra se despliega sobre un escenario despojado. Lo que llena y satura son los actores y el fluir de sus movimientos. La velocidad de las palabras y acciones se reponen cada vez que Juan Andrés Romanazzi hace su aporte, y cada vez que Ana se deleita con el silencio como si fuera un suspiro. La música no destaca por su utilidad. Acompaña momentos; a lo sumo enfatiza cierto dramatismo que se hace patente en los movimientos de los actores y no en el texto.
Posiblemente lo más verdadero que dispone la obra es la revelación del fantasma con el cual cada persona debe lidiar, tarde o temprano. Lo más crudo que exhibe, por otro lado, son las distintas capacidades de la gente, sean éstas físicas o psicológicas, y los rebusques y maneras que éstas van encontrando, a fuerza de paliar el sufrimiento propio y el ajeno, para hacerse impermeables al torrente.
Branko y Ana caminan. Como dice Gaston Bachelard: “Cuando revivo dinámicamente el camino que «escalaba» la colina, estoy seguro de que el camino mismo tenía músculos, contramúsculos. En mi cuarto parisiense, el recuerdo de aquel sendero me sirve de ejercicio. Al escribir esta página me siento liberado del deber de dar un paseo; estoy seguro de que he salido de casa.”
Mi hijo solo camina un poco más lento, con dramaturgia de Ivor Martini, traducida por Nikolina Zidek y dirigida por Guillermo Cacace, comienza con todos sus personajes -Juan Tupac Soler (Branko), Paula Fernandez Mbarak (Mía), Antonio Bax (Roberto), Romina Padoan (Doris), Pochi Ducase (Ana), Luis Blanco (Oliver), Clarisa Korovsky (Rita), Aldo Alessandrini (Miguel), Pilar Boyle (Sara), Gonzalo San Millán (Tim), Juan Andrés Romanazzi (actor a cargo de las didascalias)- recorriendo el escenario, y termina con todos ellos inmovilizados sobre éste. Quizá sea solo una manera de sacudir la tensión del espectador. Pero quizá el énfasis esté puesto en el disfrute con el que se puede caminar la vida, o tenga que ver con la calma que es poco conocida, y con la tranquilidad de saber que a fin de cuentas todos transitamos el transcurrir de los años de distinta manera y aun así, el camino es siempre el mismo: nos es brindado solo un espiral de tiempo.
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Mi hijo solo camina un poco más lento puede verse en las siguientes funciones: Teatro El Picadero (Enrique Santos Discepolo 1857, CABA) los lunes a las 20.30h, en Teatro Estudio (Calle 3 N° 386, La Plata) los domingos a las 20h, y en Banfield Teatro Ensamble (Juan Larrea 350, Lomas de Zamora) los domingos a las 18h.
Coproducción: Festival Internacional de Dramaturgia (Europa + América), Centro Croata del ITI (Instituto Internacional de TeatroI), Apacheta Sala Estudio. Con el apoyo de EUNIC (European Union National Institutes for Culture).