Desde que debutó en los noventa como la gran infiltrada del pop, Björk ha seguido una lógica de acción y reacción en su camino hacia la innovación musical. Cada disco que integró su obra fue tanto declaración artística como forma de autorrespuesta y, en el caso de Biophilia (2011), su proyecto más cargado conceptualmente, también el cierre claro de una etapa de su carrera. A partir de entonces, la islandesa parece haber inaugurado otro capítulo de su discografía, uno más signado por el revisionismo de lógicas viejas y su subsecuente actualización que por cualquier otra cosa.
Con Arca a su costado como principal colaboradora aportando los gestos modernistas que en algún momento supieron ofrecer Matmos y Mark Bell, Björk publicó dos LPs en claro diálogo con sus clásicos más celebrados: Vulnicura (2015) y Utopia (2017). El primero, descendiente de Homogenic (1997), fue una tragedia griega sobre la disolución de un matrimonio; el impacto de sus cuerdas fue de tal explosividad que todavía se habla del álbum como un punto de inflexión. El segundo, por el contrario, no encontró semejante recepción en su apuesta a una belleza vespertina. Bajo la pretensión de situarse al otro lado del dolor, Utopia propuso una ligereza que terminó por comerse a la composición y a los arreglos, resultando en un soundscape de vientos donde las flautas, más que intencionadas, aportaban solo un poco de textura.
La conclusión de este arco de ruptura y recuperación que caracterizó la obra más reciente de Björk dejó al alcance una pregunta que, hasta la publicación de Fossora hace un par de semanas, sostuvo su vigencia durante cinco años: “¿Con qué nos piensa sorprender la próxima?”. Incógnita que solo se reforzó con el anuncio, unos meses atrás, de que Arca iba a ausentarse del álbum número 10.
La respuesta ya llegó y Fossora es, en palabras de Björk, su “disco de hongos”, una contestación al idealismo de Utopia y el nihilismo de Vulnicura, asentada en un punto medio más pragmático y con los pies sobre la tierra. Su título, que significa “excavadora”, alude a la experiencia de covacha pandémica que caracterizó a los últimos años y cuya situación de arraigo Björk buscó plasmar, a través de bajos penetrantes, un sexteto de clarinetes y múltiples exabruptos de gabber a cargo del dúo indonesio GMO. O eso fue lo que se prometió, tanto en la rueda de prensa de Fossora como en el corte de difusión, un reggaetón barthesiano titulado “Atopos” donde Björk hace un pedido de conexión y lo refuerza con las formas democráticas de la música bailable (no obstante las “diferencias irrelevantes” que puedan entrañar los clarinetes disonantes, audibles en lo bajo de la mezcla).
Pero sería errado señalar a la música de clarinete o al techno holandés como el motif dominante del sonido Fossora. De las trece canciones que integran la escucha, el clarinete debe predominar en cuatro, y el gabber aparece, en modalidad de remate, en tres. Lo consecuente es que Fossora, para bien y para mal (mayormente para bien), no tiene un sonido muy singular. Las canciones desprovistas de esos elementos terminan siendo esquejes que se retrotraen muy inmediatamente a los discos de los que germinaron. “Allow” es el peor ejemplo de esto, un claro descarte de Utopia, pero incluso un track sólido como “Ovule”, con su trombón estático, sus imágenes náuticas y sus asimetrías rítmicas, remite netamente al universo Volta (2007).
“Ovule”, como Fossora en su totalidad, circunscribe a la idea de la realidad fangosa por sobre la idealización y la sombra jungiana, al mismo tiempo que intenta disuadir de la reproducción de hábitos viejos. Más adelante, en “Freefall”, Björk insiste sobre lo mismo: “Si nos aferramos a lo que solíamos ser, quemará nuestra alma”. Partida al medio por cuerdas pizzicateadas, “Freefall” es la canción más vulnicurizada de todos; y su dinámica funcionaría como throwback directo a “Family” de no ser por la ausencia de una tercera sección más diáfana.
Quizás el acto parasítico se pueda justificar conceptualmente en la metáfora fúngica y, yendo más lejos, tal vez ya hubo un primer acto de autocita en el hecho de que Björk, en su alianza con Arca, haya decidido codearse con alguien directamente influenciada por ella. Y aunque sus discos, a esta altura, sean tantos y tan impresionantes (al punto de que pueden trazarse distintas analogías y que todas sean ciertas: Fossora tiene el anhelo doméstico de Vespertine, Fossora tiene el amague pop que tuvo Volta con Timbaland), pareciese ser que el fermento primario en esta ocasión fue Medúlla (2004), acto apreciable en la construcción coral de “Mycelia”, “Sorrowful Soil” y “Trölla-Gabba”.
El aparejamiento de “Mycelia”, sobre las redes de filamentos de donde nacen los hongos, y “Sorrowful Soil”, con sus menciones a la fertilidad femenina, parecen conformar en su conjunto un comentario sobre la proliferación de la vida a pesar de la muerte: la palabra más reiterada en Fossora seguramente sea “grow”. “Sorrowful Soil”, específicamente, es la eulogía de Björk a su mamá, la activista Hildur Rúna Hauksdóttir, quien falleció en 2018 tras años de combatir una enfermedad, mientras que su epitafio se halla en la canción siguiente, “Ancestress”. Tanto su magnitud como su tonalidad sugieren una proximidad sintáctica a “Unison” de Vespertine, aunque la forma en que los instrumentos ingresan y parten en “Ancestress” es mucho más dispar, en línea con la soltura disléxica de la figura despedida. Es un gran tema, que adquiere particular resonancia cuando Björk, rodeada de silencio, canta: “Su máquina respiró toda la noche mientras descansaba/ Reveló su resiliencia/ Y de repente, ya no lo hizo”. Una frase brutal, de una hope-keeper que un par de canciones atrás describía a la esperanza como un músculo.
Dicho esto, no obstante cuán sólido sea el material, la abundancia de autorreferencias no puede sino extender la pregunta de si Björk se chocó con una pared creativa, si alguien que es vanguardista por definición descubrió su propio tope. En defensa de Fossora, lo que distancia a este álbum del mero refrito es que, por primera vez en mucho tiempo, Björk parece haber recuperado un sentido de diversión. Los melismas del tema homónimo, por ejemplo, son tan melódicos como cualquier fraseo de Debut o Post, y se sitúan a años luz de las melodías de dos compases repetidas ad nauseam que anclaron a Utopia. “Fungal City”, en esa misma línea, es una de las canciones románticas más dichosas en todo el cancionero björkiano.
Hay, así, un arco que se va delineando a lo largo de Fossora, que va del trauma de la pérdida y el anhelo de conexión hasta el asentamiento romántico, pasando inevitablemente por el victimismo. “Victimhood”, el mejor tema del disco, corresponde a la parte más grotesca de la metáfora fúngica. No es un hongo que crece sino uno mismo quien crece de la mierda descompuesta, y los cambios de tempo, junto a las modulaciones melódicas, evocan un pantano fangoso del que parece difícil escapar. Pero cuando Björk entona la línea melódica por el final, sin embargo, despojada del sexteto de clarinetes, ya no suena embarrada sino libre.
Hay un componente interesante en que Fossora, un álbum sobre echar raíces, concluya con un dueto sobre el síndrome de nido vacío. En “Her Mother’s House”, a diferencia de “Ancestress”, es Björk la que entona las “falsetto lullabies with sincerity”, mientras que Ísadóra, su hija, pasa a ocupar el papel vocal protagónico. Por sobre todo lo demás, Fossora es el disco en que Björk se asume matriarca, literal y figurativamente. Sin su hija, sin su madre y sin Arca, completamente autosuficiente, Björk volvió a sus raíces para decir: “esta soy yo”.
Escuchá Fossora en plataformas de streaming (Bandcamp, Spotify, Tidal, Apple Music).