Desde la Odisea de Homero para acá nos estamos preguntando lo mismo: ¿qué es un héroe? ¿Qué acciones convierten a alguien en un héroe? La respuesta siempre va cambiando porque los contextos sociohistóricos y políticos de un territorio van definiendo las tensiones a resolver, las pruebas que hay que pasar, los conflictos que se atraviesan para ser considerado un héroe, una heroína. En definitiva: lo heroico como acto de enfrentamiento siempre está sujeto al espacio en el que se manifiesta y al tiempo que lo cristaliza en la memoria. Es la sociedad quien entrega esas categorías (héroe/heroína) a las personas que deciden intervenir en la polis, en la zona donde se definen las cosas, en la época que les toca pisar el suelo.
Desde este posicionamiento, ponerle a esta historia Argentina, 1985, de Santiago Mitre, ya nos sitúa en una cuestión concreta: hubo una época en donde el enemigo a vencer era la herencia y las esquirlas de la última dictadura militar. ¿Dónde estaba materializado ese residuo de horror? En las figuras y cuerpos de los responsables de esa dictadura: la junta militar (Videla, Massera, etc.). Para ser héroe (o heroína), entonces, había que hacer justicia (esa entelequia a la que no accedieron ninguno de los desaparecidos) con ese enemigo adelante. Argentina, 1985 como película plantea este problema habitual en lugares donde se perpetuaron genocidios: ¿se puede reparar de algún modo la tortura, asesinato y desaparición de 30 mil personas? ¿Alcanza con poner en la cárcel a los responsables? ¿Esto es justo, esto es efectivamente la justicia? Complejo. Cualquiera sea la respuesta hay algo certero: el juicio a las juntas militares hizo Historia porque lo llevaron adelante personas de carne y hueso cuando eso (poner tras las rejas a uno o varios dictadores) parecía totalmente irreal. Ya lo dijo Jean Cocteau: “Lo consiguieron porque no sabían que era imposible”.
¿Por qué se vuelve un fenómeno Argentina, 1985 en este preciso momento? Por varias razones: es impecable desde lo técnico y la factura visual, la dirección de Santiago Mitre es inobjetable y muestra un crecimiento sostenido desde El estudiante (su primera película pero también hay que pensar en Pequeña flor, su anterior film), el elenco seleccionado se destaca muy bien sin importar la cantidad de tiempo que aparecen en pantalla (gran labor de Peter Lanzani que ya se perfila como “el próximo Darín”), el guion (fruto del trabajo conjunto de Mariano Llinás y Mitre) le da mucho lugar al humor -como puntos de fuga para que se pueda respirar de tanta tensión- y al aspecto familiar de los personajes para acrecentar el sesgo heroico en tensión con la autopercepción de persona común y corriente (“la historia no la hacen personas como yo”, dice Darín en un momento), la vinculación con la referencia histórica fáctica es la correcta y respetuosa.
Pero emergen otros elementos que pueden dar cuenta del por qué de este pasaje de ser una película a volverse un objeto cultural: es el tipo de obra en la que a un país le gusta verse reflejado, como si este momento histórico (la búsqueda de justicia, hacer lo correcto, enfrentarse al poder –pensar también en El secreto de sus ojos) constituyera una parte fundamental de la esencia nacional y dijera casi todo sobre lo que implica ser argentino. Es una operación estética que quiere intervenir la realidad. En este sentido, la elección de Ricardo Darín en el papel principal de Julio César Strassera la da también ese componente de imagen donde a la argentinidad le gusta mirarse como lo propio: blanco, ojos claros, simpatía entradora, mesura, estabilidad y corrección política. Su interpretación no muestra fisuras, tiene un oficio notable y su naturalidad no la tiene nadie. Y sin embargo, su trabajo apunta directamente a un inconsciente colectivo donde la aceptación está asegurada.
Producida por Amazon y sin apoyo económico del INCAA, Argentina, 1985 es una película que crea su mayor zona de acción y placer en una sala, en pantalla grande, en esa comunión entre extraños que se gesta en ese espacio específico. De ahí que ahora mismo se pueda disfrutar por streaming y en cines: la ductilidad de esta obra lo permite y ahí también está su inteligencia como pieza artística de esta época. En este aspecto, ayuda muchísima el género poco transitado en nuestro país como es el drama jurídico. ¿Tendrá que ver con el lugar que ocupa la justicia dentro del imaginario colectivo? ¿Responderá a que la falta de justicia se percibe como lo cotidiano en un gran espectro social y se exhibe desde los medios de comunicación? Lo cierto es que la película utiliza al género para darle una apertura y que se incluya al policial, el drama familiar, el derrotero histórico y, claro, el suspenso.
En este cuadro de situación, la película también se muestra como la construcción de un héroe colectivo porque tiene en su interior fuerzas de todas las generaciones. Ahí hay otra clave de lectura: para que la historia avance (visibilizar a 1985 como año bisagra es fundamental e inteligentísimo), las nuevas generaciones tienen que intervenir, tienen que poner el cuerpo y generar lazos con las otras generaciones. Pensar en la utilización tan sutil de las canciones de Serú Giran, Charly García y de Los Abuelos de la Nada: como pinceladas de un tiempo de cambio necesario. La democracia adviene, de este modo, solo y únicamente cuando llega la justicia (imperfecta o no, pero que llega de algún modo) a un territorio. “Violencia es mentir” dicen Los Redondos en “Nuestro amo juega al esclavo“. De este modo, cualquier injusticia es la forma de perpetrar y perpetuar la violencia.
Es notable y extraordinario que el momento climático de la película, y que se precipita hacia el final, sea la escritura de un texto. Lo vemos al personaje de Darín escribir su alegato definitivo junto a su amigo, junto a sus compañeros, junto a su hijo. Lo vemos a Darín escribir, reescribir, tachar, reemplazar. Un hombre frente a la palabra debatiéndose cuál es la correcta, cuál es la incorrecta, cuál es la trascendente, cuál es vital. El destino de todo el trabajo que hizo la fiscalía hasta ese momento depende de un texto bien escrito. Impresionante. Es un hombre que emprende su viaje al fin de la noche donde estarán esas palabras que deberá traer parar ponerle un nombre al terror, a la desaparición, a lo que implica buscar justicia en un mundo injusto.
Las palabras todavía crean la realidad que nos circunda, que nos atraviesa, que nos determina. Ahí también se juega su zona de verdad Argentina, 1985. Y en ese aspecto nos viene a decir que esta clase de verdades (30 mil desaparecidos, la búsqueda de justicia, nunca más) no tienen un final, por lo tanto hay que decirlas con las palabras que correspondan. La dictadura militar es presente y sus consecuencias atañen a toda la población, se sientan o no implicados. Es parte del magma que configura una subjetividad territorial de una nación y una forma de actuar. Por esto es importante vincular esta película a dos obras que amplían el campo de batalla de comprensión y búsqueda de un sentido que plantea Argentina, 1985: La historia oficial (está en Netflix) y el libro Diario de una princesa montonera (Planeta) de Mariana Eva Pérez.
Argentina, 1985 no es una película revolucionaria, sino clásica. En su clasicismo (lo que está bien hecho siempre seduce) se cimenta su poder de evocación tan inmediato. Revisar la historia no es ir al pasado. Revisar la historia es comprender el día a día. Revisar la historia (o el basurero de la historia: por algo Pitchfork, Rolling Stone y demás medios se replantean sus reviews y rankings) es el único motor de comprensión para levantar la cabeza hacia el mañana. Es por esto que Argentina, 1985 tiene un final abierto: porque la búsqueda de justicia es un arma cargada de futuro.
Argentina, 1985 está disponible en cines y Amazon Prime Video.