En la serie de Phoebe Waller-Bridge, la audiencia sigue las idas y vueltas de una protagonista sin nombre que trata de sobrevivir a una vida sexual autodestructiva, a una familia disfuncional y, de manera cómplice porque nos mira directo a los ojos, al misterio detrás de una pérdida. Aviso: Esta nota contiene spoilers de la primera y segunda temporada de Fleabag.
Sí, Fleabag nos presenta a la protagonista que la televisión nos debía. En sus treintas, sinuosa, compleja, llena de fallas, aguda, encantadora, y auténtica. Era hora. El diálogo con Kristin Scott Thomas en la segunda temporada, quien interpreta a la exitosa mujer de negocios, pasará a la historia como una suerte de manifiesto: “Las mujeres nacemos con el dolor adentro, es nuestro destino físico: dolores menstruales, de pechos, dar a luz… Lo llevamos dentro toda nuestra vida, y los hombres no, ellos tienen que salir a buscarlo, por eso inventan todos estos dioses y demonios.” Pero el nudo dentro de todos los enredos de Fleabag son los desafíos de la verdadera conexión: qué pasa cuando alguien puede, realmente, verte.
Durante toda la primera temporada y en gran parte de la segunda, la protagonista defiende la soledad de su vacío -incluso enfrente de una terapeuta- mirando a la cámara. El recurso de la ruptura de la cuarta pared es un elemento clave de la historia y está completamente integrado a la trama. Pero, a pesar de nosotros, el personaje sabe que el vínculo con aquellos otros que habitan detrás de la pantalla, es ficticio. No podemos interpelarla desde el silencio, somos acompañantes mudos. Y detrás de todo esto, un conflicto íntimo que se elige contar de una manera muy pública, mirando a los ojos del espectador: lo complejo de generar un lazo con el otro.
Es que Phoebe Waller-Bridge tiene la habilidad de mostrar escenas de tremenda profundidad y cortarlas segundos después con un humor mordaz. Es la mixtura perfecta entre profundidad y liviandad, y la prueba del humor como recurso para conmover. La segunda temporada comienza con la secuencia de una cena que acierta en sus tonos, en sus ritmos, en sus diálogos, como si de repente estuviésemos viendo una obra de teatro orquestada, sin poder parar de reír y de ser, a su vez, sacudidos.
El retrato de un andar posmoderno de una mujer sin nombre, tan exultante como adormecido, tiene el final perfecto. Es la historia de amor de dos hermanas, un cura y un zorro, que persigue un rastro en la noche londinense.