Después de su ópera prima, Cómo funcionan casi todas las cosas (2015), el director Fernando Salem transpuso al cine la novela Agosto (2010) de Romina Paula. Con música original de Santiago Motorizado y un paisaje inhóspito, Salem adapta la novela y forja en su segunda película un universo de apariencia pulcra y confortable pero que, por detrás, es precario y tambalea.
Aceptada la invitación de asistir al esparcimiento de cenizas de su mejor amiga, Emilia (Antonella Saldicco) colisiona con todo eso que despojó en algún momento. Lo inconcluso del pasado y lo lejano, de lo perpetrado y remoto, se impregna y le mueve lo poco que tenía acomodado. Sórdida, introspectiva y existencial, se desenvuelve esta historia que socava sobre lo que pudo ser y no fue, y sobre cuánto movimiento puede generar toda esa pelota de dudas por dentro.
Emilia es dubitativa, carece de confianza. Está insegura de su trabajo como psiquiatra en Buenos Aires, está insegura de la relación con su novio y con su ex novio, está insegura de la propia vida en Buenos Aires. Está insegura de la muerte y del amor. Emilia es lenta con los sentimientos y está en movimiento: va de Buenos Aires a Santa Cruz, vuelve de Santa Cruz a Buenos Aires.
Allí se reencuentra con Jorge (Osmar Núñez), un señor con surcos en la cara, canas y ojos rendidos, el papá de su difunta amiga. El estrujón hace tensionar una ambigüedad recóndita; los brazos rodean los cuerpos; hay distancia pero también complicidad; hay lejanía pero también restos de vivencias. Saldicco, en su primer protagónico de largometraje, emana con solvencia ese cúmulo de incertidumbres.
En un primer vistazo superficial, a la película se la puede ubicar fácilmente en el grupo de films donde los personajes vuelven a sus pagos de origen, con todo lo trillado y cliché que personifica ese casi género en sí. Pero en el guion de Salem se teje un entramado mucho más complejo de avizorar. Los tópicos del género se presentan pero de forma solapada. La historia vira, fluctúa y se desarrolla interpelando desde otras aristas.
“No sé, ¿qué importa?, ya está muerta,” responde Emilia ante la pregunta sobre el destino incierto de las cenizas. La naturalización de la muerte como algo cotidiano, como un lugar de sosiego y frialdad, se cuela en la historia y en la protagonista que pareciera una chica que todo lo atraviesa con un estoicismo impoluto. Lo fugaz, lo etéreo y lo pasajero del amor también deambula en la órbita de los diálogos recurrentes entre los personajes. La película se transforma en una lucha interna constante en el que coexisten todos esos fantasmas de los mundos posibles. Esas realidades que ya no se tienen, ni tendrán porque se desecharon en un pasado. La premisa de la película se funda en ese coraje providencial para franquear las luchas, para alejarnos del ser despiadado y permitirnos volver a amar como si la muerte no existiera.
La película de Fernando Salem es generosa, desinteresada e intransigente. No busca condescender. No busca dar respuestas o cierres redondos. Sugiere poner en crisis, problematizar, preguntar, preguntarse, exteriorizar, evidenciar, y –sobre todo- atentar contra esos interrogantes que siempre nos sofocan pero también nos hacen.