Por si todavía quedaban dudas, la segunda temporada de Euphoria terminó de demostrar que, sobre todo, la serie es en realidad la historia de Rue (Zendaya). La simpatía y predilección por ese personaje será entonces directamente proporcional al disfrute de esta nueva entrega. Cuando conocimos por primera vez a Rue, ella andaba más o menos sobria dejando espacio para que el resto de las tramas se desarrollen a la par; pero hacia el final, Jules (Hunter Schafer), su nueva droga que la alejaba de las otras, se fue y la abandonó. Entonces cayó en los brazos de unos tipos que la alzaron en una coreografía inaudita e increíble en ese gran finale que se emitió hace ya más de dos años. Esta segunda temporada será su caída, literal y metafórica.
Así, Euphoria se aleja aún más de la típica serie de adolescentes acomodados y reventados, gentileza de los puteríos entre Nate (Jacob Elordi) y las chicas populares, para ponerse más oscura. La adicción de Rue cobra más peso -en este sentido el especial en torno a ella emitido a fines de 2020 es un diálogo brutal con Ali (Colman Domingo) a modo de prólogo- al punto que los demás conflictos típicos de la adolescencia se vuelven insignificantes -aunque no lo sean- y parecen funcionar como una especie de relleno liviano o alivio tragicómico.
Ahora Rue consume todo lo que encuentra a su paso tratando de caretearla, y la carga dramática se expande y cae como un manto negro al indagar en el pasado, siempre doloroso y carente de todo cuidado y afecto, de los personajes más border o pesados, si se quiere: Fezco (Angus Cloud) y Cal (Eric Dane), el padre de Nate. Dos intros estética y narrativamente soberbias en forma de flashbacks en los capítulos 1 y 3, y ahora se termina de entender por qué Nate y su padre son tan terribles, y por qué alguien tan dulce como Fez vive rodeado de violencia y muerte. El tratamiento que la serie da a sus personajes, sobre todo a los más nefastos, es conmovedor.
En vez de juzgarlos, Euphoria nos invita a viajar al pasado en plan diván psicoanalítico para encontrar las causas, los traumas, los quiebres que torcieron un ideal de vida: un embarazo adolescente que restringe todo tipo de exploración sexual, una crianza a los tiros a cargo de una abuela gánster, y una colección de videos sexuales protagonizados por tu padre descubierta a los 11 años. Lo más valioso que tiene Euphoria, sobre todo porque cada vez escasea más, es la absoluta empatía hacia sus personajes. Cal rememora un baile lento con su crush de la adolescencia que no pudo ser, y es imposible no sentir algo incluso por un ser monstruoso. El guion de Sam Levinson es así de bueno, y logra lo imposible.
Pero también tiene fallas (y acá ya entramos en el terreno del spoiler). La caída de Rue, que ya venía en una picada de total desesperación hacia los capítulos 5 y 6 -las actuaciones de esos episodios merecen todos los premios existentes- es abruptamente dejada de lado para poner el foco en la obra teatral autobiográfica que Lexi (Maude Apatow) venía preparando desde el principio de la temporada, un personaje algo tapado en la primera que ahora cobra más relevancia por la relación que entabla con Fez. De todos modos, ella y su línea argumental -una obra que es un popurrí de conflictos reales con toques kitsch- no tienen el peso suficiente y la serie se distiende y, si bien hacía falta un respiro, se desinfla demasiado y los últimos dos capítulos de la temporada dejan sabor a poco.
Y no es que los problemas de Rue quedan para una tercera. Lo que parecía imposible, al punto de llegar a temer por su vida, se resuelve milagrosamente. Es como si Levinson, aplastando al personaje hasta lo más hondo de un pozo lleno de barro, de repente siente que es demasiado y lo saca de un tirón, lo limpia, lo acuesta y ni siquiera lo cuenta. Toda la atención y la carga dramática que la serie había concentrado en la adicción de Rue a lo largo de la temporada se diluye y se resuelve en un fuera de campo. No hay ni siquiera una secuencia rápida que muestre un progreso en su rehabilitación, un recurso barato que de todas formas podría haber sido bien resuelto dada la ya consabida maestría de la serie en cuanto a dirección y montaje.
¿Cómo hizo Rue para rehabilitarse si no pudo ser internada? ¿Acaso no lloraba su madre (Nika King) creyendo que se iba a morir? ¿Qué pasó con la valija llena de drogas que la madre tiró por el inodoro? ¿Acaso no le dijo esa dealer siniestra (Martha Kelly) que la iba a matar si no le pagaba por su valor? Preguntas que no sabremos si tendrán una respuesta en la próxima tanda de episodios.
Otra cuestión: ¿qué pasó con Jules? Lo mismo se puede decir de Kat (Barbie Ferreira) y su escaso tiempo en pantalla. Pero Jules, la que más brilló en la primera, la que hacía avanzar el relato con su llegada a la ciudad removiendo un poco el estado de cosas en la vida de los personajes, ahora es apenas una sombra, un recurso narrativo -junto con la nueva adición de Elliot (Dominic Fike)- en función a los mambos de Rue. Jules y Elliot solo cobran entidad cuando forman un triángulo con Rue, como guardianes (o no) de su secreto. En una última escena, Rue camina de lo más recuperada (acaba de cortarle el rostro a Jules que se acercó a saludar después de la obra) y se pregunta si ella fue su primer amor, incluso duda porque “estuve drogada casi todo el tiempo”. Con esta idea, Jules es borrada de un plumazo, así como la magia que hubo entre ellas, esa química que fue la esencia de la primera temporada.
Recaiga o no recaiga, las cosas no pueden quedar así. Habrá que ver cómo sigue, habrá que esperar. Y esa espera valdrá la pena porque si bien esta entrega tuvo sus bemoles incomprensibles, Euphoria continúa desplegando altos valores estéticos y dramáticos, además de manejar un discurso tan crudo como sutil extremadamente actualizado en cuanto a identidades de género, diversidad sexual, e incluso feminismo. Es ese nivel de calidad al que HBO nos tiene acostumbrados.
Euphoria está disponible en HBO Max.