Crónicas de lo menos urgente del mundo #01
Rosario Bléfari es actriz, música y poeta. En los ’90 lideró la banda Suárez. Es solista y también es la cantante de Sué Mon Mont, Paisaje escondido y Los Mundos Posibles. Editó cinco libros entre los que están Antes del río (Mansalva, 2016) y Poemas en Prosa (Belleza y Felicidad, 2001). Hace el podcast Los Cartógrafos, en colaboración.
El contacto con la arcilla húmeda y maleable, la transformación que las altas temperaturas del horno ejercen sobre los colores del esmaltado o las marcas que las llamas dejan en las piezas, son algunas de las cosas que sabemos de la cerámica porque alguna vez leímos u oímos hablar de eso. La imaginación hace el resto. Algunas personas se sienten atraídas con la ilusión de descargar ansiedades o despertar una sensualidad adormecida. Después, una serie de objetos de dudoso valor estético entran en la deriva de soportar el polvo en los estantes hasta quebrarse en alguna mudanza y volver a la nada de la que surgieron.
Pero puede suceder que algún día nos conviden algo de tomar en una pieza de cerámica y obligados a sostenerla con las dos manos, la percibamos como una especie de prolongación de nuestro cuerpo, algo que nos recuerda el gesto ancestral de formar un hueco con las manos. La taza, vaso o cuenco, entonces, está en ese lugar para que no nos quememos, para conservar la temperatura, sin que se derrame una sola gota entre los dedos. Y al lavarla, puede pasar, que nos demos cuenta que al llenarse de agua y vaciarse, el sonido es amable y cálido. No pelea con otros objetos en la pileta, ni tampoco es manipulada con la impunidad que otorga saber que si se rompe se puede comprar una igual, el anonimato del rompe-paga.
Pero si aquella pieza hecha a mano que pasó a formar parte de una vida, un día se quiebra, su pérdida no pasará inadvertida. El mismo material que la humanidad usó como primer soporte de la escritura, para retener números, nombres, mapas, historias, pareciera estar hecho para cargar memorias. De un objeto de cerámica, se pueden deducir cambios en la alimentación, comportamientos de familia, migraciones, y hasta reponer una cultura extinta.
Hoy, la industria se encarga de fabricarla a granel, nos rodea en las piezas eléctricas, automovilísticas, en los ladrillos y en los techos de las edificaciones en las que vivimos y trabajamos. Pero la cerámica hecha a mano no fue reemplazada por la que se produce a gran escala.
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Las últimas horas de la feria de San Telmo. La luz se fue del otro lado de los edificios y empieza a correr una brisa fresca desde el río, pero la pared de doscientos años de la basílica del Convento de Santo Domingo protege las espaldas de Ricardo Otero, un ceramista de Buenos Aires en su puesto. Ricardo se especializa en cerámica japonesa y en particular en la fabricación del chawan, un cuenco milenario que se utiliza para la ceremonia del té. Ricardo pertenece a un grupo de ceramistas que se fascinaron por ese tipo de cerámica cocida a altas temperaturas. El grupo se llama Fragmentos, una treintena de personas que todos los años se reúnen para hacer una muestra en el jardín japonés. Muchos japoneses bailan o tocan tango, afirmando que de ese modo se reencuentran con algo que les pertenece más allá de las nacionalidades y paisajes, tal vez lo mismo les ocurre a estos ceramistas argentinos que se acercan a la cerámica japonesa.
María Guerrieri, artista del dibujo y la pintura, un día se empezó a cansar un poco de la fragilidad del papel y quiso un soporte más resistente. Se propuso entonces probar con arcilla, un reemplazo de fragilidades. La cerámica le planteó un problema en el que no había pensado: el peso del material y su montaje. Esperaba entrar y salir, pero ya era tarde, ocurrió lo que Ricardo sabe: “cuando entrás en la cerámica no podés salir tan fácil”.
¿Quién no probó moldear un cenicero en la infancia? Esta vez, la idea estaba más cerca de sus posibilidades o ella estaba más cerca de sus ideas: María había ido a una escuela donde hacían cerámica, como tantos chicos. Entonces invitó al objeto más vulgar —un cenicero— a existir en otro ámbito. Le otorgó la libertad —y la atención— de la que gozan las piezas de arte. María no fuma, pero sus ceniceros, expuestos, regalados y vendidos terminaron siendo usados. Pudo ver cómo se llenaban de cenizas. Obra de arte y objeto utilitario a la vez.
“Me encanta que sea una obra en uso. Eso es nuevo para mi trabajo. Terminan de existir, tienen sentido, con cigarrillos y cenizas”.
En Japón, la capital del chawan, algunos de ellos son considerados tesoros nacionales y están guardados bajo siete cajas, una dentro de la otra. En la última, se encuentra la pieza envuelta en un paño especial. Quien las manipula lo hace con guantes. Para poder verlos, pero sin tocarlos, algunos visitantes de los museos donde se conservan están dispuestos a pagar alrededor de 5000 dólares. “¿Quién podría darle acá ese valor a una pieza de cerámica?” se pregunta Ricardo. Un valor que el número termina de dejar claro, pero él se refiere al hecho de ser algo tan preciado, cuidado, y reconocido por el Estado como tesoro.
A Ricardo la cerámica se le dio un poco por casualidad. De repente, había hecho toda la carrera de ceramista y un posgrado. Al comienzo, probaba con esto y con aquello, todo para quedarse con una pieza, la que intenta reproducir una y mil veces.
La imperfección es una de las características de un Chawan. Ninguna es obligatoria —se han reconocido como chawanes piezas que no las respetan— pero sirven para identificarlo: que sea liviano, que tenga un labio agradable a la boca —ni áspero, ni demasiado grueso, ni demasiado fino—, un borde que muestre ondulaciones como si fueran cinco montañas y sus valles. También tiene que tener una cara, y en el fondo, el mar de té, un badén donde, cuando se termina de tomar, queda un depósito manchando el fondo. El interior tiene que ser liso, para poder batir el té y que haga espuma. También tiene que apoyar bien y tener ciertas proporciones para batir con comodidad, sosteniéndolo en una mano.
“Pero sobre todo tiene que tener espíritu sino todo eso no vale nada”.
Hay algo que se imprime desde el primer momento que se está haciendo. Se puede trabajar cualquier otra pieza en medio del barullo de la casa o el de la calle que entra por la ventana, pero cuando se están haciendo chawanes, no se piensa en nada, solo en eso. “Sin pensar y pensando a la vez”, dice Ricardo que, cuando los saca del horno de a veinte o treinta, puede distinguir los que tienen espíritu de los que no. Una muestra de su producción se exhibe en el puesto. Se adivina que es una parte, que las mejores piezas ya se vendieron, están en otro lado o por venir. Algunas se van a Europa sin escala, otras se las encargan de algún negocio gastronómico o se las van llevando de a una, de a dos, los mismos porteños que se detienen a mirar y se dan cuenta que se trata de algo especial. Conocedores y simples curiosos que se dejan encantar o empiezan a entender.
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Cecilia Pavón es poeta. Un día, junto a María Guerrieri, se les ocurrió hacer un taller donde la escritura y la arcilla se encontraran. María también escribe y en uno de sus cuentos se menciona una hoja de cerámica. Cecilia recuerda eso como el origen de la idea. Semanas después del taller aparece una invitación en Facebook: “Esta tarde los esperamos en Chacarita. Vamos a recitar (no leer) los textos que escribimos en el taller de poesía y cerámica y mostrar las piezas que hicimos. Mezclando poesía y cerámica a ver qué sale”. El encuentro se llama “Formas tontas”. María dice que las palabras y las cosas de cerámica comparten una vinculación con el aire. Aire que se necesita para pronunciar palabras y a la vez el cuidado especial que se tiene que tener con la circulación del aire dentro de las piezas. Tiene que existir una salida, para que no exploten. Esa similitud fue algo que descubrió en el taller. Ese río vacío, el aire.
¿Y si los poemas son algo tridimensional también? ¿Y si es posible imaginarlos como algo concreto? La cerámica, por ser tridimensional se escapa de ser una mera “traducción” o interpretación del texto. Eso fue lo primero que pensó Cecilia. Es posible intentar hacer de los objetos palabras, pero no para nombrarlos sino para relacionarlos, para acercarles sentidos más inestables que ellos mismos, o para grabarles significancias, recuerdos de significancias. O para volverlos la prueba-memoria de una relación forzada.
—Las “Formas” son para mí como restos de juguetes narrativos —dice María—, una cristalización de un pensamiento movido, medio informe. Cada cosa me parece la materialización de algo que se rozó con alguna palabra, frase o límite.
Para Cecilia son algo que tiene el afecto de cuando lo hizo, cargado del recuerdo de lo que pensó, de algún verso que otros dijeron y que escuchó en ese momento. “Formas tontas” es el nombre que encontraron para señalar la falta de pretensiones de la que partieron y también por pensar en el saber que hay en lo tonto. Una contrafigura de la superioridad de la inteligencia, que termina brindando un conocimiento y guardándolo. La cerámica es algo que puede salir mal, en el taller de poesía algunos perdieron detalles en el horno. Las piezas tienen que ser huecas, tienen que tener el río de aire que dice María, para no estallar.
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Ricardo piensa que es posible que alguna vez se produzca un giro, una inquietud que planteó en el grupo Fragmentos. Está claro que para un japonés no es japonés lo que ellos hacen, los distingue el solo hecho de no ser japoneses ni estar en Japón. Pero Ricardo piensa que de la misma manera que en Japón inventaron un cuenco, le dieron una función, nombraron cada una de sus partes con palabras intraducibles, y encima le dieron una carga espiritual, puede pasar lo mismo acá. Y nace así una tradición basada en un objeto único, propio de este lugar, que se rehaga una y mil veces, diferente cada vez. Una tradición también nace.
María probó la creación de un objeto que se repitiera con variaciones. Fueron cuencos en dúo con un castillo en cada uno. Se comunicaban entre ellos a través de un río que salía de cada boca-puerta. Hizo una docena y por momentos sentía que ya saber qué dibujar y concentrarse en todo lo demás, era lo mejor. Pasó por aburrirse y por volver a engancharse.
Antes de los ceniceros y de los castillos, María se puso a hacer cuencos con el torno. Salieron deformes pero hizo uno para cada miembro de su familia, con retratos adentro, y los siguen usando. Uno de ellos, el de su hijo, se rompió, y todavía no se animó a decírselo. Quiere hacerle otro antes de que se entere porque sabe lo importante que es para un miembro de la familia haber perdido la pieza que de algún modo lo representa.
Cecilia tiene la casa llena de las cerámicas que hizo su hijo Félix entre los seis y los once años. Ahora le parece como si toda su infancia e inocencia estuvieran de algún modo ahí. Hizo muchos utilitarios: platos y tazas, llenos de gracia, mal hechos, que se siguen usando en la casa. Hay cuencos con colores delirantes. También se hizo a él mismo mirando tele, y una cascada inspirada en una que vio en Misiones. El año pasado, casi como una despedida, Félix hizo una cerámica de regalo para cada chico del grado, algo relacionado con lo que él veía de la personalidad del compañero. Todas las escuelas deberían dar clases de cerámica, piensa Cecilia.
En la casa de Ricardo todos los vasos y tazas donde toman sus hijas los hizo él, al tamaño de sus manos. Van creciendo y esas tazas chiquitas que ya no se usan más, tienen un valor muy especial para ellas, guardan sus edades.
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Durante el último año y medio, Ricardo estuvo fabricando un horno nuevo, de fuego, donde está haciendo las primeras cocciones. Vuelve a encontrar la emoción, una nueva etapa comienza. El horno eléctrico, con el que trabaja desde siempre, trabaja solo. Pero en el horno a leña el ceramista es parte del proceso. Si tira leña húmeda, poca o mucha, si hay viento, todo es parte de la creación, hasta la forma de acomodar las piezas, que determina cómo va a circular el humo, el fuego, y en consecuencia, las marcas que van a quedar. El riesgo vuelve a ser real, pueden ocurrir desastres: la primera horneada terminó con todas las placas quebradas y las piezas desparramadas en el piso. Todo el trabajo de meses a la basura. Pero el riesgo acompaña a las piezas siempre:
“Está la que se rompe cuando la estás haciendo, cuando ya se secó, cuando sale del horno o cuando la terminaron de comprar. Su fragilidad hace que la pieza tenga más valor. Todas en algún momento se van a romper, es un destino, tienen una vida, como nosotros”.
Si el destino de las piezas de cerámica es romperse, también es parte de su destino contar algo, algo inexacto y frágil, capas y capas de escenas que la pieza sintió, de las que fue parte, demoradas en una forma que puede ser útil también, y siempre imperfecta de tan real. Como nosotros mismos, requieren atención, son irreemplazables y tienen que ser tratadas con cuidado.