Después de haber conquistado al país con sus shows en el Movistar Arena, Rosalía trasladó su Motomami World Tour al gran escenario del Lollapalooza Argentina 2023. Con lo deslumbrantes que habían sido sus presentaciones en el recinto de Villa Crespo, cabía preguntarse si iba a ser exitosa la adaptación de un (revolucionario) espectáculo que es ideal para un teatro o un estadio mediano. Alcanzó con el rugido de la motocicleta y con su aparición al mejor estilo cyberpunk para entender que el público en el Hipódromo de San Isidro estaba a punto de vivir una nueva noche histórica de la mano de la artista española.
Rosalía es una artista en el sentido completo de la palabra: el flamenco, el rap, el pop y la canción latina originaria conviven en ella sin que le sea necesario asentarse dentro de un género o estilo musical específico. En ese sentido, Rosalía es la definición de la nueva canción hispana: una que respeta a la tradición, que no tiene problemas en abrazarla, pero que tiene muchísimo amor por la experimentación sónica y conceptual.
Sin tintes medios, “Saoko”, “Bizcochito” y “La fama” hicieron temblar el predio y pusieron a bailar sin parar a las miles de personas que se agolpaban cerca del Escenario Samsung. Tres canciones que doblan los límites de lo habitual y que se convierten en un acto de clase por completo desfachatado. Con mucha pericia, la oriunda de Cataluña logró trasladar de una forma muy eficiente el vertiginoso concepto sonoro y cinematográfico al gran escenario, convirtiendo el espacio por momentos gris y abierto en una sucesión de pequeñas escenografías que completaban el significado de cada canción.
El frenético juego de cámaras –con una cantidad de planos muy difíciles de lograr en movimiento– que se vio en las pantallas, fue una notable demostración de que lo analógico y lo digital pueden complementarse al punto de crear algo realmente novedoso. Los unipersonales de ella con la lente rompieron todas las paredes posibles y desterraron para siempre el uso de parafernalia excesiva para generar impacto en un recital. El blanco que hizo las veces de fondo dio la sensación de estar presenciando un ensayo, cuando en realidad lo que se estaba viendo era el montaje de una película.
El flamenco más experimental apareció literalmente al rojo vivo con el mashup brillante entre “De aquí no sales” y “Bulerías”, “Malamente” y “LLYLM” quedando su performance en el centro de la escena mientras por momentos los bajos rompían los límites sonoros y ella alcanzaba un nivel de transformación absoluto sobre las tablas. A medida que el show avanzó, se hizo notoria la mutación en los tonos y por ende en la transmisión de sensaciones, con Rosalía dominando a placer el rango de los agudos y dejando en claro que también puede perforar el piso con sus graves.
La amplia paleta rítmica y sonora se completó con un contacto directo con el reggaetón (“Con altura”, “Linda” y “La noche de anoche”), con un juego intenso con el pop 3.0 (su cover bien crudo de “Blinding Lights” de The Weeknd) y con un inesperado coqueteo con la rave en el cierre de “DESPECHÁ”. La tríada compuesta por “Diablo”, “Hentai” y “La combi Versace” –tres exploraciones del alma muy distintas entre sí– expuso su costado más vulnerable, mientras que el grand finale de la mano de la esquizoide, caótica y lisérgica “CUUUUuuuuuute” fue la mejor manera que tuvo Rosalía para definirse como artista. Alguien que pisa bien firme en todos los escenarios y que experimenta sin miedo a lo que digan los cánones de la época. La matadora, claro que sí.