“¡Fuck el stylist!”, vocea la persona con más estilo del planeta y, paradójicamente, una detractora del convencionalismo. Rosalía tiene un estilo único porque hace lo que se le da la gana. Es dulce y honesta; lágrimas y risas lo demuestran. Insolente e inocente a la vez. Y hasta a veces pequeñas miradas rápidas al suelo la delatan, como si en el fondo, entre la fama y las giras mundiales, ella tampoco entendiera lo que está pasando. Como una niña recibiendo un regalo, la estrella catalana evidencia su ingenuidad con aquellos momentos pueriles y sumamente fugaces que se escapan del guion de la Motomami World Tour.
Hablemos de estilo. Se apagan las luces. Flash y griterío. Aparecen bailarines simulando un ejército de monos en una coreo de tintes surrealistas. Hombros caídos, rodillas flexionadas y nudillos rozando el suelo. Ella sale del medio, con un casco de luces led. 2001: odisea al espacio depurada al pie del cañón. ¡“Saoko”! Acelera y arranca a toda velocidad para no frenar más. El Movistar estalla con el primer hit. “Chica, ¿qué diiiices?”, incita con pantomima desafiante a la multitud ferviente que aguardaba ese preciso instante para descargar todas sus energías al unísono del “Saoko, papi, saoko”.
Los bailarines reemplazan a la banda. Un grupo queer que enamora al público con destreza, carisma y efusividad. Enseguida se ponen en línea recta, uno al lado del otro, espaldas al público. El misterio rápidamente se rompe con el suave tintineo de “Candy”. Rosalía empieza a marchitarse en melismas y su virtuosismo vocal es venerado por una tormenta de aplausos que le abren paso al huracán de “Bizcochito”. El baile viral hace temblar el escenario porque quienes prestamos atención al vaso de agua recordamos la clásica escena de Jurassic Park.
“¿Cómo estamos esta noche?”, pregunta y el público le dirigió la grata satisfacción espiritual y física de poder presenciar un hecho cultural histórico que dará mucho que hablar. Se pone los lentes negros en pos de entonar “La fama”. Miles y miles fueron responsables de reemplazar a The Weeknd. Lo que es una hazaña colosal parece tan fácil como parpadear. Una oportunidad de cantar más fuerte y demostrar que ninguna otra estrella puede brillar más fuerte que ella.
De emocionarnos a emocionarse. Con una Les Paul negra colgada que contrasta el azul de su vestido, recuerda lo sucedido tres años atrás. Confiesa que fue la primera vez que sintió aceptación en el extranjero y agradece el cariño que se tuvo con ella al canturrear la intro de “Pienso en tu mirá”. Hay en estos pocos versos una divina reminiscencia. El llanto refleja la sinceridad de sus palabras, son estampas imposibles de olvidar guardadas en el alma. “La cantaron con tanto amor. Me acuerdo como si fuera ayer -dice conmovida-. Me gustaría volver a repetir ese momento”, agrega con agua en el fondo y fuego en sus manos tocando “Dolerme”. Desde el minimalismo Rosalía exprime una gran cantidad de recursos formales que subrayan la arbitrariedad del vivo. El mix abreviado de “De ahí no sales” y “Bulerías” es vestigio de un extenso repertorio y del capricho de abarcar lo más posible para darlo todo en una misma noche.
Los sentimientos para Rosalía se expresan en un formato similar al de los cuadernos con hojas secas que se emparejan por impresiones más intensas que sobrepasan toda lógica de acuerdo al tamaño o color. El show tiene la identidad camaleónica del álbum, Motomami. Performático, juguetón y estimulante. Los graves nos rompen el pecho mientras los bailarines moldean con sus cuerpos un vehículo perfecto: “¡Motomami, Motomami, Motomami!”. El camarógrafo es fundamental, la persigue durante todo el recital, se encarga de registrar gesticulaciones y movimientos en encuadres cinematográficos que potencian la esencia del rito.
En “G3 N15” rememora la dedicatoria, una historia acerca de extrañar y de lo que significa la distancia. Da vueltas en una plataforma. El estridente “¡Hay picos en los brazos!” estremece la piel, y hasta duele un poco a pesar del éxtasis colectivo. Continúa el popular feat con Bad Bunny, “Lo de anoche”. En ese momento evidencia otro de los recursos de época, la estética TikTok. Lo que se puede deducir con la verticalidad de la pantalla, queda manifiesto cuando ella se baja a interactuar con el público y robarles selfies a quienes resisten al frente del pelotón. Desde lo que pueden parecer pormenores, Rosalía se pone sobre los hombros el peso de toda una generación.
Entre la poca parafernalia hay una silla de peluquería. Vuelve a subir al escenario con una bandera argentina colgada en su espalda, deja la cámara y toma unas tijeras para cortarse las trenzas en la esquizofrénica “Diablo”. Otro de los momentos más mágicos de la velada fue cuando se sentó junto al piano en “Hentai”. Su voz angelical suscita tantas lágrimas de cristal como caricias, besos y abrazos en el público que se extienden hasta que suena el ansiado cover de La Factoría, “Perdoname”. Los corazones confinados, despertados por la nostalgia restan importancia a la omisión de los drums en modo metralleta del tema anterior.
La química con la audiencia alcanza su máximo esplendor en el “Abcdefg”. El énfasis en la letra M fue espléndidamente infeccioso. Todas las voces repitiendo “Motomami, motomami, motomami”. Sí, un cierto grado de desincronización era claramente tolerable cuando la belleza de lo espontáneo es superior. “¿Rosalía, podrías firmar mi culo?”, dice uno de los carteles entre el público. “Es una petición un tanto inusual pero como te ves bastante motomami… ¿qué te gustaría que te hiciera?”. Risas de aliento suscitan una réplica espectacular: “¡Firmalo!”. No sucede, pero ¿qué importa?
Es en “La Combi Versace” cuando alza su compromiso social como bandera y se pone el pañuelo verde de la lucha por el aborto legal. Siguen varios mimos más para el público local: una versión a capela de “Alfonsina y el mar”, el clásico de Ariel Ramírez y Félix Luna que Mercedes Sosa popularizó. También develó su fascinación por el tango, su admiración hacia Piazzolla y el deseo de alguna vez reinterpretarlo. Le quedaría muy bien, Rosalía sabe cómo amalgamar distintas sonoridades y anteponer su estilo. En su show hay rock, R&B, dub y por su puesto no falta la sección reggaetón -“Relación”, “TKN” y “Yo x tí, tu por mí”-, ni tampoco la tan esperada bachata “Despechá” que despuntó el challenge multitudinario abajo del escenario, mientras arriba un grupo de fans bailaba felizmente a su lado tras haber perreado “Gasolina”.
Suenas dos inéditos: “Aislamiento” y “Dinero y libertad” intercalados entre otro remix, “Blinding Lights”. Las lágrimas vuelven en “Como un G”, una de las canciones que más traslucen el don de saber imprimir su aflicción en melodías. Pero las penas se difuminan deprisa al atronar su puente al éxito “Malamente”. El primer capítulo de El mal querer aumenta la dosis de flamenco y nos deja en los abismos paradisíacos para ofrecer el primer respiro de la noche mientras los bailarines se quedan trapeando el piso después de “Delirio de grandeza”. El escenario queda vacío, la letra de “LAX” -otro inédito- se traza en la pantalla blanca emulando la escritura de un diario íntimo.
Al cabo de unos pocos minutos, vuelve con todo para terminarse de coronar. Ella y sus bailarines entran en monopatines al ritmo de “Chicken teriyaki”. Dan vueltas en círculos y Rosalía tiene una cámara en el volante que le permite interactuar con el público en una toma veloz, jovial y significativa. Desde su cámara, nos mira a los ojos y sonríe. Acecha “Con altura” y nos hechiza con “Sakura”. Se puede percibir un estado de hipnosis absoluto. Un silencio escalofriante que se hace sentir entre la euforia.
La enumeración en inglés de “CUUUUuuuuute” aviva la llama y el público aclama a su heroína con gritos de júbilo. Se respira deleite y frenesí por el beat vertiginoso que Rosalía le encomendó a la DJ y productora patagónica Tayhana. El cierre es poderoso y envolvente, hasta que cambia de repente el temperamento y levanta la imposición del tiempo. Un enjambre de mariposas aguardaba expectante la salida de su reina en cientos de rostros ilusionados, remeras y accesorios. El aire se vuelve más puro y fresco, y las coloridas mariposas bailan entre las personas que van haciendo camino por las afueras del estadio.
Desde aquel 18 de marzo, día que apareció Motomami en nuestras vidas, la artista oriunda de Barcelona no solo marcó un antes y un después en su carrera, sino que también significó su consagración apremiante y definitiva a nivel global. Si bien en primera instancia descolocó a un gran porcentaje de sus fans que no entendían lo que estaban escuchando ni mucho menos el significado del léxico titular, Rosalía irrumpió en el mainstream con un disco sumamente personal y experimental que conjuga madurez, elocuencia e intimidad. En un abrir y cerrar de ojos, Motomami trascendió lo estrictamente musical para denotar un gesto universal de empoderamiento y convertirse en una de las obras imprescindibles de la era postpandémica.