Día 1: Juegos de espejos y performances inolvidables
La imponente presencia de Jessie Ware fue suficiente como para sentir que el Primavera Sound Buenos Aires estaba en marcha. Bajo un sol radiante, muchísimos fanáticos y fanáticas de la británica se acercaron para disfrutar de un show muy bailable en el que el pop moderno dialogó continuamente con el R&B, el soul, el funk y el disco. Acompañada por una banda de lujo, Ware pintó el predio con un sonido que combina tintes retro con una mirada siempre puesta en el horizonte.
Compartiendo horario, se presentaron a algunos metros de distancia Sevdaliza y José González. Una prueba cabal del eclecticismo de un festival con un público evidentemente amplio en cuanto a gustos musicales: el cantautor nacido en Suecia trajo consigo una valija llena de pop rock y folk clásico. Llevadero, emocional y poderoso, por momentos dominado por un espíritu entre tribal y andino, el suyo fue uno de esos momentos en los que todo pareció estar alineado a la perfección. Por su parte, la performer y cantante danesa-irání fue uno de los puntos altísimos de la jornada con una presentación alternativa, plagada de potencia, fineza y clasicismo. Texturas oscuras, una sobredosis de pop, rock industrial, techno, dance y electrónica, acompañadas por una impresionante capacidad para atar su cuerpo a la melodía y una voz frontal que por algunos minutos convirtió al tercer escenario en el principal.
Siguiendo con el juego de opuestos, El Doctor y Father John Misty le abrieron paso a la segunda mitad del primer día del Primavera Sound en Buenos Aires. Sinónimo de calle y realidad, representante genuino del hip hop nacional, El Doctor se destacó por un show muy pesado y agresivo, algo celebrable dentro de un marco tan mainstream y con poca representación de los márgenes. Con banda en vivo, cruzando trap, rap y drill con rock pesado y heavy metal, el oriundo de La Matanza generó un clima de locura y descontrol con la oscuridad genuina de nuestras calles como bandera y se retiró por completo en su ley.
Sin escalas, pasando de lo terrenal a lo espiritual, la llegada de Father John Misty generó una atmósfera que penduló con suavidad entre el romanticismo y el misticismo. Una experiencia completa sazonada con rock y psicodelia clásicos, así como también con una elevada dosis de blues, folk y country, siempre haciendo eje en una muy bien llevada figura de crooner que se robó por completo el protagonismo en la media hora final de un verdadero ascenso a los cielos.
Pero si de redoblar la apuesta se trata, Mitski llevó tanto la performance como la conexión con la audiencia a otro nivel: acompañada por una banda arrolladora, la cantante japonesa-norteamericana replicó la meticulosa pared sonora que desplegó días antes en el Teatro Vorterix y apostó por el maximalismo absoluto en una jornada dominada por cierta prudencia en términos visuales. Después de un ingreso tranquilo, lo que siguió fue impresionante: una bomba compuesta por punk, rock industrial, hard rock, pop, electrónica, techno y emo rock que estremeció a todos los presentes hasta los huesos.
Llamarla performer es sin dudas quedarse corto, ya que lo que hizo fue –en un giro operístico– escenificar un drama íntimo, opresivo y oscuro en cada canción. Las interpretaciones funcionaron como una corporización del dolor y el miedo más profundos, lo cual hizo que por momentos el show se convirtiese en un tour de force muy difícil de procesar. Mitski nos dejó en claro que el futuro llegó hace tiempo y que no es tan luminoso y esperanzador como podíamos llegar a imaginarnos.
Ya bien entrada la noche, en el tercer escenario del festival, los platenses de Peces Raros dejaron su huella con su siempre ingeniosa combinación de rock, electrónica y post punk. Una propuesta en la que conviven sin problema alguno el trance alternativo y el quiebre más distorsivo y guitarrero. Siguiendo sus huellas, Caroline Polachek entregó un espectáculo muy bello desde lo conceptual e intenso desde lo emocional, en el que el volcán en erupción a sus espaldas representó el sinfín de estados emocionales transitados.
Charli XCX: Días de un futuro pasado
Luchando contra una infección en la garganta y con una batería de antibióticos encima, Charli XCX tuvo un debut tan delicioso como triunfal en la Argentina. Con un juego de visuales muy por encima de la ocasión, la británica salió al escenario en soledad, plantándose como la única protagonista de un show que bien podría ser considerado brutalista: todo su poder reside en una estructura experimental que nunca se queda quieta, que siempre está en un proceso de cambio y evolución.
Desde el primer segundo de “Lightning” hasta el cierre con “Good Ones”, la oriunda de Cambridge desplegó todas las virtudes de una propuesta integral en la que la esencia del pop y de la música electrónica están comprendidas y desarrolladas a la perfección. Causa y efecto, es decir, un sonido es una sucesión de beats pensados para aprovechar al máximo un subidón que está notablemente escenificado por la verdadera artista post pop de nuestro siglo. El uso de las pistas no fue una excusa para tomar aire, sino una herramienta para generar aún más impacto y permitirle a ella contornearse hasta moldearse en la forma de cada una de sus melodías.
El autotune –clave para comprender el sonido maleable de Charli XCX– hizo las veces de amplificador y extensor de una voz que lo utilizó solo en los momentos de mayor ebullición, creando una unidad cyborg que en los momentos de fuerza elemental se despojó por completo de lo maquínico para dar rienda suelta a una de las voces más potentes y claras de la industria.
A pesar de que en la superficie Charli XCX fue una tromba de energía, disparando una canción tras otra, lo importante terminó siendo lo que no está a la vista: ahí en lo más profundo de la fiesta, anida la oscuridad más tenebrosa. Y eso fue transmitido a la perfección a través de un juego desquiciado entre una atmósfera cercana a la rave y otra mucho más contemplativa. Casi como una metáfora de la dolencia con la que tuvo que convivir durante el show, para Charli XCX la del sábado fue otra de esas noches en las que el mañana no estaba en los planes. Un lugar muy personal en el que pasado, presente y futuro entrecruzan sus líneas temporales para generar algo inesperado.
Travis Scott: Una noche histórica para el hip hop
Conociendo lo que se esperaba de él, Travis Scott desembarcó en nuestro país e hizo historia para el hip hop como movimiento cultural a nivel global. De la mano de una puesta en escena basada en la dualidad entre la tierra y el espacio, el rapero norteamericano emergió desde una inmensa plataforma rodeado por mucho fuego y un público totalmente enardecido. Como manda la tradición, Travis Scott trajo consigo un show de trap muy crudo en el que predominaron la intensidad física, la aceleración sonora y el frenetismo visual.
El águila surcó sin cesar los cielos de la ciudad con una muy eficaz mezcla entre trap, rap, southern hip hop y drill. Como buen aprendiz de Kanye West y su revolución de la mano de 808s & Heartbreaks, el texano dobló todas las estructuras sónicas y rítmicas con el autotune y dejó en claro que como productor es uno de los más interesantes de la escena actual: sus letras no se centran en el contenido sino en la manera en la que se fusionan con el beat y logran llevar las riendas rítmicas de la canción. A medida que la locura se iba expandiendo por todo el corralito situado frente al escenario, La Flame descendió poco a poco al plano terrenal, aprovechando la ocasión para homenajear a su amigo Takeoff con un segmento de “Last Memory”.
Sin lugar para los débiles, el desgaste físico estuvo muy bien compensado con una alternancia entre fraseos cortos y gritos desgarradores; pero en los momentos en los que se puso a rapear –todo en movimiento – dejó en claro por qué es el líder de la nueva generación del hip hop. Aún en los tramos más “tranquilos”, Scott fue capaz de llenar el predio desde la inflexión, pero en la segunda mitad del setlist quedó expuesta la (muy) bienvenida carencia de fórmulas hechas en su música. El diablo siempre está en los detalles: cada una de sus canciones es una verdadera creación que sorprende por la diversidad de detalles, texturas y matices.
La breve incursión en su nuevo material (su tan esperado Utopia, pronto a ver la luz) lo encontró en un tono más cercano al rap clásico y más introspectivo, algo que contrastó con una atmósfera literalmente prendida fuego; la lisergia también tuvo su protagonismo durante el setlist, pues Scott siempre comprendió que el trap podía ser la nave nodriza para reformular al rock psicodélico tradicional.
La despedida –previo deseo de buena suerte para el mundial– llegó con dos hits supremos como “Sicko Mode” y “Goosebumps”, que fueron cantados y pogueados de principio a fin para que Jacques Bermon Webster II se retire con una sonrisa de oreja a oreja. Lamentablemente, quedó un sabor extraño debido al encendido de una bengala que de manera insólita fue ingresada al predio, esquivando vaya uno a saber qué tipo de endeble control de seguridad y poniendo (una vez más) en riesgo la integridad de muchas personas.
Día 2: Música antes de que se caiga el cielo
La que iba a ser una jornada plagada de artistas muy interesantes, terminó siendo un cierre reducido –con horarios acomodados sobre la marcha– gracias a la tormenta que cayó durante casi toda la tarde/noche sobre un predio que le quedó chico a la gran convocatoria de los Arctic Monkeys. Aún así, los puntos destacados no escasearon. Juana Molina pisó fuerte con su propuesta experimental y ecléctica, siempre consiguiendo emocionar y, al mismo tiempo, recorrer las diversas facetas que componen su sonido. En plan solista, Santiago Motorizado demostró que desde la guitarra también puede manejar a la perfección las pulsaciones de una banda: entre la calidez y la explosión, su show sirvió como un homenaje y actualización a muchas de las más grandes tradiciones de nuestra música.
Consagrándose como uno de los mejores números del festival, Phoebe Bridgers hizo gala de una propuesta 100% alternativa apoyada sobre el folk rock, pero con una enorme habilidad a la hora de crear imágenes y paisajes sonoros más bien pesadillescos. Al ritmo de una frontwoman notable, la presentación tuvo momentos de tensa calidez, sin por ello entregarse a la contemplación pasiva: a medida que avanzaban las canciones, la atmósfera cambiaba permanentemente como si fuese una paleta móvil de colores entre vívida y pastel. ¿Hubo momento para la distorsión? Sin dudas, sobre todo durante el cierre de la mano de “I Know The End”, cantada con el alma y el corazón bien cerca de sus fanáticos.
Mientras la lluvia ya caía con mayor intensidad, Interpol salió al escenario Samsung práctica e involuntariamente a cumplir con su rol de teloneros de los Arctic Monkeys en formato festival. El grueso del público se concentró en la zona para vivir casi una hora a puro indie rock y post punk con retazos de aceleración manchesteriana. La presentación de The Other Side of Make-Believe (2022) fue una excusa para volver a comprobar que son una de las bandas más sólidas del género. El versátil golpeo de Sam Fogarino y las ráfagas electrizantes de Paul Banks se formaron como la unidad de ataque central, apoyadas por un Brad Truax que desde el bajo serpenteó sin cesar sobre las bases. Una banda de post punk hecha y derecha, que siempre rescata emotivamente a Joy Division: secuencias fuertes y directas, con mucha oscuridad y misterio, creadas para cruzar el baile con la potencia total.
Mientras la mayoría de la multitud empezaba a peregrinar hacia el otro lado del predio, Interpol decidió cerrar con un rayo fulminante, desatando toda su furia y su rabia sobre el público. Una clase de distorsión como la de antes, como aperitivo de uno de los shows más esperados del año. En paralelo a los Arctic Monkeys, Arca juntó a su aquelarre bajo la cortina de agua para dar una cátedra de cómo ser complejo y bailable al mismo tiempo. ¿Cómo lo hizo? Con un set basado en la polarización entre el baile más salvaje y desaforado y el maquinismo de los arreglos más técnicos y precisos. Sin tanta complejidad pero con muchas ganas de bailar hasta que todo se termine, Bad Gyal bajó el telón bien pegadita al escenario de Lorde a puro reggaetón sazonado con EDM, dance y pop clásico.
Arctic Monkeys: Siempre seremos…
La quinta presentación de los Arctic Monkeys en la Argentina fue muy accidentada y no solamente por cambio de horario y el inevitable recorte en la duración. Acompañados por una escenografía que cruza la estética espacial de Tranquility Base Hotel & Casino (2018) con la más urbana de The Car (2022), el orgullo de Sheffield salió al escenario para encontrarse con una multitud que definitivamente superó la capacidad del predio. Esto, sumado a una muy mala disposición de los corralitos, generó un efecto de embudo en la zona central del predio que estuvo cerca de terminar muy mal.
El lounge semi-espacial de “Sculptures Of Anything Goes” mejoró la existencia de las miles de personas que, empapadas, pedían una sobredosis de locura. Del dicho al hecho, “Brianstorm” generó un torbellino humano en el que mucha gente cayó desmayada por el asfixiante efecto embudo que llevó a que el vallado tuviese que ceder mucho más de lo recomendable. Muy preocupado, Alex Turner mostró muchísima “viveza”: decidió frenar el show y, tras reunirse con sus compañeros y la producción, pidió que todos diesen varios pasos atrás y más cuidado. No hubo manera de evitar el descalabro con el cierre de uno de sus éxitos más revulsivos, pero el hecho de que hayan sumado la tranquila y voladora “Cornerstone” de inmediato a la lista fue un mensaje claro.
Claro que esto no fue comprendido por muchos de los que se agolpaban bien cerca del escenario: “Snap Out Of It” –la cruza perfecta entre las dos etapas más marcadas de los británicos– fue cortada también a la mitad y volvieron las reuniones y los pedidos de calma. Volvieron al ruedo, pero alternando entre el la sensualidad más oscura (“Why’d You Only Call Me When You’re High”) y una versión más acelerada y jazzera de “Four Out Of Five” que los encontró disfrutando de un proceso de persistente evolución en el que nunca hay absolutos.
El despegue hacia lo desconocido volvió a corporizarse en una versión un poco más directa de “Arabella” que fue dominada por los juegos rítmicos de un Matt Helders impecable y que tuvo como cierre el riff de “War Pigs” de Black Sabbath. Enlace con el metal originario que tuvo mucho sentido durante “Potion Approaching” por su estética grandilocuente y ruidosa, con batería y guitarra explotando en las cercanías de la marea humana. Turner pasó con mucha elegancia y solvencia por todas las versiones del frontman, pero dos destacaron con creces: la del regulador de emociones (“There’d Better Be A Mirrorball”) y la del seductor empedernido (“Do I Wanna Know?”). Para “Tranquility Base Hotel & Casino”, el británico desgarró la voz al máximo posible y le dio mucha más crudeza y locura a una canción hecha para el lobby de un hotel intergaláctico. Del pequeño desmadre (“Pretty Visitors”) al gran desmadre (“I Bet You Look Good On The Dancefloor”) hubo pocos grados de separación y muchísima nostalgia.
La despedida fue con “Body Paint”, un híbrido entre lounge, hard rock y retrofuturismo que es la joya del nuevo disco, y con una (nueva) versión muy poderosa de “505”. Dos momentos muy guitarreros con los que, entre sonrisas, dejaron en claro que, aún con toda su notable y lógica evolución a cuestas, siguen siendo todo eso que el mundo está empecinado en decir que no son.
Lorde: Catarsis a la luz de la luna
La sensación de que Lorde iba a ser quien finalmente cerrase la primera edición del Primavera Sound Buenos Aires sobrevolaba un predio mucho más que pasado por agua. Apretando un poco más de lo esperado su setlist, la cantante y performer neozelandesa se enfrentó a la lluvia en lo que fue una hora a pura (y dolorosa) catarsis tanto arriba como abajo del Escenario Samsung.
Abrazando el fuerte contraste entre su más reciente disco, Solar Power (2021) y el tándem compuesto por Pure Heroine (2013) y Melodrama (2017), Lorde eligió un concepto estético –bonito y espectacular visualmente– que representó los ritos de la ceremonia solar en una jornada en la que el sol ni siquiera asomó entre las nubes, pero que funcionó como una perfecta metáfora de los fuertes contrastes que caracterizan la explosiva e intrigante carrera de esta gran artista.
El balance entre sus clásicos y las nuevas composiciones fue perfecto, haciendo convivir melodías (folk, pop, art pop, dance, techno, electro pop, pop psicodélico) y emociones (angustia, alegría, liberación, opresión, dolor) opuestas sin que se genere ningún ruido comunicacional. Porque Lorde basa sus shows en una intensa y muy particular conexión con un público que, como ella, lleva el sentimiento a flor de piel y necesita involucrarse en un proceso espontáneo de sanación corporal y espiritual.
Así, el cierre del festival se sintió como un viaje que simuló los diferentes estadíos del sueño y que navegó por la complejidad lírica-sonora extrema de las creaciones de Lorde. Una exploración de los miedos que puso de manifiesto que con ellos también se puede bailar, porque a veces hay que escaparse por una tangente inesperada. En un momento, Lorde dijo que a veces era “demasiado dramática” y hay que atreverse a contradecirla: a su manera, sin seguir a nadie ni usar fórmulas desgastadas, ella logró afrontar situaciones difíciles y convertirlas en canción sin jamás hundirse en el cliché.