En su ensayo seminal de 1947 Van Gogh, el suicidado por la sociedad, el escritor Antonin Artaud argumenta que el declive del célebre pintor titular no fue causado por una manía interna, sino por un mal implementado por la sociedad que lo rodeaba, y el rechazo firme de su obra. Van Gogh buscaba acceder a un planteo sobre las contradicciones de la condición humana, y según Artaud, “acababa de encontrarlo y de descubrir quién era él mismo, cuando la conciencia unánime de la sociedad, para vengarse y castigarlo por haberse alejado de ella, lo suicidó”. El escritor cierra esta reflexión diciendo que “es parte de la lógica anatómica del hombre moderno, poder vivir y pensar en vivir, solo como poseído”. Palabras que décadas más tarde inspiraron a un joven Luis Alberto Spinetta a crear una obra que llevó estas nociones a un punto límite.
Hablar de Artaud es hablar de quiebres. Es hablar de música que lidia con una sensación angustiada pero liberada, con todo el tormento y goce que eso pueda significar. Es posicionar a uno de los mayores maestros del rock argentino en un momento en que no puede envisionar su trabajo con otras personas, y debe funcionar dentro de su propia esfera. Es mapear una propuesta filosófica contestataria y a la vez unificadora. Es poder comprender un sentimiento anclado a cambios específicos, pero que sin embargo se encuentran presentes en facetas de millones hasta nuestros días.
Pero antes que nada, hablar de Artaud es hablar de ser joven y querer comerse el mundo. Todavía verde con 23 años y con canciones como “Muchacha” ya incrustadas en el léxico cultural, Spinetta se encontraba con su segunda banda, Pescado Rabioso, y la onda del músico todavía estaba siendo definida. Tenía al lado suyo su conjunto más heavy y con sus primeros dos discos se plantaron como un sonido líder en el blues pesado de los 70 junto con artistas como Pappo’s Blues y Billy Bond y La Pesada del Rock and Roll.
Lo que sucede a partir de esto es una hermosa demostración de individualismo. Inspirado por las corrientes surrealistas, Spinetta decide conformar una obra singular, la más esotérica de su carrera. Tan esotérica que aísla a todos los miembros de su banda y Pescado se convertiría en una “banda” de una sola persona. Esta obra es acompañada por una portada octagonal imposible de colocar en estanterías, y es presentada en vivo junto con proyecciones de Un chien andalou y El gabinete del Dr. Caligari. En parte se ve a un artista en modo reaccionario, frente a sus pares y su audiencia. Pero también se encuentra un tinte de ansiedad, de necesitar hacer más ruido que antes, paradójicamente bajando el volumen.
El punto es que Artaud no sale de una burbuja. Se publicó en pleno 1973, un momento agudo de transición en la historia argentina: la dictadura autodenominada “Revolución Argentina” había llegado a su fin luego de siete años y Juan Domingo Perón había vuelto al poder, junto con la democracia. Con el diario del lunes es fácil prevenir que este nuevo orden no duraría por mucho tiempo, y una obra como esta plasmó la incertidumbre del momento. La única forma posible de reaccionar era accionar, pero la fatiga de saber que todo esto había pasado antes, sin garantías de que no volvería a pasar de nuevo, mostraba una pesadez dentro del ámbito nacional. En paralelo a este disco, Sui Generis publicó su magnífico Confesiones de invierno, una obra con enojo y desolación opuesta a un idealismo oscurecido, en el que habrá libertad solo “bailando a través de las colinas”.
Pero también hay que poner a Artaud dentro del contexto del rock en los 70, no solo argentino sino internacional. 1973 era ya un mundo alejado de todos los deseos de la contracultura hippie que había dominado los 60. El sueño estaba muerto: las guerras no se habían terminado, la paz no se había logrado, el amor por el prójimo no se había propagado. Artistas claves como John Lennon y The Rolling Stones dejaron, de forma muy agotada, la lucha cultural para desaparecer dentro de sus mundos musicales despechados y abandonados. La canción popular fue desplazada como la forma instaurada de hacer rock, y fue reemplazada por groove y destreza técnica. Con esto predominaron el hard rock y el rock progresivo, con altos conceptos desinteresados en cerrarse a un formato accesible. Es el año de The Dark Side of the Moon, Quadrophenia y Houses of the Holy, entre muchos más.
Con todo esto en mente, las ambiciones del Flaco se tiñeron de otros colores. Abandonar su banda más psicodélica por un proyecto casi en solitario implicó mirar el estado del rock en su momento y desafiarlo a no resignarse a una visión insular, sino a abrirse a las posibilidades a su alcance. Al presentar su disco en el Teatro Astral, lo acompañó con un manifiesto titulado “Rock: música dura, la suicidada por la sociedad” en el que criticaba en forma abierta la nueva cultura del género musical, definida por el exceso de drogas y sexo, y cómo este nuevo panorama se ha convertido en un negocio lucrativo. “Solo en la muerte muere el instinto -dice el manifiesto-. El Rock no es solamente una forma determinada de ritmo o melodía. Es el impulso natural de dilucidar a través de una liberación total los conocimientos profundos a los cuales, dada la represión, el hombre cualquiera no tiene acceso. (…) El Rock es el instinto de vivir y en ese descaro y en ese compromiso. Si se habla de muerte se habla de muerte, si se habla de vivir, vida”.
Allí el planteo es: el rock refleja la vida, y por eso así no se puede más. Aquí entran las nociones del poeta surrealista Antonin Artaud. “Quien lo haya leído no puede evadirse de una cuota de desesperación -dijo Spinetta para el libro Spinetta: crónica e iluminaciones-. Para él la respuesta del hombre es la locura; para Lennon es el amor. Yo creo más en el encuentro de la perfección y la felicidad a través de la supresión del dolor que mediante la locura y el sufrimiento”. Con este estado de mente, Spinetta presentó a Artaud como lo conocemos hoy: bajo el nombre de una banda ausente y con una portada irregular, incómoda. Se propuso un desafío a las actitudes nihilistas del escritor francés y las equiparó con la decadencia presente en el rock. Artaud busca resaltar en forma positiva, ser un documento de época que, de alguna manera, pueda significar una salida de los modelos culturales implementados. Si eso es posible, plantea esta obra, debe ser a través del amor.
Todo esto podrá hacer parecer que la música es obtusa o agobiante, pero ahí es donde se encuentra parte de la magia spinetteana, que se muestra en poder envolver ideas pesadas en composiciones ligeras, amables, incluso casuales. Como no hay una banda estable, la música pierde los tintes pesados de discos anteriores, y va al lado de música folk que te habla como si fuera un amigo de toda la vida. Al ser un disco sobre pasajes, es mejor escucharlo en las temporadas deambulantes del año, como el otoño y la primavera, donde parece que el tiempo se detiene y los cambios no se notan. Las melodías risueñas de “Todas las hojas son del viento”, el waltz sereno en los estribillos de “Supercheria”, las palabras cruciales de “Bajan”, todo denota un ambiente pastoral, con un pie sobre la tierra movilizada, pero alejado de la urgencia del día a día.
Al ser inspirado por uno de los referentes del movimiento surrealista, una de las particularidades de Artaud es cómo los temas se encuentran unidos por asociación libre. Las canciones alternan constantemente entre serenidad reflexiva y conflicto inevitable, y a primera vista no tienen un hilo conductor basado en lógica. En parte esa carencia es la que las une: el orden es pensado como una secuencia conflictiva, en el que no se pueda encontrar una conclusión definitiva, y así una supuesta epifanía solo lleva a abrir nuevas incógnitas. Esto es plasmado en el ejercicio literario de “Por” o de forma más profunda en el collage de sonido en medio de “A Starosta, el idiota” donde aparece una visión de la jovial “She Loves You” entrecortadada por una mujer llorando, marcando de nuevo la dualidad de pensamiento. Incluso enmarcado dentro de un lugar idílico, la mente no deja de cuestionarse, tal vez por eso es un lugar idílico.
Ese ida y vuelta se encuentra incluso dentro de las canciones mismas. El waltz ya mencionado de “Supercheria” se encuentra yuxtapuesto crudamente por una sección de rock que batalla por territorio dentro de la pieza. Como gran parte del disco, tiene acompañamiento de Emilio Del Guercio en bajo y de Rodolfo García en batería (una mini reunión de Almendra) que le dan un tinte conversacional a las frases “Siempre temblar, nunca crecer/ Eso es lo que mata tu amor”. También el disco tiene contribuciones en batería de su hermano Carlos Gustavo Spinetta, quien brilla en “Bajan”, quizás la canción más convencional del disco. Un himno de rock que da para estadio, con una melodía que comienza estridente y baja al llegar al estribillo, y así acompaña la búsqueda de la letra: poder amortiguar el paso del tiempo, que llegue todo en su debido momento. “Nena, nena, qué bien te ves/ Cuando en tus ojos no importa si las horas ¡bajan!”.
Sin tener a Edelmiro Molinari, David Lebón o Pappo a su lado por primera vez en su carrera, El Flaco se propone brillar en la guitarra como nunca antes. No solo esmera en los solos -como siempre, tan limpios y determinados- sino que propone armar estados de ánimo dentro de sus riffs, y que ellos establezcan el orden de las cosas dependiendo de cuándo entran en la canción. Cuando parece que el disco va a limitarse a ser plácido y gentil, entra “Cementerio Club” en forma de plegaria de blues desolado. La letra es mínima, pero entre línea y línea aparecen parpadeos de guitarra tan líricos que parecen palabras. Poco a poco sale un riff caprichoso que pide ir por más, para llegar al solo final rumiante, como ver en vivo a un animal determinar si ataca a su presa o la deja ir, y luego verla tomar la segunda opción y guardar sus energías para otra batalla.
Los momentos que se quedan dentro del formato acústico se encuentran diseminados y todos van por distintos efectos. Está el tema de apertura “Todas las hojas son del viento”, una miniatura altamente melódica que ancla el disco en un enfoque paternal, firme pero amable, que sugiere una guía para criar a un niño influenciada tanto por la tradiciones (“Cuídalo de drogas”) como por la contracultura (“Nunca lo reprimas”). Pero también se encuentra “Por”, un juego dadaísta de asociación de palabras donde la composición y la letra arman un complot para llegar a un punto climático fuerte. Pero rompiendo con tanta intención lúdica aparece en medio del disco “La sed verdadera”, que le habla al oyente con un tono mucho más severo y lo incita a romper con la idolatría hacia artistas como el mismo Spinetta: “La paz en mí nunca la encontrarás/ Si no es en vos…”, para luego desenvolver en un outro de ruidos de la vida cotidiana, bajando una vez más a la realidad.
Aquí vuelve el conflicto, donde ningún camino logra satisfacer sin incluir a sus contrarios. En esa dicotomía entra la “Cantata de puentes amarillos”, la pieza que engloba el dilema universal de este pequeño universo, lejos la más larga con 9 minutos de duración. Tomando imágenes de Van Gogh e inspirado por las reflexiones de Artaud, la cuasi épica se arma de gentileza para luego usarla en favor de gente e imágenes que necesitan afecto. Así marca una impotencia generacional marcando que “con esta sangre alrededor, no sé que puedo yo mirar”, tanto en referencia a la sangre de Van Gogh como a la sangre de la represión, notando que lo personal es siempre político. Spinetta deambula contando desilusiones, y luego corta en seco para advertir: “Súbete al taxi, nena, los hombres te miran, te quieren tomar”. Finaliza poniendo en duda la afirmación crucial que ancla el tema, “Mañana es mejor”, al ponerla en medio de este, y no como modo de conclusión, porque entiende que primero se tiene que atravesar el camino.
Por sobre todas las cosas, “Cantata” nunca olvida la importancia de su musicalidad. Abre con un “la-la-la-la” que nunca más será repetido pero llena la pieza de una calidez desmesurada. Arma pequeños estribillos que están a base de cada paso de la canción. Las armonías son siniestras, pero no peligrosas u hostiles. Ninguna parte de la pieza es demasiado ni alegre ni lúgubre, todo se encuentra en un gris verdoso-amarillesco, como la portada, que atina más y menos hacia un final cuyo desenlace tiene que ser definido por el oyente. Se establece un ambiente nocturno entrecortado por visiones de algo más esperanzador, pero la respuesta está en el aire, porque “ya es mañana”.
El final de Artaud denota el impulso final para seguir adelante. “A Starosta, el idiota” presenta la última incertidumbre antes de salir, con las líneas cruciales: “No creas que ya no hay más tinieblas/ Tan solo debes comprenderla/ Es como la luz en primavera”, lentamente juntando fuerzas para despertar. Hace falta un último “Vámonos de aquí” que cierra una puerta y sin titubear abraza “Las habladurías del mundo”, un blues que invita a bailar sin pudor ni pena. El riff abierto entra con la seguridad de alguien que sabe que tuvo que luchar para encontrar esa dicha. “No estoy atado a ningún sueño ya/ Las habladurías del mundo no pueden atraparnos” es la conclusión final del disco, logrando así el último quiebre del sueño hippie, el idealismo empobrecido, las malas rachas y el miedo al qué dirán. Todo sabiendo que la lucha va a seguir, pero con nuevos ideales llenos de matices adquiridos por la experiencia. Se cabalga entonces, obvio que con un riff rockero, hacia un nuevo horizonte.
Bien sabido es que la trayectoria de Spinetta no termina aquí. Bandas como Invisible y Spinetta Jade lo llevarán hacia direcciones ambientadas al rock progresivo y luego a los rincones más exquisitos del jazz rock, y el auge del rock nacional durante los 80 le daría el reconocimiento como prócer para incontables artistas que siguieron en sus pasos, junto con una cantidad estable de hits. Todo esto significa, sin embargo, que la onda folklórica abstracta explorada en este lanzamiento fue dejada un poco de lado. La excepción más clara de esto es su disco Kamikaze publicado en 1982, una maravillosa incursión puesta en composiciones acústicas adaptadas a las formas arcaicas de producción sintética de principios de esa década, con temas milenarios como “Ella también” y “Barro tal vez“.
Pero Artaud está firmemente plantada como una obra sin igual dentro de la cultura argentina. Tiene las características del mejor tipo de arte: el que no puede ser extirpado de su contexto histórico y personal, pero que logra detallar tribulaciones universales de modo tal que se sienten hechas para uno. En no más de 37 minutos, Spinetta traza un planteo existencial sobre el cansancio que trae la incertidumbre diaria, sin salidas fáciles o ambiciones concretas ya que el camino se encuentra demasiado oscuro. Entiende, con su hermosa empatía, que la forma de salir hacia adelante es seguir avanzando, y seguir yendo. Se pone la exploración de la búsqueda de la libertad como una performance contenciosa, sin una respuesta directa. El arte como vida, y la vida como desafío.