Las condiciones de vida cuanto más cercanas al centro de la tierra más hostiles son. Cuanto menos, se vive desolado por la aridez del entorno, por la devastación del afuera conocido. Ese imaginario colectivo conforma la expectativa con que el espectador asiste a Petróleo, obra creada durante el programa Artista en residencia por el grupo Piel de Lava (y por Laura Fernández), que ya tiene acostumbrado a su público a desdoblar el sentido común poniendo en escena un cierto grado de grotesco, relevado no tanto en la estética – aunque en este caso sí en la construcción de los personajes-, sino más bien en la dinámica del relato. Y todo esto sostenido por un lenguaje teatral amable y cómico, que sabe cómo otorgarle carácter de proximidad a lo desconocido.
El atrevimiento más precoz que se toman las actrices es el de desmitificar la vida de los trabajadores de los pozos petroleros. Panorama foráneo para la mayoría de las poblaciones concentradas en las urbes, los pozos petroleros y la megaminería no pueden sino colaborar con la constitución del fantasma del capitalismo. Fantasma no porque éste no exista (estaríamos en condiciones de aseverar que la megaminería es la mega explotación, literal, de los recursos naturales en favor de intereses económicos y financieros, y por tanto representa incluso de modo metafórico al capitalismo “salvaje”); sino porque lo que deriva es la ruina, la desaparición de la vida. Dentro de este escenario poco alentador, la fantasía -así como el sueño de la razón, de Goya- produce monstruos. Se fantasea con seres ermitaños, reacios, toscos, que van en busca de un trabajo insalubre, ingrato y sacrificado, por razones exclusivamente económicas. Pues bien, Petróleo impugna todo relato realizado mediante la formulación de razonamiento deductivo.
Las mujeres de Piel de Lava (Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes) se ponen en la piel de 4 trabajadores petroleros. “El Carli” (Pilar Gamboa) es quien encarna el estereotipo de tipo rudo o machote, de esos que se comportan según las normas sociales que dicta el patriarcado. Es éste un rasgo que se encuentra con frecuencia entre los hombres de pueblos conservadores, que suelen ser aquellos más identificados con el olvido, con la desidia y con la lejanía a la ciudad, casi como norma. Y “El Carli” es el personaje que sufre la metamorfosis más violenta. Es al final de la obra un hombre nuevo; se muestra como si estuviera, de pronto, descubriendo el mundo. Carli se viste, se desviste, se trasviste, se despoja de lo que hace bulto, y se redescubre en la seductora altura de zapatos ajenos. Zapatos que son, nada más y nada menos, que de “El Pallla”, personaje que se constituye como su opuesto complementario.
La utilización del lenguaje coloquial llevado al abismo es lo que estipula las relaciones, y es también lo que demarca la condición de cada personaje. Llevado al abismo no por hacer referencia a una imagen; es una atadura a la etimología de la palabra “jerga” lo que expresa aquí el contenido. Abismo, entonces, porque ese mismo lenguaje por demás ensuciado termina por tragarse la amabilidad de las expresiones para denotar un uso imperativo y hasta cautivo del propio léxico. Para decirlo de otro modo, el lenguaje que emplean los muchachos de la obra pertenece a un lecto o variante lingüística que se desempeña como etiquetador de clase y de convenciones sociales totalmente estereotipado. La excepción a la regla es el personaje nuevo, “El Palla” (Elisa Carricajo), ese que no deja de generar sorpresas entre sus compañeros y entre el público, y que simboliza la liberación de un cuerpo masculino sometido a parámetros sociales emparentados con el patriarcado.
No es posible asegurar que esos muchachos son machistas, pues se trata de hombres que adoran a las mujeres y no hay expresiones que denoten agresiones contra las mismas. Sin embargo, se advierte un rasgo de masculinidad tan marcado que termina por ser parodiado incluso por ellos mismos; y es en esa adoración a la mujer (que cada uno expone a viva voz) que se filtran vestigios de agresión asociados al objeto (de deseo), en tanto constituye un lugar sin lugar.
Hay, en una descripción elegíaca que realiza “El Carli”, un vasto ejemplo de esto. Se trata del relato de una mujer de su familia, a la cual sitúa como una dulce criatura. No obstante, esa dulzura queda sesgada cuando se alude al goce de la mirada masculina posada en la pequeña, y cuando se deduce de sus palabras su pérdida. Se vislumbra la crueldad con que se prefigura a la mujer, aquella que se disipa en su evocación y se fuga en el intento por apresar su belleza. Para “El Carli”, la evanescencia del sexo opuesto está siempre esperando a sus espaldas; por eso concluye que lo mejor es hacer pis sentado, así no lo agarran desprevenido de nuevo.
Quizá estos personajes advierten que es preciso pensar en qué es lo que se tapa con esa especie de pantomima, que subyace a la exacerbación de ciertas conductas anudadas a preceptos sociales. Esto no quiere decir que se trate aquí de homosexualidad, sino que hay un cuerpo que está respondiendo necesariamente a un afuera, y que no está de ningún modo sujetado a las necesidades particulares. El personaje encarnado por Valeria Correa, “El Formo”, es quien abre finalmente la puerta para ir a jugar, luego de sentirse cómodo entre lentejuelas y pintalabios de una fémina que manifiesta su presencia (y el despliegue de toda su feminidad) en forma de objetos.
El humor en esta obra tiene una función política bien dirigida: recae sobre la morfología de las palabras, pero se ocupa del manejo del lenguaje. Es llamativo que el lenguaje ensuciado del que se sirve especialmente “El Carli” sea puesto en jaque por “Montoya” (Laura Paredes) y que “El Palla” acuda a un lenguaje formal, adosado a lo protocolar -tanto así que al momento de describir problemas relacionados con la electricidad, entre otras especificidades, lo hace de manera técnica, utilizando conceptos que son propios de ese rubro. “El Palla” se erige como un sabio haciendo que la atención se derive a su figura y, por ende, descentraliza a “El Carli”, quien intenta llamar la atención continuamente. Una de las estrategias a las que éste acude de modo habitual es la verborragia y la narración de historias (y de chismes), pero la precisión en las terminologías y en el “buen uso” del lenguaje de Palladino le pasa la topadora.
La pregunta que cabe hacerse es por qué Piel de Lava activa dichas operaciones de lingüística aplicada y de lingüistería en este momento histórico. ¿Qué pasa con la palabra en la actualidad? La legislación del lenguaje no es cosa de ahora; tampoco lo es el levantamiento social en pos de una apropiación del lenguaje. Pero lo que sí resulta novedoso es que la legislación de la palabra se efectivice desde afuera hacia adentro (de las instituciones). La pauta sobre la cual es posible pensar en la introducción de un cambio radical en el lenguaje (que se hace llamar “lenguaje inclusivo”) la dio la R.A.E. al incorporar a su excelso catálogo del lenguaje las palabras y expresiones de uso corriente y callejero (“la calor” es un claro ejemplo de estas nuevas expresiones avaladas por la institución). El buen uso del lenguaje se ajusta y se distiende, como se señala, cuando se halla subordinado a las instituciones. Ahora bien, se debe pensar qué ocurre con aquello que pretende ser inclusivo dado que, así como ocurre con las clasificaciones, siempre prevalece una exclusión previa, una categorización, que en última instancia no es más que una porción de realidad.
Sin embargo, en medio de la Patagonia, a metros de un gran pozo petrolero casi vacío, pasando noches gélidas en un tráiler, y con una fogosidad que alcanza su máxima expresión en un estrambótico tapado de piel, lo que se enciende es la pasión colectiva que espabila a los muchachos por medio de una catártica danza ricotera. Lo que queda, entonces, es la sensación de que todos formamos parte de una misma cosa, pese a las diferencias. Y lo que se espera es que vuelvan… Evocamos a Petróleo con el mismo fin.